sábado, 24 de diciembre de 2011

LUZ EN LA OSCURIDAD

RENÉ DELGADO / REFORMA
SOBREAVISO
En medio de tantas adversidades y avatares, la crítica política está obligada a señalar y analizar las acciones y las omisiones de quienes con responsabilidad o función pública, formal o informal, ensombrecen al país en vez de iluminarlo. Así debe de ser, pero ello disminuye a quienes con o sin cargo público no cejan en defender o promover fundamentos imprescindibles en todo Estado democrático de derecho.
Sin dejar de percibir la luz de "esos" que asumen compromisos consigo mismos, con la sociedad y con su tiempo, su actuación no siempre tiene el debido reconocimiento. Es gente que reivindica y engrandece el espacio público y la libertad, el derecho y la obligación de participar socialmente para impulsar al país a mejores estadios y, cuando no puede, se empeña en frenar los retrocesos, los abusos o las arbitrariedades.
Es gente que le entra en serio no a anhelar anhelos, sino a realizarlos. Por fortuna, aún en los peores momentos, siempre hay y ha habido personas como ésas. Es gente con tensiones y dolores en el cuello, el corazón o la cabeza, pero que no se arredra y mucho menos dobla la cerviz.
Son activistas, intelectuales, artistas, abogados, periodistas, ministros, profesionistas, científicos, políticos, sacerdotes, maestros, servidores públicos o ciudadanos decididos a no dejar que el vendaval político arrastre, en su vértigo y confusión, principios y valores del ser y el quehacer humano, y se empeñan en dar luz ahí donde la oscuridad pretende establecer su imperio.
Es oportuno distinguirlos, agradecerles su existencia.
Si desde hace años la inseguridad fue arrojando a infinidad de víctimas a la fosa de la indiferencia oficial y el olvido público, hubo quienes decidieron no dejar a la hidra de la impunidad criminal y la negligencia política el entierro de un ser querido.
Eduardo Gallo resolvió no dejar impune el secuestro y el homicidio de su hija Paola. Sentó un dramático y trágico precedente. Luego, otros hombres y mujeres igualmente valientes siguieron su ejemplo: no dejaron que el dolor por el secuestro o la pérdida de un ser querido ahogara su grito y los inmovilizara.
La importancia del coraje de Eduardo Gallo tuvo significancia social en una triple vertiente: no confundió el reclamo de justicia con la sed de venganza; no hizo de su tragedia el escalón para alcanzar un beneficio o un protagonismo en busca de recompensa; y todavía batalla por evitar que hasta entre las víctimas se distinga a ricos y pobres.
Once años después de esa gesta, el poeta Javier Sicilia dio un paso más o, si se quiere, muchos pasos más.
Puso en movimiento el dolor de familiares y amigos de las víctimas del crimen o las Fuerzas Armadas. Se rebeló ante el sollozo de quien, en soledad, se resigna y acepta la desgracia como una suerte de destino manifiesto. Junto a Emilio Álvarez Icaza y Julián LeBaron así como muchos otros -mujeres y hombres decididos a dar un entierro digno a los suyos- resolvieron escuchar a quienes no habían tenido oído ni consuelo y marchar para ponerle rostro y cuerpo, nombre y apellido a las víctimas del combate al crimen, resistiendo a la idea de identificarlos a partir de un número, en la estadística de las "bajas", directas o colaterales, donde el Estado quería arrojarlos.
El mérito mayor de Javier Sicilia no deriva de haber sentado al presidente Felipe Calderón para entablar un diálogo ni de la eventual Ley de Víctimas, como tampoco de acallar el jubiloso redoblar de tambores o el tableteo de los fusiles, sino del sacudimiento de la conciencia nacional frente a la violencia inaceptable. Por mucho que se talle y lave la sangre, tarda mucho en secar y desaparecer.
Pasos anteriores a esos dieron las madres, las hermanas, las amigas de "las muertas de Juárez", evitaron con su lucha incomprendida ser cómplices del olvido y el desprecio por la vida.
Por fortuna, este año, esos pasos, esa larga marcha desembocaron en un encuentro. Víctimas de abusos, activistas y defensores de los derechos humanos, abogados de una pieza, cineastas sin experiencia, distribuidores, periodistas, ministros de justicia y de culto en vez mirar hacia otro lado o de plano cerrar los ojos, los abrieron frente atropellos y acciones imperdonables, llamando la atención de la sociedad.
Es imposible mencionar por su nombre a todos ellos, pero no puede dejar de reconocerse a los familiares de Rosendo Radilla, casi 40 años reclamaron justicia en tribunales nacionales e interamericanos hasta reivindicar la memoria de ese maestro. Qué decir de Valentina Rosendo Cantú. Algunos funcionarios y opinadores -otros no, afortunadamente- estiman que esos necios doblaron al Estado, al obligarlo a pedir perdón. Se equivocan, le dieron la posibilidad de reconocer un abuso irrepetible y, si bien, falta mucho para reconocerlo como un auténtico Estado de derecho... esos pasos caminaron mucho en la dirección correcta.
Entre los destellos y el brillo generado por quienes resisten vivir a oscuras. El obispo Raúl Vera o el padre Alejandro Solalinde enseñaron lo que es echar la mano, extenderla a quien lo necesita sin importar quién sea. No es el caso contrastarlos con otros ministros de culto que, con un dedo, insisten en tapar o encubrir a auténticos delincuentes con sotana. No es el caso hacer ese contraste, el caso ahora es reconocer a Vera y Solalinde como sacerdotes con los pies bien puestos en la tierra, ven de cerca el cielo.
Sin duda, como ellos hay muchos otros, religiosos o no, que con un generosísimo sentido de solidaridad y compromiso con ella han hecho mucho por muchos y han resistido las presiones para enclaustrarse en la doctrina del egoísmo disfrazado.
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Además de quienes desde la sociedad trabajan para la sociedad, es preciso reconocer a algunos consejeros y comisionados, legisladores, magistrados, servidores públicos e incluso gobernantes que no pierden la vista por el brillo y los espejos del Palacio. Y, desde luego, hay oficiales e integrantes del Ejército y la Armada, policías que dan la vida por la vida.
A intelectuales, periodistas e historiadores que no piensan lo que escriben, sino que escriben lo que piensan. Y aquí es justo recordar a Miguel Ángel Granados Chapa que abrió y mantuvo abierta por más de 30 años la Plaza Pública, como lugar de encuentro ciudadano y al cual se le echa de menos.
En todo caso es hora de reconocer y agradecer a todos aquellos que, con o sin fama, en tiempos de oscuridad arrojan luces y destellos para iluminar la esperanza

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