Sabina Berman
Pensando en Carlos Monsiváis
MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Con quién habla López Obrador? ¿Con quién dialoga? Ahora que su amigo Carlos Monsiváis, nuestro amigo también, ese erudito de filosa sapiencia suavizada por el humor, se ha ido de la vida; ahora que José María Pérez Gay, su apoyo intelectual y emocional, también su memoria histórica portátil, está enfermo; ¿con quién se sienta, frente a frente, rodillas contra rodillas, a intercambiar ideas?
¿A quién le confía, cuando nadie más está presente: diré esto, haré esto? ¿A quién que esté dispuesto a contradecirlo y al que él escuche con paciencia y confianza?
La pregunta viene a cuento por esa idea que hace un mes expresó López Obrador en su registro como candidato de las Izquierdas y ha ido ganando espacio en su discurso, al grado de que hoy acapara sus declaraciones, y resulta, digámoslo primero con suavidad, inoportuna. La Constitución Moral.
La idea, explayada, es llamar en fecha próxima a una junta de notables: “de profesionistas, padres de familia y ancianos venerables”, para redactar una Constitución alterna, que dicte conductas morales. Que eleve a rango de obligación constitucional la honestidad y el amor.
Hay que decirlo ahora de tajo. El proyecto de una Constitución Moral delata una confusión de territorios en el candidato de las izquierdas. Una confusión entre lo personal y lo público.
En su acepción lata, la Moral es la distinción entre el Bien y el Mal. En el ámbito personal, y en una República democrática, la Moral puede tener fuentes diversas: religiosas, culturales, familiares: es de cierto una síntesis personal, en la que nadie, menos el Estado, tiene derecho legal a intervenir.
En cambio en la vida pública, la Moral debe tener una fuente única. La Constitución política. Esa creación de una junta de notables, precisamente, que ha sido revisada y vuelta a revisar por otras juntas, durante décadas, y es el código del Bien y el Mal común a todos los ciudadanos.
Las virtudes y los pecados personales no tienen lugar en la Constitución política, pero desde luego que sí sus consecuencias para los Otros en el espacio público. No se menciona a la honestidad, pero el robo, el fraude, el tráfico de influencias, están prohibidos y se ordena su castigo. El amor al prójimo no se considera obligatorio, pero se expresa con una generosidad superlativa cuando se manda respeto a las garantías individuales, servicios públicos gratuitos universales y una educación laica, gratuita y científica.
No necesitamos una nueva Constitución, y menos una que viole nuestra libertad personal. Nuestra Constitución política es sabia, y si tiene imperfecciones, como cualquier creación humana, la mayor de ellas es por mucho el que no se cumple. He ahí una hazaña épica para un próximo presidente del país: cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Moralizar la vida pública aplicando la Constitución a través de una nueva generación de jueces y policías que suplan a los de hoy. Una hazaña que sería una novedad histórica en México y tendría un costo exorbitante, aunque, para citar a Paco Ignacio Taibo II, cuando un grupo de escritores coincidimos en el deseo de un presidente con tal determinación, “un costo exorbitado y sin embargo menor que la guerra del presidente Calderón contra el narco”.
Hace quince años, el entonces presidente del PRD, López Obrador, les habló desde un templete a los perredistas que habían triunfado en las elecciones para alcaldes del Estado de México. Les advirtió que estaría pendiente de sus conductas futuras, no fuera a ser que el Poder los hiciera cambiar de coches y de esposas en un santiamén, como si fueran priistas instantáneos.
La reunión puso a teclear a Monsiváis un segmento de Por mi madre bohemios, donde llamaba al líder del PRD “El Obispo Andrés Manuel” y donde descubría en su arenga “una tendencia teologal”, adecuada para una misa y no para una reunión política.
El texto no distanció al político y al intelectual. Al contrario, al cabo de los años se volvieron cercanísimos. En especial durante la pasada elección presidencial, pasaron numerosas horas frente a frente, rodillas contra rodillas, dialogando, probando ideas para el país, puliéndolas, el político fiado en la claridad mental del intelectual y su don para la palabra precisa, el intelectual admirado de la capacidad operacional del político y conmovido “por su auténtica conexión con la gente”, palabras de Monsiváis, ambos en el acuerdo de que ser de izquierda significa, entre otras cosas, depender del diálogo para convertir las ideas propias en ideas donde quepan muchos.
Que Monsiváis no haya estado para sentarse ante Andrés Manuel, antes de que éste haya lanzado al plato de los enemigos rabiosos de la izquierda la idea cruda de una Constitución Moral; que no lo haya prevenido sobre “la tendencia teologal” del proyecto, es otra razón para volver a extrañar a Monsi.
Pensando en Carlos Monsiváis
MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¿Con quién habla López Obrador? ¿Con quién dialoga? Ahora que su amigo Carlos Monsiváis, nuestro amigo también, ese erudito de filosa sapiencia suavizada por el humor, se ha ido de la vida; ahora que José María Pérez Gay, su apoyo intelectual y emocional, también su memoria histórica portátil, está enfermo; ¿con quién se sienta, frente a frente, rodillas contra rodillas, a intercambiar ideas?
¿A quién le confía, cuando nadie más está presente: diré esto, haré esto? ¿A quién que esté dispuesto a contradecirlo y al que él escuche con paciencia y confianza?
La pregunta viene a cuento por esa idea que hace un mes expresó López Obrador en su registro como candidato de las Izquierdas y ha ido ganando espacio en su discurso, al grado de que hoy acapara sus declaraciones, y resulta, digámoslo primero con suavidad, inoportuna. La Constitución Moral.
La idea, explayada, es llamar en fecha próxima a una junta de notables: “de profesionistas, padres de familia y ancianos venerables”, para redactar una Constitución alterna, que dicte conductas morales. Que eleve a rango de obligación constitucional la honestidad y el amor.
Hay que decirlo ahora de tajo. El proyecto de una Constitución Moral delata una confusión de territorios en el candidato de las izquierdas. Una confusión entre lo personal y lo público.
En su acepción lata, la Moral es la distinción entre el Bien y el Mal. En el ámbito personal, y en una República democrática, la Moral puede tener fuentes diversas: religiosas, culturales, familiares: es de cierto una síntesis personal, en la que nadie, menos el Estado, tiene derecho legal a intervenir.
En cambio en la vida pública, la Moral debe tener una fuente única. La Constitución política. Esa creación de una junta de notables, precisamente, que ha sido revisada y vuelta a revisar por otras juntas, durante décadas, y es el código del Bien y el Mal común a todos los ciudadanos.
Las virtudes y los pecados personales no tienen lugar en la Constitución política, pero desde luego que sí sus consecuencias para los Otros en el espacio público. No se menciona a la honestidad, pero el robo, el fraude, el tráfico de influencias, están prohibidos y se ordena su castigo. El amor al prójimo no se considera obligatorio, pero se expresa con una generosidad superlativa cuando se manda respeto a las garantías individuales, servicios públicos gratuitos universales y una educación laica, gratuita y científica.
No necesitamos una nueva Constitución, y menos una que viole nuestra libertad personal. Nuestra Constitución política es sabia, y si tiene imperfecciones, como cualquier creación humana, la mayor de ellas es por mucho el que no se cumple. He ahí una hazaña épica para un próximo presidente del país: cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Moralizar la vida pública aplicando la Constitución a través de una nueva generación de jueces y policías que suplan a los de hoy. Una hazaña que sería una novedad histórica en México y tendría un costo exorbitante, aunque, para citar a Paco Ignacio Taibo II, cuando un grupo de escritores coincidimos en el deseo de un presidente con tal determinación, “un costo exorbitado y sin embargo menor que la guerra del presidente Calderón contra el narco”.
Hace quince años, el entonces presidente del PRD, López Obrador, les habló desde un templete a los perredistas que habían triunfado en las elecciones para alcaldes del Estado de México. Les advirtió que estaría pendiente de sus conductas futuras, no fuera a ser que el Poder los hiciera cambiar de coches y de esposas en un santiamén, como si fueran priistas instantáneos.
La reunión puso a teclear a Monsiváis un segmento de Por mi madre bohemios, donde llamaba al líder del PRD “El Obispo Andrés Manuel” y donde descubría en su arenga “una tendencia teologal”, adecuada para una misa y no para una reunión política.
El texto no distanció al político y al intelectual. Al contrario, al cabo de los años se volvieron cercanísimos. En especial durante la pasada elección presidencial, pasaron numerosas horas frente a frente, rodillas contra rodillas, dialogando, probando ideas para el país, puliéndolas, el político fiado en la claridad mental del intelectual y su don para la palabra precisa, el intelectual admirado de la capacidad operacional del político y conmovido “por su auténtica conexión con la gente”, palabras de Monsiváis, ambos en el acuerdo de que ser de izquierda significa, entre otras cosas, depender del diálogo para convertir las ideas propias en ideas donde quepan muchos.
Que Monsiváis no haya estado para sentarse ante Andrés Manuel, antes de que éste haya lanzado al plato de los enemigos rabiosos de la izquierda la idea cruda de una Constitución Moral; que no lo haya prevenido sobre “la tendencia teologal” del proyecto, es otra razón para volver a extrañar a Monsi.
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