miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL GRAN DEMIURGO

Mauricio Merino / El Universal
Tiene razón López Obrador al subrayar la falta de ética como uno de los problemas principales del país. No sólo estamos hundidos en la corrupción de buena parte de las administraciones públicas, sino que además nos hemos ido habituando al engaño, a la simulación, a la negligencia y al cinismo que también campean entre particulares. La corrupción y la falta de responsabilidad no son, ni remotamente, cosa exclusiva de los gobiernos o de los políticos, sino formas de relación social cada vez más extendidas, aun cuando sus expresiones más extremas nos hayan sumido en la violencia.
No obstante, el acierto de reconocer a la falta de ética como la causa primigenia de buena parte de nuestros problemas públicos se pierde cuando se utiliza como arma para denunciar a los demás y como argumento para clasificar a los buenos y a los malos según la conveniencia política del día. Es verdad que en el territorio de la ética resulta inevitable formular comparaciones entre los valores invocados y las conductas efectivamente realizadas; someter a juicio lo que se hace y dice —o lo que no se hace o no se dice—, en función de una prescripción moral determinada. Eso hacemos todo el tiempo, con más o menos conciencia del peso de nuestras palabras sobre nuestros actos. Pero esa fórmula puede volverse espeluznante cuando su propósito no sólo es la conquista del poder sino el establecimiento de una moral determinada solamente por el juicio personal del líder.
De hecho, hay algo anómalo en la discusión moral que ha despertado el líder de la izquierda mexicana a partir del empleo de símbolos, palabras y mensajes de raigambre religiosa.
Mientras el Presidente Calderón comulga con la fe católica y el PRI pacta privilegios con los dirigentes de esa Iglesia para mantener penalizado el aborto en la mayor parte del país o abrir la puerta franca al clero para meterse a las escuelas, a los medios y las plazas —tal como lo auspiciaría la más reciente reforma constitucional aprobada por los diputados—, el dirigente de la izquierda lanza mensajes de amor y paz, invoca a la Morena y vuelve generoso del desierto. La laicidad, entendida no sólo como la separación entre las iglesias y el Estado, sino como la defensa de un conjunto de valores basados en el civismo, la solidaridad, la tolerancia y la responsabilidad entre personas sin anclajes religiosos, se ha quedado huérfana entre los partidos. He aquí otra novedad de las campañas de 2012: que todas competirán por los fervores religiosos de los mexicanos, de manera más o menos descarada.
Pero la laicidad no sólo importa como pauta de convivencia entre distintos —cuyas creencias y prácticas en busca de la trascendencia sean igualmente respetables—, sino porque impide que se pase juicio civil y se castigue la conducta ajena en función de esas creencias religiosas. La laicidad no se opone a las creencias sino al uso político y faccioso de ellas. Exactamente al contrario de lo que sucedió con el triste debate del aborto, que en casi todo México ha convertido en un delito lo que los católicos consideran un pecado.
Y tal como puede suceder, también, con cualquier otra invocación de la ética desde el dedo flamígero de un líder que se cree a sí mismo la encarnación del bien y la bondad. El gran demiurgo de la izquierda, que no convoca a la deliberación conjunta de una ética laica, democrática y abierta capaz de acompañar el futuro plural, pacífico y honrado del país, sino a formar comités de acusación moral contra los enemigos de su ética, de su posición moral particular y de sus soluciones ya prefabricadas sobre la teoría de las escaleras que se barren desde arriba. Vistas con cuidado, esas posiciones no difieren un milímetro: lo único que cambia entre ellas es el púlpito y el nombre del Savonarola.
Con todo, es verdad que uno de los mayores problemas del país es la falta de referentes éticos y de prácticas capaces de honrarlos para volver a convivir en paz. Pero no será mediante una guerra santa entre credos enfrentados como se salvará esa carencia enorme del país, sino renovando los valores de la democracia deliberativa, abierta, plural y tolerante. Que cada quien tenga su credo y sus pastores; que cada uno elija al líder y al partido que prefiera, pero que ninguno de ellos —credos, pastores, dirigentes y partidos— siga arrojando leña al fuego de la polarización y la descalificación sistemática del otro, del que piensa diferente y no se aviene a la obediencia, porque el resultado puede ser un gran incendio que nadie querría apagar.

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