jueves, 29 de diciembre de 2011

GASTO PÚBLICO Y EQUIDAD

Fernando P. Méndez González / El País
El crecimiento conlleva bienestar -mayor renta per cápita- y, también, desigualdad. El primero es un efecto deseado unánimemente. El segundo, sin embargo, no es aceptado comúnmente, en parte porque no es bien comprendido y, en parte, porque no siempre es equitativo. Por ello, suscita rechazo en tanto sea menor la igualdad real de oportunidades y la cobertura para aquellos que resultan relegados en el juego competitivo.
Que debe haber cobertura para los excluidos es también aceptado unánimemente, pero no así el quantum de la misma. En todo caso, parece que lo razonable es que la cobertura sirva para satisfacer las necesidades básicas -definidas conforme a los parámetros de cada sociedad-, pero sin traspasar el límite del riesgo moral, más allá del cual puede resultar más tentador ser un excluido que un partícipe del juego. Si se traspasa este límite, existe el riesgo cierto de que el juego cooperativo se colapse con todas sus consecuencias, entre las cuales está, en lugar relevante, un descenso inevitable y sustancial del bienestar de todos.
Si la desigualdad consustancial al crecimiento ya suscita serios problemas de aceptación en periodos de prosperidad, éstos se multiplican en los periodos de dificultades como el que estamos atravesando, las cuales exigen afinar la racionalidad en el gasto público y, en última instancia, disminuirlo, con la consiguiente disminución de la cobertura de los realmente necesitados, entre otros efectos.
Para que la disminución del gasto público sea tolerada o, mejor dicho, para que haya probabilidades de que lo sea, es preciso que sea percibida, a la vez, como necesaria y equitativamente distribuida, muy especialmente por los principales afectados. Sólo así es posible la supervivencia de la cooperación, imprescindible, a su vez, para la supervivencia de todos nosotros. De lo contrario, la cohesión social puede quebrar y nos podemos adentrar en una etapa de creciente conflictividad, dañina para los intereses de todos.
Creo que hoy todos, o al menos la gran mayoría, hemos tomado conciencia de que es necesario introducir serias dosis de racionalidad en el gasto público , racionalidad de la que, por otra parte, nunca debimos prescindir. Pero, asimismo, creo que hay un grave desacuerdo sobre si la disminución del gasto público que, hoy por hoy, implica la racionalización de éste se ha hecho con rigor o, por el contrario, con graves dosis de oportunismo y de arbitrariedad. Y éste es un punto crítico para el mantenimiento del consenso social necesario para la supervivencia del juego cooperativo.
¿Cómo reducir el gasto público?
¿Qué racionalidad debería seguirse en la disminución del gasto público? Creo que deberían seguirse tres criterios rectores.
(1) Eficiencia: en la consecución de los objetivos no deben utilizarse más recursos de los estrictamente necesarios, exigencia perenne cuyo desprecio, sin embargo, ha sido la norma en demasiadas ocasiones, hasta el punto de caer de lleno en el despilfarro. Son innumerables los ejemplos de gastos superfluos, cuya única utilidad estriba en posibilitar una retribución a los afines, con el dinero de los contribuyentes, al que suele dársele el calificativo de público , quizás para que resulte menos evidente quiénes somos los paganos reales de tales favores. Así, mientras que faltan funcionarios públicos en determinadas áreas esenciales -v.gr.: jueces- para que el Estado de Derecho impulse el crecimiento, sobran empleados en organismos cuya existencia no parece estar justificada, como muchas agencias, organismos autónomos e instituciones de índole diversa, con finalidades incluso pintorescas, cuyo régimen de contratación de personal es gobernado por la más absoluta arbitrariedad, precisamente porque su finalidad real suele ser la colocación de afines y no otra.
(2) Graduación inversa. Los principales organismos internacionales distinguen diversas funciones de los Estados. Y pese a que no hay acuerdo sobre cuáles deben asumir, sí que hay un amplio consenso sobre algunas funciones básicas del Estado (v.gr.: protección de la integridad física, que hoy incluye la salud, Justicia, Educación, etc): si un Estado no las presta, no es un Estado, sencillamente porque la satisfacción de éstas es la razón de ser del Estado.
Hay otras que son funciones secundarias: el Estado puede prestarlas o no, pero si no las presta no por eso deja de ser un Estado e, incluso, según ciertas opiniones, no son funciones que deba desempeñar un Estado (v.gr.: ciertas televisiones públicas, sin utilidad alguna para los ciudadanos, pagadas por los contribuyentes y administradas por los políticos, normalmente en su propio beneficio). Pues bien, la disminución debe centrarse en estas funciones no esenciales antes de afectar a las esenciales, más allá de lo exigido por la eficiencia. En otras palabras, la intensidad en los recortes debe graduarse inversamente en relación a la necesidad ciudadana de la función estatal a la que se asigne el gasto .
De lo contrario, puede producirse una grave quiebra del consenso social, pues los ciudadanos -entre los cuales están los profesionales, empresarios, funcionarios, empleados del sector privado y usuarios en general afectados- percibirán que los políticos prefieren salvaguardar sus propios intereses corporativos, antes que preservar los de los propios ciudadanos y contribuyentes. Y ello es muy peligroso, por dos razones esenciales. En primer lugar, porque abre un vacío potencialmente devastador entre políticos y ciudadanos y, en segundo lugar, porque induce a los ciudadanos a no aceptar sacrificios presentes para ganar en el futuro, aceptación imprescindible para labrarse el porvenir.
En este importantísimo aspecto, llama poderosamente la atención las diferencias en los criterios de reducción de gasto seguidos en unas comunidades autónomas, centradas en la eliminación de gastos suntuarios e innecesarios, y otras, centradas en el recorte de servicios esenciales, manteniendo cargos y servicios del todo prescindibles.
(3) Eliminación del riesgo moral. Ciertamente, existen ámbitos en los que el gasto público no alcanza a satisfacer ciertas necesidades básicas, lo que debe ser remediado, en la medida de lo posible, pero existen otros en los que es más rentable percibir prestaciones públicas que participar como agente del juego cooperativo; y estos ámbitos deben ser identificados y eliminados, lo que permitirá seguir satisfaciendo ciertas necesidades esenciales.
Sujeción de exigencias
La acomodación de la disminución del gasto público a la racionalidad de los criterios expuestos hace que el ajuste sea más equitativo y, por lo tanto, más aceptable. Y la disminución es imprescindible para salir del difícil atolladero del presente.
Afortunadamente, el discurso de investidura del presidente del Gobierno invita a creer que la política de recortes del nuevo Gabinete procurará ser equitativa y, en todo caso, menos arbitraria y oportunista que lo que hemos presenciado hasta la fecha. Desgraciadamente, parece que las cifras definitivas de déficit, así como las previsiones -ya confirmadas por el ministro de Economía- de recesión para la economía española auguran unos recortes elevados, probablemente mayores que los inicialmente previstos, recortes que se añadirán a los ejecutados anteriormente. En estas circunstancias, la sujeción a las exigencias equitativas a las que me he referido se torna aún más capital.
Los seres humanos no somos autosuficientes. Necesitamos los unos de los otros, incluso los que creen no necesitar de nadie. Por ello, nos hallamos ante un dilema: por un lado, necesitamos cooperar y, por otro, necesitamos desconfiar. Todo el edificio institucional debe estar concebido para facilitar la cooperación haciendo fracasar las razones que fundamentan la desconfianza.
El proceso de disminución del gasto público es un test crítico para fundamentar la confianza o para afianzar la desconfianza. Si se produce lo primero, habremos dado un gran paso hacia un futuro mejor. Si se da lo segundo, daremos un gran paso hacia atrás, que además será muy difícil de recuperar. En buena parte, dependerá de si los políticos son capaces o no de adaptar el proceso de ajuste del gasto público a las exigencias de la racionalidad equitativa.

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