Antonio Navalón / El Universal
Ninguno estuvimos en la caída de Pompeya para saber cómo sonaban los trozos de mármol al caer tras la erupción del volcán Vesubio. Ninguno llegamos a pensar que lo que sucedió aquella mañana del 11 de septiembre de 2001 sería el inicio de una era que pondría en la picota todo nuestro mundo, nuestras creencias, temores y todas las realidades ante las que nacimos, crecimos y fuimos educados.
Un nuevo clavo ha venido, en forma de WikiLeaks, a asomarse al ataúd del imperio de sólo 20 años de EU. 250 mil cables de comunicación interna entre sus embajadas han sido robados, hackeados y reenviados para demostrar lo que era ya un secreto a voces: los estadounidenses no tienen amigos, sino intereses. No vale rasgarse las vestiduras por considerar que la hasta ahora primera potencia hiciera ejercicio de cintura, inteligencia, buenas y malas artes para llevar su política y no sólo como le enseñaron los presidentes Monroe y Roosevelt con “un gran garrote” (Big Stick) en la mano.
Es para temblar que en esta era de las telecomunicaciones, en la que todo está en el aire, no haya manera de tener ningún secreto. No me escandaliza sólo lo sucedido, sino ¿dónde existe algún lugar para proteger cierta información en este mundo del ciberespacio? Porque convendrá usted conmigo que es necesario que los gobiernos hagan buen uso del poder que les otorgamos y que ningún dato confidencial pueda estar en manos de cualquier hacker, niño de 22 años o loco de 240 megatones.
Mientras tanto, pues es otro paso más en la triste —ya casi imposible de mejorar— trayectoria de Barack Obama. Él no tiene la culpa, le podía haber pasado a Bush, pero le pasó a él. En 1966, él no era más que sólo un niño que corría por las calles de Yakarta, de donde viene el primer despacho, sin embargo, él pagará por todo y por todos. Sin pensarlo, al menos, lo sucedido ha unido lo que en últimas fechas parecía inimaginable: demócratas y republicanos hoy apoyan al mandatario en su condena.
Y los demás, pues los demás no tenemos otro remedio que acostumbrarnos a esa broma de vivir en 140 caracteres, todo abierto, público. La posibilidad de que nuestra más profunda intimidad esté mañana en la red, sin quererlo, obliga a hacer un profundo y humilde ejercicio de saber dónde estamos.
La crónica del final del mundo que conocimos dirá que una semana antes de revelados los secretos de la diplomacia estadounidense, el gobierno de Corea del Norte —que no existe y nunca existió, que en 1950 invadió Corea del Sur, estimulado por Mao Tse Tung— decidió poner de rodillas a todo el mundo, disparando bombas que nos quitaron la respiración por un momento. Son juegos de guerra, pero que nadie se equivoque, la dinastía Kim Sung no son nada más que los ejecutores de una escala de inestabilidad mundial que tiene que ver por una parte con el encogimiento de la figura de los Estados Unidos a nivel planetario y, por otra, con la sobredimensión, hoy sólo económica y comercial, pero mañana también política y militar, de China.
EU ha demostrado que pudo ser todo pero sólo 20 años. No sé cuánto hubiera durado el Imperio Romano en la era de Twitter, pero lo que sí es claro es que China está aprendiendo el oficio de potencia —casi hegemónica en las monedas, absolutamente expansiva en lo comercial y recién llegada a ser el país con mayor control de armas y de fuerza.
Hasta ahora existía la creencia errónea de que China al tener tantos problemas internos —que, por cierto, no son conocidos a fondo por nadie externo, porque no existe ni Twitter, ni internet libre, ni fotografías— tendría que limitarse a tener su posición económica, pero no militar ni geoestratégica: gran error, el poder es algo que se alimenta y sobredimensiona a sí mismo; en consecuencia, el poder chino está ya sufriendo las contracciones, lo quiera o no, por ser uno de los gendarmes del mundo, sólo que ellos no tienen oficio.
¿Se imaginan ustedes que el país más rico del planeta capitalista es la China comunista? Cuánto deben estar disfrutando los que hablaban del imperialismo yanqui y la manipulación del Big Brother.
Qué pena que entre unos y otros estemos destruyendo por completo los signos de identidad de nuestro tiempo: ¿qué somos, un imperio chino, oriental u occidental? ¿Quién va a garantizar un cierto orden aunque, como pasó con la paz americana, fuera un orden incorrecto, a veces incierto, a veces injusto, pero orden al fin? ¿Quién?
Periodista
Ninguno estuvimos en la caída de Pompeya para saber cómo sonaban los trozos de mármol al caer tras la erupción del volcán Vesubio. Ninguno llegamos a pensar que lo que sucedió aquella mañana del 11 de septiembre de 2001 sería el inicio de una era que pondría en la picota todo nuestro mundo, nuestras creencias, temores y todas las realidades ante las que nacimos, crecimos y fuimos educados.
Un nuevo clavo ha venido, en forma de WikiLeaks, a asomarse al ataúd del imperio de sólo 20 años de EU. 250 mil cables de comunicación interna entre sus embajadas han sido robados, hackeados y reenviados para demostrar lo que era ya un secreto a voces: los estadounidenses no tienen amigos, sino intereses. No vale rasgarse las vestiduras por considerar que la hasta ahora primera potencia hiciera ejercicio de cintura, inteligencia, buenas y malas artes para llevar su política y no sólo como le enseñaron los presidentes Monroe y Roosevelt con “un gran garrote” (Big Stick) en la mano.
Es para temblar que en esta era de las telecomunicaciones, en la que todo está en el aire, no haya manera de tener ningún secreto. No me escandaliza sólo lo sucedido, sino ¿dónde existe algún lugar para proteger cierta información en este mundo del ciberespacio? Porque convendrá usted conmigo que es necesario que los gobiernos hagan buen uso del poder que les otorgamos y que ningún dato confidencial pueda estar en manos de cualquier hacker, niño de 22 años o loco de 240 megatones.
Mientras tanto, pues es otro paso más en la triste —ya casi imposible de mejorar— trayectoria de Barack Obama. Él no tiene la culpa, le podía haber pasado a Bush, pero le pasó a él. En 1966, él no era más que sólo un niño que corría por las calles de Yakarta, de donde viene el primer despacho, sin embargo, él pagará por todo y por todos. Sin pensarlo, al menos, lo sucedido ha unido lo que en últimas fechas parecía inimaginable: demócratas y republicanos hoy apoyan al mandatario en su condena.
Y los demás, pues los demás no tenemos otro remedio que acostumbrarnos a esa broma de vivir en 140 caracteres, todo abierto, público. La posibilidad de que nuestra más profunda intimidad esté mañana en la red, sin quererlo, obliga a hacer un profundo y humilde ejercicio de saber dónde estamos.
La crónica del final del mundo que conocimos dirá que una semana antes de revelados los secretos de la diplomacia estadounidense, el gobierno de Corea del Norte —que no existe y nunca existió, que en 1950 invadió Corea del Sur, estimulado por Mao Tse Tung— decidió poner de rodillas a todo el mundo, disparando bombas que nos quitaron la respiración por un momento. Son juegos de guerra, pero que nadie se equivoque, la dinastía Kim Sung no son nada más que los ejecutores de una escala de inestabilidad mundial que tiene que ver por una parte con el encogimiento de la figura de los Estados Unidos a nivel planetario y, por otra, con la sobredimensión, hoy sólo económica y comercial, pero mañana también política y militar, de China.
EU ha demostrado que pudo ser todo pero sólo 20 años. No sé cuánto hubiera durado el Imperio Romano en la era de Twitter, pero lo que sí es claro es que China está aprendiendo el oficio de potencia —casi hegemónica en las monedas, absolutamente expansiva en lo comercial y recién llegada a ser el país con mayor control de armas y de fuerza.
Hasta ahora existía la creencia errónea de que China al tener tantos problemas internos —que, por cierto, no son conocidos a fondo por nadie externo, porque no existe ni Twitter, ni internet libre, ni fotografías— tendría que limitarse a tener su posición económica, pero no militar ni geoestratégica: gran error, el poder es algo que se alimenta y sobredimensiona a sí mismo; en consecuencia, el poder chino está ya sufriendo las contracciones, lo quiera o no, por ser uno de los gendarmes del mundo, sólo que ellos no tienen oficio.
¿Se imaginan ustedes que el país más rico del planeta capitalista es la China comunista? Cuánto deben estar disfrutando los que hablaban del imperialismo yanqui y la manipulación del Big Brother.
Qué pena que entre unos y otros estemos destruyendo por completo los signos de identidad de nuestro tiempo: ¿qué somos, un imperio chino, oriental u occidental? ¿Quién va a garantizar un cierto orden aunque, como pasó con la paz americana, fuera un orden incorrecto, a veces incierto, a veces injusto, pero orden al fin? ¿Quién?
Periodista
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