domingo, 19 de diciembre de 2010

NO ES EL MIEDO, ES EL HARTAZGO

La detención, consignación y sentencia condenatoria contra un delincuente no es garantía de que pague por lo que hizo.
Pascal Beltrán del Río / Excelsior
En un país donde la policía no investiga los delitos —para comenzar, no fue creada para eso sino para reprimir—, es normal que 84% de los ciudadanos no acuda ante el Ministerio Público para denunciarlos, tal como dio a conocer recientemente el INEGI.
No soy investigador policiaco, pero se me ocurre que si la autoridad se rehúsa a abrir una pesquisa por desaparición de persona sino hasta pasados tres días del hecho, pierde un tiempo precioso para encontrarla.
Se cita con frecuencia la estadística de que sólo 2% de los delitos terminan en castigo, pero detrás de ese dato se oculta uno aún más ominoso: nueve de cada diez delincuentes que caen en prisión fueron detenidos en flagrancia.
Es decir, la ruleta siempre gira a favor del delincuente, pues si bien sólo tiene dos posibilidades en cien de pisar la cárcel, apenas tiene dos en mil de llegar ahí si no se le detiene al momento de cometer el crimen.
A eso hay que agregarle, por desgracia, que la detención, consignación y sentencia condenatoria contra un delincuente no es garantía de que pague por lo que hizo. Muchos de ellos siguen operando negocios criminales desde la prisión, donde, además, con dinero mal habido pueden comprar todo tipo de privilegios.
Y, peor aún, cuando se aburren de la vida a la sombra, pueden salir de ahí caminando, como lo hicieron el jueves pasado 151 internos del Centro de Ejecuciones y Sanciones (¡nombrezazo!) de Nuevo Laredo, Tamaulipas, como antes lo hicieron otros 53 del Centro de Readaptación Social (¿de veras?) de Cieneguillas, Zacatecas.
Que no nos extrañe, pues, la existencia del círculo vicioso delito-impunidad-delito. Algunos buscan romperlo mediante la acción espontánea de las víctimas y potenciales víctimas, cuando deberíamos estar todos exigiendo a las instituciones de procuración de justicia que hagan lo que se espera de ellas porque cobran del erario y porque uno de los pilares de cualquier sociedad democrática es la renuncia de sus integrantes a proteger por sí mismos vidas y pertenencias y la cesión de esta responsabilidad, de manera exclusiva, a la autoridad.
Por supuesto, las víctimas no siempre están dispuestas a que los funcionarios se pongan a trabajar como deberían. Y surgen casos de enorme entereza personal y valor civil, como el de doña Isabel Miranda de Wallace, quien contra todos los obstáculos y enfrentando casi sola peligros inimaginables está a punto de aclarar qué le pasó a su hijo Hugo Alberto hace ya más de cinco años.
Pese a toda la justificada admiración que el caso ha creado para la señora Wallace, quien la semana pasada recibió de manos del Presidente de la República el Premio Nacional de Derechos Humanos, no puede dejar de subrayarse que fue la negligencia oficial la que llevó a la madre a investigar el secuestro y asesinato de su hijo.
—Lo que le pasó no debiera ser visto como normal sino como una aberración del sistema de procuración e impartición de justicia –comenté a Wallace en la entrevista que grabamos para La Silla de Excélsior, espacio informativo que se transmite por nuestra televisora hermana CadenaTres.
Me contestó afirmativamente y fue más allá al advertir sobre los peligros que entraña la tentación de hacerse justicia por propia mano: “Así fue como surgieron los paramilitares (Autodefensas) en Colombia, que al cabo de un tiempo se voltearon contra la propia sociedad”.
Cuando estábamos a punto de arrancar la entrevista, antier, una visitante se acercó a Isabel Miranda para profesarle su admiración.
—Usted es mi ídolo— le dijo.
—Se lo agradezco, pero créame que en este país tenemos que crear muchos, muchos ídolos, porque con unos cuantos no es suficiente para cambiar las cosas— respondió la también presidenta de Alto al Secuestro.
A la misma intención, de empoderamiento de la sociedad civil ante el crimen, parecía responder la declaración del secretario de Gobernación, Francisco Blake Mora, en el sentido de que ya es tiempo de que la ciudadanía se sacuda el miedo y denuncie a los delincuentes.
“Lo que tenemos que hacer, con responsabilidad, es asumir una actitud de buscar siempre el espacio donde podamos denunciar para poder hacerle frente a la criminalidad y que no dejemos que intimide a los ciudadanos”, dijo el funcionario, en conferencia, el jueves pasado.
Dudo que sea solamente el temor a una represalia lo que aleja a los ciudadanos de las oficinas del Ministerio Público. El secretario de Gobernación pasó por alto la desconfianza que generan muchas autoridades, por la posibilidad de que trabajen en tándem con el crimen organizado, así como la sensación de inutilidad que queda después de ir a denunciar un delito y ver que no pasa absolutamente nada.
Pero si fuera el miedo el principal factor, las palabras de Blake no pudieron haber sido pronunciadas en peor momento, pues, unas horas después, frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua, sería asesinada de un tiro en la cabeza Marisela Escobedo, una activista que tenía dos años peleando por llevar ante la justicia al asesino de su hija Rubí Frayre.
Pese a que un tribunal oral había exonerado del asesinato al homicida confeso de su hija, Marisela Escobedo no se había dado por vencida. Por eso, se instaló en plantón en la plaza Hidalgo de la capital chihuahuense, a unos pasos de donde fuera fusilado el Padre de la Patria.
Uno tendría que pensar que esa plaza y el Palacio de Gobierno tendrían que ser de los lugares más vigilados del país por el simple hecho de que allí atentaron contra la vida del entonces gobernador Patricio Martínez el 17 de enero de 2001.
“Por enésima vez vuelvo a creer, quiero creer en ellos, y si me va la vida en ello, aquí voy a estar”, declaró hace unos días a El Diario de Ciudad Juárez. “Espero que ahora sí me cumplan”, añadió, pero “si me van a asesinar, que sea frente al Palacio de Gobierno, para que les dé vergüenza”.
Desgraciadamente, en lo único que acertó Marisela fue en que la protesta le podría costar la vida. Ella y Rubí están muertas. Su asesino y el de su hija, si no son el mismo, siguen libres. El viernes, los hijos varones de Marisela declararon a los medios que desistirían en la lucha por la justicia. Uno de ellos, Juan Manuel Frayre Escobedo, dio sus razones: “No sirve de nada seguir, ¿de qué sirve? Porque no van a hacer nada”.
Lo único que hizo el gobierno estatal, a cargo de César Duarte Jáquez, fue presentar una solicitud —tardía, porque era parte del pliego petitorio de Marisela—para que el Tribunal Estatal de Justicia de Chihuahua destituyera al panel de jueces que dejaron en libertad a Sergio Barraza Bocanegra, el asesino confeso de Rubí. El Tribunal avaló de inmediato la petición. Faltaba más: en Chihuahua, como en otras partes del país, la autoridad es meramente reactiva ante los temas de seguridad, y al gobernante le preocupa, ante todo, su imagen en la opinión pública.
Los hechos del jueves en la capital chihuahuense muestran que no es el miedo el que inhibe la denuncia ciudadana. Esa noche, Marisela estaba en la plaza Hidalgo, pasando frío y consciente de haber sido amenazada. Sus hijos desisten de proseguir la lucha de la madre no por temor sino porque ven que, en el actual contexto, no tiene el menor objeto.
Por eso no creo, como el secretario Blake, que haga falta que la ciudadanía se sacuda el miedo para que la justicia funcione. Antes que eso, las autoridades, de todos los niveles, tienen que sacudirse la indolencia y la falta de coordinación, así como desenraizar a toda costa la corrupción que paraliza a muchas instituciones y cumplir con lo que se espera de ellas.
2011: empezar de nuevo
Así como la luz del alba tiene la capacidad de inyectar en el individuo el deseo de ser mejor y llegar más lejos, el año nuevo es la oportunidad de que, como sociedad, dejemos atrás los hechos ominosos de 2010 y apostemos a un nuevo comienzo. Que cada quien haga lo que esté a su alcance para engrandecer este país, ese es mi deseo para este 2011, querido lector

No hay comentarios:

Publicar un comentario