viernes, 24 de diciembre de 2010

CURA DE SILENCIO

Rodolfo Echeverría Ruiz / El Universal
La mayoría de los políticos, ciertos hombres de empresa y no pocos funcionarios gubernamentales -buena cantidad de quienes de una u otra manera vivimos precisados a comunicarnos con públicos diversos- solemos cometer todo género de errores, hijos, las más de las veces, de nuestra indigencia expresiva.
Tal vez ello provenga de irreprimibles latidos de una vanidad ingenua, capaz de apoderarse de nosotros, nublarnos el entendimiento e impedirnos discernir entre los momentos en que tal vez pudiera ser útil hablar y aquellos otros -los más, es evidente- en los que lo sensato sería callar (la audiencia y los lectores lo agradecerían, no lo dudo), en espera de un momento propicio para que nuestras palabras ayuden a hacer algo positivo y concreto o, al menos, contribuyan al esclarecimiento de algún problema, ofrezcan información útil o formulen propuestas novedosas o inteligentes, aunque esto último sea mucho pedir.
No resistimos la proximidad de un micrófono. Carraspeamos -como para decir: allá voy-, engolamos la voz y, sin medir las posibles consecuencias, opinamos acerca de todas las materias, como si no hubiera parcela del saber ajena a nosotros, como si domináramos vastos terrenos del conocimiento, como si nuestras palabras operaran, con sólo emitirlas, el milagro de mover o conmover a indefensos destinatarios a quienes nuestros sabios mensajes les importan un comino o nos oyen sin escucharnos o cambian de canal televisivo o sintonizan otra estación radiofónica o cierran con enojo la página periodística cuyo papel, acaso, pudo haberse destinado a mejor empresa.
De manera continua, inclemente, el ciudadano recibe sobredosis de "información", las más de las veces innecesaria y estresante. De semejante derroche de palabras no solamente somos culpables los políticos o los empresarios o los locutores comerciales o cualquiera otra persona víctima de incontinencia verbal.
En tan exasperante torneo, en el que se concursa para saber quién grita más o cómo confundimos o irritamos al televidente, al escucha o al lector, también irrumpe cierta publicidad ramplona que, al faltar al respeto, a la inteligencia y al bolsillo del consumidor, lo enardece y lo confunde originándole agudos estados de ansiedad efervescente.
Aprovechemos el breve oasis de esta Navidad y el clima propio de las fiestas familiares para meditar en torno de lo bien que le caería al país si todos hiciéramos un sincero ejercicio de moderación y reflexionáramos, aunque solamente fuera un momento, acerca de lo que nuestra austeridad verbal podría ayudar para serenar a los más acelerados y gárrulos actores políticos, sociales y económicos de México.
Se trata de ofrecer un respiro al público, a los ciudadanos, a los lectores, y dejarles tiempo y espacio suficientes para reflexionar en derredor de sus propios problemas. De ese modo fraguarían sus opiniones personales y tomarían decisiones al margen de la insoportable petulancia de ciertos gobernantes, la ambición codiciosa de algunos empresarios, la voz doctoral de no pocos políticos, la falta de escrúpulo moral de publicistas ramplones o las inflexiones desarmonizadas e imperativas de gritones televisivos o radiofónicos...
Una cura de silencio -como pedía Azaña en 1936 al borde mismo de la guerra española- necesitamos hoy con urgencia en México. Aunque todos ganaríamos si aprendiéramos a hablar menos o a expresarnos con mesura -de manera "taquifónica", como recomendaba Ortega y Gasset-, a fin de respetar, honrar y hacer útil nuestra palabra.
"Cada palabra -dejó escrito el filósofo madrileño- es un estremecimiento del aire que desde la madrugada del Génesis tiene poder de creación...".
¡Feliz y sosegada Navidad!

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