Lamentablemente los mercados le creen mas a Mood'ys que al presidente del Gobierno
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Mi regalo de Navidad es recordar la visita que Keynes hizo a España hace 70 años. El 8 de junio de 1930, el economista, que todavía no había publicado su Teoría general, llega a Madrid acompañado de su esposa, la bailarina del ballet de Diaghilev Lydia Lopokova, que hablaba castellano y le hacía de traductora. Viene invitado por el Comité Hispano Inglés que presidía el duque de Alba, ministro de Instrucción Pública en el Gobierno de Berenguer. Tres días después, en la Residencia de Estudiantes, pronuncia una conferencia (Las posibilidades económicas de nuestros nietos), cuya versión definitiva aparece en ese libro cajón de sastre que se titula Ensayos de persuasión.
Keynes destilaba entonces buen estado de ánimo. Entendía (ya se ha producido el crash de 1929 y el mundo se encaminaba a la Gran Depresión) que el planeta sufría "un fuerte ataque de pesimismo económico" en el que era corriente escuchar la afirmación de que la época de enorme progreso que había caracterizado a los felices veinte había pasado para siempre, que una caída de la prosperidad era más verosímil que una mejora en la década que empezaba. "Creo", dice Keynes, "que esta es una interpretación extraordinariamente equivocada de lo que está sucediendo. Estamos sufriendo no el reumatismo de la vejez, sino dolores crecientes que acompañan a los cambios excesivamente rápidos, el dolor del reajuste de un periodo económico a otro". No hay que sobrestimar la importancia del problema económico ni sacrificar a sus supuestas necesidades otras cuestiones de mayor significado y permanencia. Y aquí pronuncia una de sus frases más repetidas y celebradas, sobre la necesaria humildad del economista: "¡Sería estupendo que los economistas lograran que se les considerara como personas modestas y competentes como los dentistas".
Es difícil acompañar hoy al optimismo keynesiano de ese momento concreto. Máxime si se recuerda lo que pasó luego y en qué acabó la Gran Depresión. Nuestros problemas europeos de ahora semejan achaques de tercera edad más que dolores adolescentes de crecimiento. La cumbre de jefes de Gobierno de la Unión Europea se ha saldado casi en el vacío pese a lo que la propaganda oficial (paladas de lenguaje de madera) ha tratado de vendernos. La reforma del Tratado de Lisboa para hacer permanente el fondo de rescate ya estaba consensuada antes de la reunión, aunque no se han concretado las condiciones técnicas del mismo; y tampoco se ha avanzado en los principales temas que se llevaban: la ampliación de ese fondo, una mayor flexibilidad en su funcionamiento y la emisión de eurobonos como método de abaratamiento de la deuda ante los ataques especulativos de los mercados. Europa, una vez más, ha ido a remolque de los acontecimientos. En los próximos días y semanas veremos el miedo que los políticos han metido en el cuerpo de los especuladores.
En lo que se refiere a España, es difícil hacer más ejercicios de voluntarismo. La última subasta de deuda del Tesoro se ha saldado con el precio más alto desde 1997, motivado en parte por la amenaza de la agencia de calificación de riesgos Moody's de rebajar el rating del Reino de España, lo que encarecería la financiación del Estado central, las comunidades autónomas y las empresas. Las preguntas son inmediatas: con el dinero de más que se ha pagado en las subastas de bonos, por la acción de los mercados y las previsiones de las agencias de riesgo, ¿cuántas pensiones públicas podrían haberse descongelado?, ¿cuántos días de financiación de la Ley de Dependencia se habrían obtenido?, ¿cuántas becas más se podrían haber añadido a la oferta de la educación?, etcétera. Estos ataques no afectan solo a la capacidad de financiación pública y privada, sino que deterioran los servicios públicos y el Estado de bienestar.
Lamentablemente, los mercados creen más a Moody's que al presidente del Gobierno, la ministra de Economía o el gobernador del Banco de España. Si hay nuevos sobresaltos, el regalo de Navidad del optimismo de Keynes puede devenir en el Cuento de Navidad de Dickens, en el que el papel del malvado Scrooge se lo disputan las agencias y los especuladores. La esperanza es que en el relato dickensiano, al final Scrooge se asusta, se arrepiente y se hace bueno. Pero es solo una ficción.
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Mi regalo de Navidad es recordar la visita que Keynes hizo a España hace 70 años. El 8 de junio de 1930, el economista, que todavía no había publicado su Teoría general, llega a Madrid acompañado de su esposa, la bailarina del ballet de Diaghilev Lydia Lopokova, que hablaba castellano y le hacía de traductora. Viene invitado por el Comité Hispano Inglés que presidía el duque de Alba, ministro de Instrucción Pública en el Gobierno de Berenguer. Tres días después, en la Residencia de Estudiantes, pronuncia una conferencia (Las posibilidades económicas de nuestros nietos), cuya versión definitiva aparece en ese libro cajón de sastre que se titula Ensayos de persuasión.
Keynes destilaba entonces buen estado de ánimo. Entendía (ya se ha producido el crash de 1929 y el mundo se encaminaba a la Gran Depresión) que el planeta sufría "un fuerte ataque de pesimismo económico" en el que era corriente escuchar la afirmación de que la época de enorme progreso que había caracterizado a los felices veinte había pasado para siempre, que una caída de la prosperidad era más verosímil que una mejora en la década que empezaba. "Creo", dice Keynes, "que esta es una interpretación extraordinariamente equivocada de lo que está sucediendo. Estamos sufriendo no el reumatismo de la vejez, sino dolores crecientes que acompañan a los cambios excesivamente rápidos, el dolor del reajuste de un periodo económico a otro". No hay que sobrestimar la importancia del problema económico ni sacrificar a sus supuestas necesidades otras cuestiones de mayor significado y permanencia. Y aquí pronuncia una de sus frases más repetidas y celebradas, sobre la necesaria humildad del economista: "¡Sería estupendo que los economistas lograran que se les considerara como personas modestas y competentes como los dentistas".
Es difícil acompañar hoy al optimismo keynesiano de ese momento concreto. Máxime si se recuerda lo que pasó luego y en qué acabó la Gran Depresión. Nuestros problemas europeos de ahora semejan achaques de tercera edad más que dolores adolescentes de crecimiento. La cumbre de jefes de Gobierno de la Unión Europea se ha saldado casi en el vacío pese a lo que la propaganda oficial (paladas de lenguaje de madera) ha tratado de vendernos. La reforma del Tratado de Lisboa para hacer permanente el fondo de rescate ya estaba consensuada antes de la reunión, aunque no se han concretado las condiciones técnicas del mismo; y tampoco se ha avanzado en los principales temas que se llevaban: la ampliación de ese fondo, una mayor flexibilidad en su funcionamiento y la emisión de eurobonos como método de abaratamiento de la deuda ante los ataques especulativos de los mercados. Europa, una vez más, ha ido a remolque de los acontecimientos. En los próximos días y semanas veremos el miedo que los políticos han metido en el cuerpo de los especuladores.
En lo que se refiere a España, es difícil hacer más ejercicios de voluntarismo. La última subasta de deuda del Tesoro se ha saldado con el precio más alto desde 1997, motivado en parte por la amenaza de la agencia de calificación de riesgos Moody's de rebajar el rating del Reino de España, lo que encarecería la financiación del Estado central, las comunidades autónomas y las empresas. Las preguntas son inmediatas: con el dinero de más que se ha pagado en las subastas de bonos, por la acción de los mercados y las previsiones de las agencias de riesgo, ¿cuántas pensiones públicas podrían haberse descongelado?, ¿cuántos días de financiación de la Ley de Dependencia se habrían obtenido?, ¿cuántas becas más se podrían haber añadido a la oferta de la educación?, etcétera. Estos ataques no afectan solo a la capacidad de financiación pública y privada, sino que deterioran los servicios públicos y el Estado de bienestar.
Lamentablemente, los mercados creen más a Moody's que al presidente del Gobierno, la ministra de Economía o el gobernador del Banco de España. Si hay nuevos sobresaltos, el regalo de Navidad del optimismo de Keynes puede devenir en el Cuento de Navidad de Dickens, en el que el papel del malvado Scrooge se lo disputan las agencias y los especuladores. La esperanza es que en el relato dickensiano, al final Scrooge se asusta, se arrepiente y se hace bueno. Pero es solo una ficción.
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