jueves, 30 de diciembre de 2010

LOS ENREDOS MONETARIOS

David Ibarra / El Universal
Todavía se piensa o se quiere pensar que las concepciones económicas representan una guía confiable para sustentar la acción de los gobiernos sin mayor referencia a criterios políticos o sociales. Como demuestra la reciente crisis global, los paradigmas en que se sustentan las políticas públicas son imperfectos, en parte por responder a planteamientos ideológicos exagerados y, en parte, por estar insertos en procesos incesantes de adaptación a circunstancias cambiantes.
Lo dicho es singularmente aplicable a los bancos centrales y a sus políticas siempre inmersas en pretensiones desbordadas y mudanzas significativas. El último cuarto del siglo pasado vio el desplazamiento del manejo macroeconómico de los ministerios de hacienda a los bancos centrales, al asumir la estabilidad de precios el papel central entre los propósitos socioeconómicos de los gobiernos. Empleo, crecimiento, equidad distributiva pasan a ocupar un lugar secundario en la orientación de las políticas públicas. Son los años de oro del monetarismo y el eclipse de la visión keynesiana que había salvado al Primer Mundo de la Gran Crisis de los años treinta.
Antes de ese periodo, los bancos centrales se distinguían por las funciones que desempeñaban —emisión monetaria, prestamista de última instancia, banquero del gobierno, supervisor del crédito, etcétera—, más que por determinar las grandes metas nacionales. Cuando se les otorga independencia —más respecto a los gobiernos que respecto al sector privado— y se les autoriza a fijar por sí mismos o quizás en combinación con los gobiernos la meta superior de inflación, se está delegando a un cuerpo tecnocrático, no electo democráticamente, la decisión macroeconómica vertebral de los países. En México, por ejemplo, mientras las decisiones sobre el gasto público o los impuestos son objeto de intensos e interminables debates en las cámaras legislativas, las relacionadas con la inflación pasan desapercibidas pese a sus enormes repercusiones sobre la producción, el empleo, la balanza de pagos o el fisco. Más aun, se pasa igualmente por alto la discusión sobre la selección de los precios a vigilar, los plazos de cumplimiento de las metas antiinflacionarias o la selección de los instrumentos monetarios para alcanzarlos.
Con esa amplia discrecionalidad de acción, los bancos centrales han intentado —con fracasos y algunos aciertos— controlar la inflación por los más diversos caminos, casi siempre sacrificando el crecimiento e inclusive la democracia participativa. En unos intentos, impusieron límites al crédito o a la expansión de la oferta monetaria, dados sus efectos sobre los precios; en otros, tomaron como ancla antiinflacionaria el tipo de cambio y, en unos terceros, ligaron el signo monetario propio al de otra moneda reputada como estable. La mayor parte de esos ensayos resultaron insatisfactorios o costosos en empleo, dada la multiplicidad y volatilidad de los intereses y de los fenómenos nacionales e internacionales que influyen sobre la inflación. Recuérdese aquí las crisis cambiarias repetitivas que asolaron a México cuando se usó de ancla inflacionaria al tipo de cambio.
El penúltimo intento que ya tenía pretensiones de definitivo llevó a muchos gobiernos a fijar directamente metas inflacionarias, y a restringir paralelamente otras políticas públicas que pudiesen contravenirles, conforme a una especie de consenso monetario cuyos términos podrían sintetizarse como sigue:
1. La política monetaria se sitúa en manos de un banco central independiente, lo más aislado posible del tráfago político. 2. Se fijan metas de inflación con un horizonte predeterminado de tiempo, como ancla nominal del sistema de precios. 3. Se utilizan ajustes en la tasa de interés de corto plazo del propio banco central para el control directo de la demanda e indirecto de los precios. 4. Se limita o prohíbe el crédito del banco central al gobierno. 5. La política monetaria se orienta exclusiva o muy principalmente al control de los precios de los bienes y servicios intermedios y de consumo. 6. Se relega a un segundo plano cualquier otra meta económica o social.
Derivado de lo anterior, se angostan los alcances de la política fiscal y se subordina la política social a los dictados económicos. Curiosamente, se producen también decisiones limitativas del intervencionismo de los bancos centrales, asociados íntimamente a la gestación de la debacle global. Una, se refiere al abandono paulatino de las funciones de supervisión y control del sistema bancario y financiero, para delegarlo a instituciones creadas ad-hoc; otra, a acotar la política antiinflacionaria a la evolución de ciertos precios al detalle, que excluyen los precios de los activos, aun a riesgo de la gestación de burbujas, como las producidas en el mercado inmobiliario y en las bolsas de valores, y una tercera, dejar en el olvido la cuestión fundamental de la estabilidad global y nacional de los sistemas financieros y del crédito. Aquí juegan factores claves de complicación como la interdependencia económica universal, los contagios desestabilizadores entre sistemas financieros o la presencia de políticas nacionales encontradas, que estorban la corrección de los desajustes comerciales o la armonización de políticas cambiarias.
La Gran Recesión, como ahora se ha bautizado a la crisis reciente, puso abruptamente de relieve la insuficiencia del canon monetarista en armonizar las dos estabilidades fundamentales de todo sistema económico: la del empleo y la de los precios. Las viejas reglas paradigmáticas quedan en ruinas. Frente al fantasma de la inflación, se alza hoy el espectro inverso de la deflación que ya causó destrozos en Japón, y arriesga la recuperación norteamericana, frente a la cual, el manejo monetario tiene severas limitaciones. Contrariamente al propósito de acotar el intervencionismo estatal, los gobiernos del Primer Mundo han emprendido sin rubor el rescate de empresas, a instituciones en peligro de quiebra. La reducción del activismo fiscal, criterio monetarista imprescindible, ha sido rebasado con gastos que sitúan los déficits de los países industrializados en cifras casi nunca vistas; la negativa tradicional de los bancos centrales a monetizar los déficit públicos o a otorgar crédito directo a empresas privadas, fue violentada con los rescates y el llamado quantitative easing de la Reserva Federal de los Estados Unidos, del Banco de Inglaterra o del Banco Central Europeo.
El canon monetarista extremo necesita de reparación mayor. Aún se mantienen formalmente las metas de inflación, aunque esta última registre niveles bajísimos. En los hechos, el control de los flujos del crédito —que se quieren robustecer hoy por hoy— ha tomado el papel dominante de la política monetaria, apoyado en la acción fiscal heterodoxa. De nueva cuenta, los bancos centrales tendrán que reanudar la búsqueda de enfoques más completos, de clarificar sus metas, de seleccionar mejor los instrumentos de acción e incluso de aceptar la sujeción o la complementariedad al orden fiscal para atender coordinadamente el complejo íntegro de las prelaciones públicas: inflación, empleo, crecimiento.
Es posible que en circunstancias singulares el control de la inflación se constituya en la cuestión central a resolver. En la generalidad de los casos hay, sin embargo, muchos otros propósitos sociales de igual o superior jerarquía que exigen atención ordenada y simultánea. En la crisis que se vive, los gobiernos ya aprenden a evitar la contradicción institucionalizada de conservar, de un lado, la obsesión antiinflacionaria y, de otro, sin coordinación ni instrumentos apropiados, perseguir estrategias en favor de la recuperación y la equidad social.
Analista político

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