Alejandro Nadal / La Jornada
En los últimos 20 años la economía mundial ha estado dominada por una relación simbiótica entre China y Estados Unidos. Este consorcio se basó en vínculos comerciales y financieros sui generis, detrás de los cuales se esconden profundos cambios estructurales en ambas economías. La asociación ha sido bautizada como "Chimérica", combinación no muy feliz de China y América (por aquello de que los estadunidenses insisten en llamarse como el continente).
El complejo Chimérica podría parecerse a un matrimonio fracasado. El desenlace puede ser un divorcio rijoso en el que todo el vecindario pagará los platos rotos.
En esta alianza algo involuntaria, China era la parte ahorrativa y productora, mientras que Estados Unidos era el consumidor, el gastador empedernido. China mantuvo un superávit en cuenta corriente durante 20 años y llegó a acumular reservas internacionales por 2.3 billones (castellanos) de dólares. Una buena parte de estas reservas son bonos del tesoro estadunidense. En este proceso, los dólares captados por China en el mercado mundial eran reciclados hacia Estados Unidos, pero esta vez como préstamo.
Después de los atentados de 9/11 y el estallido de la burbuja de 2001, China mostró preocupación por la caída en el valor del dólar. Ahora, en plena devaluación de la divisa estadunidense, y con pérdidas importantes en las inversiones chinas en el sector bienes raíces estadunidense, Pekín no sólo revela inquietud, también despliega irritación.
La retórica de Geithner sobre la manipulación china de la paridad para obtener ventajas comerciales no ayudó a calmar los ánimos. Pekín contratacó acusando a Estados Unidos de ser un manirroto irresponsable (algo así como lo que hace Alemania al acusar a sus socios comerciales en la cuenca del Mediterráneo).
En Estados Unidos el estímulo fiscal se acompañó de los primeros brotes proteccionistas con la cláusula de "compre nacional". A mediados de 2009, China aprobó su versión de dicha cláusula, mientras que Estados Unidos impuso una sobretasa arancelaria de 35 por ciento a las importaciones de llantas provenientes de ese país. Todo parecía indicar que estaba arrancando una guerra proteccionista. Sin embargo, ese peligro tiene el freno en Washington del lobby integrado por las más de 700 empresas estadunidenses que emigraron a China en busca de costos laborales más bajos.
Por el lado monetario, las autoridades del banco central chino declararon que era necesario remplazar el dólar con una verdadera moneda internacional. Pekín empezó a modificar la composición de sus reservas, a acumular oro y a tejer alianzas con otros países exportadores para impulsar reformas en el sistema monetario internacional. Hoy sus acuerdos de swaps de divisas con muchos países le permiten evitar el dólar estadunidense en sus transacciones.
Chimérica nació con las contradicciones que enfrentó la economía estadunidense a partir de los años 70. Un mal desempeño de la tasa de rentabilidad llevó al estancamiento de los salarios, a una caída en la tasa de ahorro y a un fuerte endeudamiento de las familias para mantener su nivel de consumo. La Reserva federal mantuvo una política de bajas tasas de interés de largo plazo, facilitando el consumo de la población. Pero ninguna de las agencias regulatorias pudo evaluar los riesgos de las diversas burbujas en los precios de activos que el fuerte apalancamiento del sector privado traía aparejado.
El matrimonio de conveniencia Washington-Pekín estuvo basado en la búsqueda de espacios con mano de obra barata por parte de las empresas estadunidenses, y el deseo de resolver un colosal problema de desempleo por parte de China. Para Pekín, la apertura a la inversión extranjera directa era la clave para alcanzar en poco tiempo una plataforma exportadora que le permitiera elevar el nivel de ingreso de su población. Esta coincidencia de necesidades recíprocas es lo que hizo posible la urdimbre de relaciones económicas que acabaron por integrar Chimérica.
Ahora con la crisis global Chimérica está condenada a la desintegración. La población estadunidense ha sido golpeada y no podrá seguir siendo el consumidor insaciable que necesita China. Las políticas de austeridad que aplicará Washington de ahora en adelante simplemente profundizarán la crisis y alejan cualquier intento de recuperación.
Por otro lado, Pekín debería aceptar que la apreciación de su moneda es una necesidad a escala mundial. En lugar de eso, China parece inclinarse por la compra de activos reales en la minería y campos de petróleo en diferentes partes del mundo. Sus incursiones en la cuenca del río Congo revelan que su liderazgo quiere asegurarse de que el acceso a los recursos naturales no será un problema para las necesidades de la economía china. Pero nada de eso permitirá resolver el problema estructural de una política mercantilista como la que China ha estado aplicando.
La desintegración de Chimérica es inevitable. Pero no será un proceso tranquilo. Quizás ni siquiera sea pacífico.
En los últimos 20 años la economía mundial ha estado dominada por una relación simbiótica entre China y Estados Unidos. Este consorcio se basó en vínculos comerciales y financieros sui generis, detrás de los cuales se esconden profundos cambios estructurales en ambas economías. La asociación ha sido bautizada como "Chimérica", combinación no muy feliz de China y América (por aquello de que los estadunidenses insisten en llamarse como el continente).
El complejo Chimérica podría parecerse a un matrimonio fracasado. El desenlace puede ser un divorcio rijoso en el que todo el vecindario pagará los platos rotos.
En esta alianza algo involuntaria, China era la parte ahorrativa y productora, mientras que Estados Unidos era el consumidor, el gastador empedernido. China mantuvo un superávit en cuenta corriente durante 20 años y llegó a acumular reservas internacionales por 2.3 billones (castellanos) de dólares. Una buena parte de estas reservas son bonos del tesoro estadunidense. En este proceso, los dólares captados por China en el mercado mundial eran reciclados hacia Estados Unidos, pero esta vez como préstamo.
Después de los atentados de 9/11 y el estallido de la burbuja de 2001, China mostró preocupación por la caída en el valor del dólar. Ahora, en plena devaluación de la divisa estadunidense, y con pérdidas importantes en las inversiones chinas en el sector bienes raíces estadunidense, Pekín no sólo revela inquietud, también despliega irritación.
La retórica de Geithner sobre la manipulación china de la paridad para obtener ventajas comerciales no ayudó a calmar los ánimos. Pekín contratacó acusando a Estados Unidos de ser un manirroto irresponsable (algo así como lo que hace Alemania al acusar a sus socios comerciales en la cuenca del Mediterráneo).
En Estados Unidos el estímulo fiscal se acompañó de los primeros brotes proteccionistas con la cláusula de "compre nacional". A mediados de 2009, China aprobó su versión de dicha cláusula, mientras que Estados Unidos impuso una sobretasa arancelaria de 35 por ciento a las importaciones de llantas provenientes de ese país. Todo parecía indicar que estaba arrancando una guerra proteccionista. Sin embargo, ese peligro tiene el freno en Washington del lobby integrado por las más de 700 empresas estadunidenses que emigraron a China en busca de costos laborales más bajos.
Por el lado monetario, las autoridades del banco central chino declararon que era necesario remplazar el dólar con una verdadera moneda internacional. Pekín empezó a modificar la composición de sus reservas, a acumular oro y a tejer alianzas con otros países exportadores para impulsar reformas en el sistema monetario internacional. Hoy sus acuerdos de swaps de divisas con muchos países le permiten evitar el dólar estadunidense en sus transacciones.
Chimérica nació con las contradicciones que enfrentó la economía estadunidense a partir de los años 70. Un mal desempeño de la tasa de rentabilidad llevó al estancamiento de los salarios, a una caída en la tasa de ahorro y a un fuerte endeudamiento de las familias para mantener su nivel de consumo. La Reserva federal mantuvo una política de bajas tasas de interés de largo plazo, facilitando el consumo de la población. Pero ninguna de las agencias regulatorias pudo evaluar los riesgos de las diversas burbujas en los precios de activos que el fuerte apalancamiento del sector privado traía aparejado.
El matrimonio de conveniencia Washington-Pekín estuvo basado en la búsqueda de espacios con mano de obra barata por parte de las empresas estadunidenses, y el deseo de resolver un colosal problema de desempleo por parte de China. Para Pekín, la apertura a la inversión extranjera directa era la clave para alcanzar en poco tiempo una plataforma exportadora que le permitiera elevar el nivel de ingreso de su población. Esta coincidencia de necesidades recíprocas es lo que hizo posible la urdimbre de relaciones económicas que acabaron por integrar Chimérica.
Ahora con la crisis global Chimérica está condenada a la desintegración. La población estadunidense ha sido golpeada y no podrá seguir siendo el consumidor insaciable que necesita China. Las políticas de austeridad que aplicará Washington de ahora en adelante simplemente profundizarán la crisis y alejan cualquier intento de recuperación.
Por otro lado, Pekín debería aceptar que la apreciación de su moneda es una necesidad a escala mundial. En lugar de eso, China parece inclinarse por la compra de activos reales en la minería y campos de petróleo en diferentes partes del mundo. Sus incursiones en la cuenca del río Congo revelan que su liderazgo quiere asegurarse de que el acceso a los recursos naturales no será un problema para las necesidades de la economía china. Pero nada de eso permitirá resolver el problema estructural de una política mercantilista como la que China ha estado aplicando.
La desintegración de Chimérica es inevitable. Pero no será un proceso tranquilo. Quizás ni siquiera sea pacífico.
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