Europa se enfrenta a una de sus periódicas crisis existenciales con tremenda fragilidad política
ÁNGEL UBIDE / EL PAIS
El año 2010 está llegando a su fin y, a pesar del perenne pesimismo reinante en grandes áreas de la profesión económica, ha sido bastante mejor de lo esperado. El debate económico ha estado dominado por varios paradigmas que han contribuido a crear la narrativa de la crisis y sus consecuencias. Por un lado, la convicción de que las recesiones derivadas de crisis financieras son necesariamente diferentes de las recesiones normales, o que la economía mundial no podría aislarse de la evolución de EE UU y, por tanto, la recuperación en todo el mundo sería bastante débil. Por otro lado, la necesidad política de convencer a la población de que los causantes de la crisis -el sector financiero- paguen su deuda con la sociedad y así se reducirá el riesgo moral y se evitarán crisis futuras. Las consecuencias de esta narrativa se ven claras en la actitud de muchos Gobiernos y bancos centrales, concentrados en potenciar la recuperación al máximo para evitar una repetición de la década perdida japonesa y en reformar las instituciones financieras y los mecanismos de gobierno económico para minimizar el riesgo moral. Esta minimización del riesgo moral, sin embargo, es incompatible en gran medida con la potenciación de la recuperación, como estamos viendo en Europa. A esto se une una gran dicotomía de la economía mundial: las áreas donde se gestó la crisis o donde la vulnerabilidad era más pronunciada -los países con alto apalancamiento, ya sea público o privado, como EE UU, Reino Unido o la periferia europea- han experimentado una recesión profunda y una recuperación bastante suave. Sin embargo, los países que sufrieron la onda expansiva de la crisis y que tenían un nivel de endeudamiento más saneado -por ejemplo la mayoría de los mercados emergentes y países desarrollados como Canadá o Australia- han experimentado una recesión mucho más suave y una recuperación más robusta. Esta dicotomía crea un problema de muy difícil solución, ya que la estrategia de política económica de ambas zonas es claramente incompatible. Si a esto se une un panorama político difícil, con Gobiernos muy frágiles en los países más afectados y escaso liderazgo político, es fácil concluir que el año entrante presenta varias ecuaciones económicas de difícil resolución.
Los mercados emergentes han demostrado que, a lo largo de las décadas pasadas, han saneado sus economías y han sido capaces de crear marcos de política económica robustos que les han permitido, por primera vez, capear el temporal de manera muy eficaz. A diferencia de crisis pasadas, donde los emergentes rápidamente sufrían contagio y se veían obligados a adoptar políticas procíclicas que agravaban la crisis, en este episodio han podido relajar las políticas monetarias y fiscales para así minimizar el impacto recesivo del shock. Esto les ha permitido generar la demanda doméstica suficiente para compensar la caída de las exportaciones -y, de paso, animar la economía de países exportadores como Alemania, Japón o Suecia-. Sin embargo, esta fortaleza económica ha llevado a muchas de estas economías a operar al límite de su potencial, generando tensiones inflacionistas y un problema diametralmente opuesto al de la mayoría de los países avanzados, aún preocupados con una recaída. Los intensos flujos de capital que están recibiendo los mercados emergentes suponen un dilema añadido para los bancos centrales de la región, que están optando por no subir los tipos de interés demasiado para evitar atraer aún más capital y están tratando de contener la inflación de activos a base de controles de capital y medidas macroprudenciales. Esta es una estrategia acorde con la narrativa de la crisis -las burbujas se hubieran evitado si el control macroprudencial hubiera sido más intenso y eficaz-, pero que nunca se ha experimentado a gran escala y que, por tanto, supone una fuente de incertidumbre.
Europa se enfrenta a una de sus periódicas crisis existenciales con tremenda fragilidad política. La receta para la resolución de la crisis es relativamente sencilla: la zona euro necesita fijar un mecanismo de seguro que proteja a sus miembros contra shocks asimétricos. Cuando se creó la zona euro se pensaba que un presupuesto equilibrado sería suficiente para gestionar shocks de la magnitud experimentada durante la Gran Moderación y, por tanto, se renunció a la creación del mecanismo de seguro para evitar el debate sobre el federalismo fiscal. La crisis ha revelado que ante shocks de gran magnitud el presupuesto equilibrado no es suficiente y hace falta un mecanismo de seguro. Este mecanismo debería funcionar como el FMI, capacitado para proporcionar líneas de crédito y préstamos, con muchas condiciones, a los países con problemas y debería ser el embrión de una futura agencia de deuda europea que gestione una parte (no toda, para así mantener los incentivos fiscales correctos en el plano nacional) de las necesidades de financiación de todos los países de la zona euro. Esta deuda europea reduciría el coste de financiación para todos los países europeos -incluyendo a Alemania, ya que se reduciría la prima de liquidez- y, al crear un mercado líquido y profundo de deuda europea, aumentaría el atractivo del euro como moneda de reserva. Las ventajas son múltiples -pero parece que algunos líderes europeos no tienen aún la fortaleza o la capacidad política para comunicar a sus electores que la zona euro debe avanzar hacia una unión fiscal y que este mecanismo de seguro es necesario, tanto ahora para resolver de una vez esta crisis como para completar de manera permanente la infraestructura económica de la zona euro.
EE UU se enfrenta a un panorama fiscal difícil, con un déficit que en 2011 seguirá cercano al 10%, el doble que en la zona euro. Sin embargo, la Administración de Obama acaba de anunciar un nuevo paquete de estímulo fiscal, en una acción que muchos han caracterizado como una respuesta a la debacle electoral de las recientes elecciones. La realidad es que en las últimas décadas en EE UU ningún Gobierno ha requerido un esfuerzo de sus ciudadanos: la última vez que se aumentaron los impuestos, y muy tímidamente, fue a principios de los años noventa. Según algunas proyecciones, la deuda pública estadounidense alcanzará el cien por cien del PIB en un futuro próximo, pero no parece que su sistema político esté dispuesto a remediarlo en ausencia de una crisis. Los republicanos se oponen a aumentar los impuestos y quieren recortar el gasto, los demócratas se oponen a recortar el gasto o las prestaciones sociales, y ambos quieren reducir el desempleo para mejorar sus perspectivas electorales. El inmovilismo es profundo y, mientras tanto, el problema crece.
Esta combinación de políticas expansivas obsesionadas con acelerar la recuperación, liderazgos políticos débiles y controles de capital pueden generar escenarios muy volátiles en el futuro que pueden alternar largos periodos de expansión facilitados por el deseo de los Gobiernos de acelerar la recuperación con momentos de alta turbulencia y correcciones rápidas y violentas en los mercados. La prudencia será, con toda seguridad, buena consejera.
Ángel Ubide es investigador visitante del Peterson Institute for International Economics en Washington.
ÁNGEL UBIDE / EL PAIS
El año 2010 está llegando a su fin y, a pesar del perenne pesimismo reinante en grandes áreas de la profesión económica, ha sido bastante mejor de lo esperado. El debate económico ha estado dominado por varios paradigmas que han contribuido a crear la narrativa de la crisis y sus consecuencias. Por un lado, la convicción de que las recesiones derivadas de crisis financieras son necesariamente diferentes de las recesiones normales, o que la economía mundial no podría aislarse de la evolución de EE UU y, por tanto, la recuperación en todo el mundo sería bastante débil. Por otro lado, la necesidad política de convencer a la población de que los causantes de la crisis -el sector financiero- paguen su deuda con la sociedad y así se reducirá el riesgo moral y se evitarán crisis futuras. Las consecuencias de esta narrativa se ven claras en la actitud de muchos Gobiernos y bancos centrales, concentrados en potenciar la recuperación al máximo para evitar una repetición de la década perdida japonesa y en reformar las instituciones financieras y los mecanismos de gobierno económico para minimizar el riesgo moral. Esta minimización del riesgo moral, sin embargo, es incompatible en gran medida con la potenciación de la recuperación, como estamos viendo en Europa. A esto se une una gran dicotomía de la economía mundial: las áreas donde se gestó la crisis o donde la vulnerabilidad era más pronunciada -los países con alto apalancamiento, ya sea público o privado, como EE UU, Reino Unido o la periferia europea- han experimentado una recesión profunda y una recuperación bastante suave. Sin embargo, los países que sufrieron la onda expansiva de la crisis y que tenían un nivel de endeudamiento más saneado -por ejemplo la mayoría de los mercados emergentes y países desarrollados como Canadá o Australia- han experimentado una recesión mucho más suave y una recuperación más robusta. Esta dicotomía crea un problema de muy difícil solución, ya que la estrategia de política económica de ambas zonas es claramente incompatible. Si a esto se une un panorama político difícil, con Gobiernos muy frágiles en los países más afectados y escaso liderazgo político, es fácil concluir que el año entrante presenta varias ecuaciones económicas de difícil resolución.
Los mercados emergentes han demostrado que, a lo largo de las décadas pasadas, han saneado sus economías y han sido capaces de crear marcos de política económica robustos que les han permitido, por primera vez, capear el temporal de manera muy eficaz. A diferencia de crisis pasadas, donde los emergentes rápidamente sufrían contagio y se veían obligados a adoptar políticas procíclicas que agravaban la crisis, en este episodio han podido relajar las políticas monetarias y fiscales para así minimizar el impacto recesivo del shock. Esto les ha permitido generar la demanda doméstica suficiente para compensar la caída de las exportaciones -y, de paso, animar la economía de países exportadores como Alemania, Japón o Suecia-. Sin embargo, esta fortaleza económica ha llevado a muchas de estas economías a operar al límite de su potencial, generando tensiones inflacionistas y un problema diametralmente opuesto al de la mayoría de los países avanzados, aún preocupados con una recaída. Los intensos flujos de capital que están recibiendo los mercados emergentes suponen un dilema añadido para los bancos centrales de la región, que están optando por no subir los tipos de interés demasiado para evitar atraer aún más capital y están tratando de contener la inflación de activos a base de controles de capital y medidas macroprudenciales. Esta es una estrategia acorde con la narrativa de la crisis -las burbujas se hubieran evitado si el control macroprudencial hubiera sido más intenso y eficaz-, pero que nunca se ha experimentado a gran escala y que, por tanto, supone una fuente de incertidumbre.
Europa se enfrenta a una de sus periódicas crisis existenciales con tremenda fragilidad política. La receta para la resolución de la crisis es relativamente sencilla: la zona euro necesita fijar un mecanismo de seguro que proteja a sus miembros contra shocks asimétricos. Cuando se creó la zona euro se pensaba que un presupuesto equilibrado sería suficiente para gestionar shocks de la magnitud experimentada durante la Gran Moderación y, por tanto, se renunció a la creación del mecanismo de seguro para evitar el debate sobre el federalismo fiscal. La crisis ha revelado que ante shocks de gran magnitud el presupuesto equilibrado no es suficiente y hace falta un mecanismo de seguro. Este mecanismo debería funcionar como el FMI, capacitado para proporcionar líneas de crédito y préstamos, con muchas condiciones, a los países con problemas y debería ser el embrión de una futura agencia de deuda europea que gestione una parte (no toda, para así mantener los incentivos fiscales correctos en el plano nacional) de las necesidades de financiación de todos los países de la zona euro. Esta deuda europea reduciría el coste de financiación para todos los países europeos -incluyendo a Alemania, ya que se reduciría la prima de liquidez- y, al crear un mercado líquido y profundo de deuda europea, aumentaría el atractivo del euro como moneda de reserva. Las ventajas son múltiples -pero parece que algunos líderes europeos no tienen aún la fortaleza o la capacidad política para comunicar a sus electores que la zona euro debe avanzar hacia una unión fiscal y que este mecanismo de seguro es necesario, tanto ahora para resolver de una vez esta crisis como para completar de manera permanente la infraestructura económica de la zona euro.
EE UU se enfrenta a un panorama fiscal difícil, con un déficit que en 2011 seguirá cercano al 10%, el doble que en la zona euro. Sin embargo, la Administración de Obama acaba de anunciar un nuevo paquete de estímulo fiscal, en una acción que muchos han caracterizado como una respuesta a la debacle electoral de las recientes elecciones. La realidad es que en las últimas décadas en EE UU ningún Gobierno ha requerido un esfuerzo de sus ciudadanos: la última vez que se aumentaron los impuestos, y muy tímidamente, fue a principios de los años noventa. Según algunas proyecciones, la deuda pública estadounidense alcanzará el cien por cien del PIB en un futuro próximo, pero no parece que su sistema político esté dispuesto a remediarlo en ausencia de una crisis. Los republicanos se oponen a aumentar los impuestos y quieren recortar el gasto, los demócratas se oponen a recortar el gasto o las prestaciones sociales, y ambos quieren reducir el desempleo para mejorar sus perspectivas electorales. El inmovilismo es profundo y, mientras tanto, el problema crece.
Esta combinación de políticas expansivas obsesionadas con acelerar la recuperación, liderazgos políticos débiles y controles de capital pueden generar escenarios muy volátiles en el futuro que pueden alternar largos periodos de expansión facilitados por el deseo de los Gobiernos de acelerar la recuperación con momentos de alta turbulencia y correcciones rápidas y violentas en los mercados. La prudencia será, con toda seguridad, buena consejera.
Ángel Ubide es investigador visitante del Peterson Institute for International Economics en Washington.
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