Francisco Valdés Ugalde / El Universal
México se rezaga, se va quedando atrás respecto a sus pares en el mundo. Brasil, en América Latina, lleva la pauta en desarrollo económico, político y social. Desde el principio se alejó de la “ortodoxia” económica, aunque mantuvo disciplina fiscal y condujo sus finanzas como país avanzado.
En materia política, a pesar de tener un sistema presidencial, se abrió a las coaliciones y fórmulas mixtas que han fomentado la participación de la sociedad en política, como quizá ningún otro país en América lo ha conseguido. En lo social ha llevado a la práctica una política que ha reducido la pobreza y combatido la desigualdad, de la misma forma, como ningún otro con sus condiciones de arranque lo ha conseguido (con excepción de China).
Pongo este ejemplo porque es emblema de un proyecto de desarrollo que rebasa gobiernos y que ha logrado unificar en una gigantesca fábrica de consensos al país más grande y poblado de Iberoamérica. Claro, aunado a esto va la geopolítica: Brasil tiene un claro proyecto hegemónico en el sur de América y los ojos puestos en los vientos del Oriente, mientras que México hace lo propio en el “Sur del Norte” y se baña, no sin dificultad, en las aguas del Norte desarrollado del continente.
Hemos transitado por una década en la cual el modelo pluralista que nos dimos para salir de la “dictadura perfecta” ha impedido que nos pongamos de acuerdo. Así de simple. No hemos conseguido acuerdos nacionales en materias tan relevantes como energía, trabajo, competitividad, impuestos, rendición de cuentas, federalismo, seguridad, equilibrio de poderes en las entidades de la República, etcétera.
El atraso es pasmoso y el juego ha sido perverso. Si éste ha dado rendimientos a los jugadores, se ha convertido en pérdida para el país y, por seguir así, los jugadores han entrado en la senda de los rendimientos decrecientes.
Tan es así que en algunos medios se impulsa la peregrina idea de que debemos dar vuelta atrás e imponer un modelo mayoritario donde habíamos colocado al pluralismo. Hoy somos gobernados por mayorías relativas que son minorías absolutas en casi todos los resultados electorales; pero tenemos la ventaja de que el pluralismo instalado en el desvencijado sistema presidencial impide que esas minorías gobiernen si no consiguen apoyo de alguna de las otras polaridades de la pluralidad.
Si pasamos a un modelo mayoritario pero nos mantenemos en un sistema de partidos con tres grandes y cinco chicos (alguno de los cuales, ojo, podría crecer), simplemente seríamos gobernados por una minoría que ya no requeriría del pluralismo. Éste se volvería simple folclor y, acaso, factor de inestabilidad permanente. ¿Por qué no reconocer con realismo y sentido común que el pluralismo llegó para quedarse y que lo más avanzado sería darle capacidad de gobernar?
La reforma política detenida y la propuesta (también estancada) de hacer posibles gobiernos de coalición son las iniciativas más sensatas que tenemos a la mano. Probablemente no sea la mejor reforma posible, pero sí es la más democrática, la que podría inducir equilibrios perdidos entre poderes y niveles de gobierno y hacer posible lo más importante: que los gobiernos gobiernen para la sociedad de modo que ésta pueda avanzar hacia la condición de un país desarrollado.
Ya basta de mirarnos el ombligo y de resucitar el pasado. En toda la geometría política, ambas actitudes siguen fuertes y conforman un espejismo cotidiano rebasado por la realidad y por la acumulación cada vez más grave de problemas sin solución.
Una breve síntesis de nuestra evolución política permite verlo con claridad. Ante la dificultad creciente para reproducir el sistema presidencialista de partido hegemónico, se instauró la representación proporcional “con dominante mayoritario”. Cuando esta fórmula reventó, anduvimos errantes más de un lustro hasta que se concretó un sistema electoral y de partidos equitativo y pluralista, pero sin cambiar la estructura de gobierno del sistema presidencial. Esta fórmula está exhausta y hay que sustituirla. Sólo hay dos opciones: volver atrás o caminar hacia el futuro. Lo primero es inaceptable, llevaría al país a un retroceso de lo alcanzado en madurez cívica y potencial de la sociedad; nos regresaría al sistema de “pastoreo” político y de intercambio de apoyo por dádivas.
La mayoría de los mexicanos queremos ser ciudadanos de un Estado moderno, bien situado en el mundo, y no de una parroquia provinciana. Gran parte de la clase política del país ha equivocado el camino y sólo atina a cerrar el paso a iniciativas de envergadura relevante a cambio de prebendas: casinos, virreinatos o encomiendas, rentas e influencias; un circo.
Es hora de tomarse en serio la construcción del México del siglo XXI. Otros países destinados a ser potencias lo están haciendo. ¿Por qué nosotros no? Perder el miedo al cambio, gobernarnos juntos, es salvación.
* Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
México se rezaga, se va quedando atrás respecto a sus pares en el mundo. Brasil, en América Latina, lleva la pauta en desarrollo económico, político y social. Desde el principio se alejó de la “ortodoxia” económica, aunque mantuvo disciplina fiscal y condujo sus finanzas como país avanzado.
En materia política, a pesar de tener un sistema presidencial, se abrió a las coaliciones y fórmulas mixtas que han fomentado la participación de la sociedad en política, como quizá ningún otro país en América lo ha conseguido. En lo social ha llevado a la práctica una política que ha reducido la pobreza y combatido la desigualdad, de la misma forma, como ningún otro con sus condiciones de arranque lo ha conseguido (con excepción de China).
Pongo este ejemplo porque es emblema de un proyecto de desarrollo que rebasa gobiernos y que ha logrado unificar en una gigantesca fábrica de consensos al país más grande y poblado de Iberoamérica. Claro, aunado a esto va la geopolítica: Brasil tiene un claro proyecto hegemónico en el sur de América y los ojos puestos en los vientos del Oriente, mientras que México hace lo propio en el “Sur del Norte” y se baña, no sin dificultad, en las aguas del Norte desarrollado del continente.
Hemos transitado por una década en la cual el modelo pluralista que nos dimos para salir de la “dictadura perfecta” ha impedido que nos pongamos de acuerdo. Así de simple. No hemos conseguido acuerdos nacionales en materias tan relevantes como energía, trabajo, competitividad, impuestos, rendición de cuentas, federalismo, seguridad, equilibrio de poderes en las entidades de la República, etcétera.
El atraso es pasmoso y el juego ha sido perverso. Si éste ha dado rendimientos a los jugadores, se ha convertido en pérdida para el país y, por seguir así, los jugadores han entrado en la senda de los rendimientos decrecientes.
Tan es así que en algunos medios se impulsa la peregrina idea de que debemos dar vuelta atrás e imponer un modelo mayoritario donde habíamos colocado al pluralismo. Hoy somos gobernados por mayorías relativas que son minorías absolutas en casi todos los resultados electorales; pero tenemos la ventaja de que el pluralismo instalado en el desvencijado sistema presidencial impide que esas minorías gobiernen si no consiguen apoyo de alguna de las otras polaridades de la pluralidad.
Si pasamos a un modelo mayoritario pero nos mantenemos en un sistema de partidos con tres grandes y cinco chicos (alguno de los cuales, ojo, podría crecer), simplemente seríamos gobernados por una minoría que ya no requeriría del pluralismo. Éste se volvería simple folclor y, acaso, factor de inestabilidad permanente. ¿Por qué no reconocer con realismo y sentido común que el pluralismo llegó para quedarse y que lo más avanzado sería darle capacidad de gobernar?
La reforma política detenida y la propuesta (también estancada) de hacer posibles gobiernos de coalición son las iniciativas más sensatas que tenemos a la mano. Probablemente no sea la mejor reforma posible, pero sí es la más democrática, la que podría inducir equilibrios perdidos entre poderes y niveles de gobierno y hacer posible lo más importante: que los gobiernos gobiernen para la sociedad de modo que ésta pueda avanzar hacia la condición de un país desarrollado.
Ya basta de mirarnos el ombligo y de resucitar el pasado. En toda la geometría política, ambas actitudes siguen fuertes y conforman un espejismo cotidiano rebasado por la realidad y por la acumulación cada vez más grave de problemas sin solución.
Una breve síntesis de nuestra evolución política permite verlo con claridad. Ante la dificultad creciente para reproducir el sistema presidencialista de partido hegemónico, se instauró la representación proporcional “con dominante mayoritario”. Cuando esta fórmula reventó, anduvimos errantes más de un lustro hasta que se concretó un sistema electoral y de partidos equitativo y pluralista, pero sin cambiar la estructura de gobierno del sistema presidencial. Esta fórmula está exhausta y hay que sustituirla. Sólo hay dos opciones: volver atrás o caminar hacia el futuro. Lo primero es inaceptable, llevaría al país a un retroceso de lo alcanzado en madurez cívica y potencial de la sociedad; nos regresaría al sistema de “pastoreo” político y de intercambio de apoyo por dádivas.
La mayoría de los mexicanos queremos ser ciudadanos de un Estado moderno, bien situado en el mundo, y no de una parroquia provinciana. Gran parte de la clase política del país ha equivocado el camino y sólo atina a cerrar el paso a iniciativas de envergadura relevante a cambio de prebendas: casinos, virreinatos o encomiendas, rentas e influencias; un circo.
Es hora de tomarse en serio la construcción del México del siglo XXI. Otros países destinados a ser potencias lo están haciendo. ¿Por qué nosotros no? Perder el miedo al cambio, gobernarnos juntos, es salvación.
* Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
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