Más que la españolidad de los accionistas la clave es a quién y a qué sirven la decisión y la gestión
XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
Las apreturas de Sacyr para pagar la parte pendiente de la deuda (4.908 millones de euros) que contrajo al comprar su 20% en Repsol no auguran nada bueno. Le condujeron a guerrear para conseguir dividendos exorbitantes, prefigurando el riesgo de que la petrolera, la segunda empresa española (tras Telefónica), acabe desmembrada, para que la constructora pueda venderla a trozos y con ellos pagar a la banca su primogenitura en ella.
Sería una apoteosis barroca del chato imperativo de la época desreguladora: "Crear valor para el accionista". Una herejía, según el prisma de la burguesía calvinista, que defiende añadir valor a la empresa, y solo en segunda derivada, repartirlo en parte al propietario, porque los activos patrimoniales de una empresa son de la empresa, no de su dueño. Un anatema que condujo, sobre todo en el sector financiero, a inversiones cortoplacistas disparatadas y suicidas, guiadas por directivos que sacaron de ellas los bonus más exuberantes de la historia.
La hoja de ruta que la mexicana Pemex trazó para Repsol prevé apropiarse (¿a qué precio?) de su tecnología de perforación a gran profundidad. El riesgo de que esta empresa acabe filializada, servidora y filial de otra o de oblicuos intereses particulares, es enorme.
La alianza Sacyr-Pemex aúna ambos peligros para Repsol: desmembramiento y filialización. El conflicto de intereses entre esos dos accionistas y la petrolera de la que son socios es relevante. Porque los fines explícitos de Sacyr (muñirle dividendos excesivos para autopagar su inversión) y de Pemex (apropiarse en condiciones de gran poder de negociación del precio de su tecnología) son antagónicos a los intereses de Repsol.
Es posible, incluso probable, que los conjurados cumplan el procedimiento legal. Pero deben acreditar que:
1. No han cometido fraude de ley, al fijar en el 29,8% su adquisición conjunta del dominio de Repsol. Si hubiesen llegado al 30%, debían lanzar una OPA. Ello aumentaría el precio de la acción. Al no hacerlo, adquieren ese dominio más barato, perjudicando el valor del resto de accionistas. Pero incluso si defraudan el espíritu de la ley, resultaría difícil acreditar que incumplen su letra.
2. No han realizado maniobras opacas o distorsionadoras, como compras ocultas superando los límites legales a través de intermediarios, que pudiesen alterar el precio de la acción.
3. No han utilizado información privilegiada; alguna asociación de accionistas ha pedido a la CNMV que lo investigue.
Y en todo caso, quedaría en el aire una grave asimetría jurídica:
4. Pemex es una empresa pública, su control es inalcazable para cualquier otra (española o chilena: ya pasó el tiempo en que la pública Iberia compró Aerolíneas Argentinas), mientras que Repsol es una privatizada que podría pasar a ser controlada por un Gobierno (externo).
El ministro de Industria, Miguel Sebastián, balbucea una levedad, que la "españolidad" de Repsol está garantizada, porque el primer accionista, Sacyr, y el segundo, La Caixa, son españoles.
Mucho más que eso, lo que importa es si la petrolera tiene o no capacidad de decisión propia en función de sus objetivos empresariales, y no aherrojada por los intereses particulares de algunos accionistas. Y si esa capacidad de decisión se enraiza en el entramado socioeconómico al que la empresa sirve, en un entorno próximo, aunque sea muy amplio. El peso de los fondos de inversión y de pensiones internacionales en los accionariados de Telefónica y del Banco Santander es grande. Pero lo decisivo es dónde radica su capacidad de decisión y de gestión; es ahí donde ambos revelan su DNI.
¿Acabará Repsol como Cepsa, cuyas decisiones clave se toman en Abu Dabi? ¿O como Endesa, donde el presidente Borja Prado es un mero empleado de Berlusconi y las decisiones son de matriz romana? La ingenuidad de este ministro, olvidadizo de que en todo el globo -quizá con la excepción británica- los Gobiernos controlan el sector energético, coadyuvó en llevar Endesa al sector público italiano. Ahora puede acabar facilitando no ya que Repsol se desnacionalice, sino que simplemente se vaya esfumando.
XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
Las apreturas de Sacyr para pagar la parte pendiente de la deuda (4.908 millones de euros) que contrajo al comprar su 20% en Repsol no auguran nada bueno. Le condujeron a guerrear para conseguir dividendos exorbitantes, prefigurando el riesgo de que la petrolera, la segunda empresa española (tras Telefónica), acabe desmembrada, para que la constructora pueda venderla a trozos y con ellos pagar a la banca su primogenitura en ella.
Sería una apoteosis barroca del chato imperativo de la época desreguladora: "Crear valor para el accionista". Una herejía, según el prisma de la burguesía calvinista, que defiende añadir valor a la empresa, y solo en segunda derivada, repartirlo en parte al propietario, porque los activos patrimoniales de una empresa son de la empresa, no de su dueño. Un anatema que condujo, sobre todo en el sector financiero, a inversiones cortoplacistas disparatadas y suicidas, guiadas por directivos que sacaron de ellas los bonus más exuberantes de la historia.
La hoja de ruta que la mexicana Pemex trazó para Repsol prevé apropiarse (¿a qué precio?) de su tecnología de perforación a gran profundidad. El riesgo de que esta empresa acabe filializada, servidora y filial de otra o de oblicuos intereses particulares, es enorme.
La alianza Sacyr-Pemex aúna ambos peligros para Repsol: desmembramiento y filialización. El conflicto de intereses entre esos dos accionistas y la petrolera de la que son socios es relevante. Porque los fines explícitos de Sacyr (muñirle dividendos excesivos para autopagar su inversión) y de Pemex (apropiarse en condiciones de gran poder de negociación del precio de su tecnología) son antagónicos a los intereses de Repsol.
Es posible, incluso probable, que los conjurados cumplan el procedimiento legal. Pero deben acreditar que:
1. No han cometido fraude de ley, al fijar en el 29,8% su adquisición conjunta del dominio de Repsol. Si hubiesen llegado al 30%, debían lanzar una OPA. Ello aumentaría el precio de la acción. Al no hacerlo, adquieren ese dominio más barato, perjudicando el valor del resto de accionistas. Pero incluso si defraudan el espíritu de la ley, resultaría difícil acreditar que incumplen su letra.
2. No han realizado maniobras opacas o distorsionadoras, como compras ocultas superando los límites legales a través de intermediarios, que pudiesen alterar el precio de la acción.
3. No han utilizado información privilegiada; alguna asociación de accionistas ha pedido a la CNMV que lo investigue.
Y en todo caso, quedaría en el aire una grave asimetría jurídica:
4. Pemex es una empresa pública, su control es inalcazable para cualquier otra (española o chilena: ya pasó el tiempo en que la pública Iberia compró Aerolíneas Argentinas), mientras que Repsol es una privatizada que podría pasar a ser controlada por un Gobierno (externo).
El ministro de Industria, Miguel Sebastián, balbucea una levedad, que la "españolidad" de Repsol está garantizada, porque el primer accionista, Sacyr, y el segundo, La Caixa, son españoles.
Mucho más que eso, lo que importa es si la petrolera tiene o no capacidad de decisión propia en función de sus objetivos empresariales, y no aherrojada por los intereses particulares de algunos accionistas. Y si esa capacidad de decisión se enraiza en el entramado socioeconómico al que la empresa sirve, en un entorno próximo, aunque sea muy amplio. El peso de los fondos de inversión y de pensiones internacionales en los accionariados de Telefónica y del Banco Santander es grande. Pero lo decisivo es dónde radica su capacidad de decisión y de gestión; es ahí donde ambos revelan su DNI.
¿Acabará Repsol como Cepsa, cuyas decisiones clave se toman en Abu Dabi? ¿O como Endesa, donde el presidente Borja Prado es un mero empleado de Berlusconi y las decisiones son de matriz romana? La ingenuidad de este ministro, olvidadizo de que en todo el globo -quizá con la excepción británica- los Gobiernos controlan el sector energético, coadyuvó en llevar Endesa al sector público italiano. Ahora puede acabar facilitando no ya que Repsol se desnacionalice, sino que simplemente se vaya esfumando.
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