Francisco Valdés Ugalde / El Universal
A la memoria de mi primo, Juan Christian Ugalde Guerrero
Cada vez que se aproximan definiciones importantes crece la preocupación por las asignaturas pendientes del “modelo político mexicano”. Aquí y afuera del país. Ya todos lo sabemos, es como un ritual sexenal que poco a poco se transforma en lamento exacerbado. Insatisfacción general con las reglas de ejercicio del gobierno, desencanto con la democracia, clamor por encontrar las formas de controlar el poder, de liberar la democracia del rapto de los privilegiados, de concretar derechos y justicia. O casi todos estamos equivocados o hay algo en nuestro proceso democrático que provoca descontento, disgusto, insatisfacción. Quizá no está tan errada la idea de que a pesar de las bondades del cambio democrático pacífico no hemos podido construir el sentimiento de compartir un destino, ni la conciencia de los deberes y derechos, la división del trabajo y diálogo que nos reflejen en un espejo común. Y acaso sea porque ninguno de ellos tiene asidero en la realidad. ¿Business as usual a pesar de la democracia? Vale preguntárselo. Las democratizaciones más exitosas no consistieron solamente en que los votos cuenten y se cuenten. Implicaron eso, desde luego, pero movilizaron fuerzas sociales y culturales, desafiaron estructuras anquilosadas, abrieron ventanas para la expresión no solamente libre, sino entusiasta de nuevas verdades y expresiones que buscaron asiduamente hacerse un lugar donde antes no lo tenían. Y no lo hicieron exclusivamente en el sistema electoral y de partidos, sino en la sociedad, en la cotidianidad de la vida diaria, donde se gana el pan, se va a le escuela y al trabajo y se producen los vínculos sociales fundamentales. Está a la vista que México camina con lentitud —probablemente demasiada— hacia una sociedad abierta, con leyes impersonales y acceso parejo a las oportunidades. La modalidad elegida por las élites y sancionada por el pueblo para entrar al mundo democrático ha permitido la persistencia de la impunidad y la sociedad de los privilegios, si bien los ha puesto en evidencia y permite identificarlos. Hay ámbitos en los que se va abriendo el camino: la actualización de los principios y las normas de los derechos humanos, el reconocimiento a la pluralidad cultural, los esfuerzos de transparencia, la crítica abierta y libre. Hay otros en que el peso del atraso resulta abrumador: la opresión electrónica de las conciencias, el rezago educativo, la desigualdad social, la voluntad expresa de algunos por mantenerla, la ausencia de rendición de cuentas, la corrupción cínica, la desconfianza que nos prodigamos. Pareciera que el tránsito por el que nos convertimos de súbditos en ciudadanos fuese más bien un trance, una lenta metamorfosis cultural y política. Para culminar el ritual, de paso sería menester contar con dirigentes de nuevo tipo, capaces de poner el pasado en perspectiva, crítica y creativamente, rompiendo pero también recuperando; de mirar el futuro como algo más que una urna electoral rendida ante la soberbia. Si de veras hay algo como la “personalidad” de los mexicanos, forjada durante largo tiempo y abierta en flor en nuestros días, parece resistente a los llamados unilaterales de los partidos políticos. Desde hace años sostengo aquí que el gobierno sin mayoría deriva de un choque entre la voluntad de los mexicanos por distribuir el poder para controlarlo y controlarnos, y la arquitectura constitucional del presidencialismo. Los mexicanos ya decidimos, ya hemos elegido el camino: queremos democracia, no hegemonías. Pero la fatiga nos puede hacer volver atrás y hay quienes se empeñan en no darnos cuartel. Muy pocos entre las clases dirigentes han aprendido la lección. Los más confían en que la diseminación de sus credos les traerá adeptos incondicionales. Nada más alejado de la política en las sociedades modernas. Presos, ellos mismos, de las redes del presidencialismo y reducidos a minorías absolutas, se aprestan a propinarnos otra campaña electoral en la que se nos presentarán como jabones y dentífricos; vaciados de ideas embotellarán en jingles lo poco que la barrera de los medios electrónicos dejen filtrar a cambio de sumas fabulosas. Nos urge una fórmula política nueva, que abra el gobierno a la sociedad, que acrisole la voluntad plural de la ciudadanía y la traduzca en decisiones de gobierno. Hay hombres y mujeres que pueden hacerlo, pero a condición de que encaren una verdad de a peso: el sistema presidencial mexicano está caduco. Sólo alejándonos de él podemos volver a ser país, emprender la reinvención que nos falta y, a la vez, ésa sin cuya tentación no podemos vivir. La forma de gobierno y su colocación en sistema estatal mexicano está en la mira, en entredicho. No recoge al pluralismo, a las expectativas democráticas ni a la idea de futuro. Su examen en la conciencia pública se impone.
A la memoria de mi primo, Juan Christian Ugalde Guerrero
Cada vez que se aproximan definiciones importantes crece la preocupación por las asignaturas pendientes del “modelo político mexicano”. Aquí y afuera del país. Ya todos lo sabemos, es como un ritual sexenal que poco a poco se transforma en lamento exacerbado. Insatisfacción general con las reglas de ejercicio del gobierno, desencanto con la democracia, clamor por encontrar las formas de controlar el poder, de liberar la democracia del rapto de los privilegiados, de concretar derechos y justicia. O casi todos estamos equivocados o hay algo en nuestro proceso democrático que provoca descontento, disgusto, insatisfacción. Quizá no está tan errada la idea de que a pesar de las bondades del cambio democrático pacífico no hemos podido construir el sentimiento de compartir un destino, ni la conciencia de los deberes y derechos, la división del trabajo y diálogo que nos reflejen en un espejo común. Y acaso sea porque ninguno de ellos tiene asidero en la realidad. ¿Business as usual a pesar de la democracia? Vale preguntárselo. Las democratizaciones más exitosas no consistieron solamente en que los votos cuenten y se cuenten. Implicaron eso, desde luego, pero movilizaron fuerzas sociales y culturales, desafiaron estructuras anquilosadas, abrieron ventanas para la expresión no solamente libre, sino entusiasta de nuevas verdades y expresiones que buscaron asiduamente hacerse un lugar donde antes no lo tenían. Y no lo hicieron exclusivamente en el sistema electoral y de partidos, sino en la sociedad, en la cotidianidad de la vida diaria, donde se gana el pan, se va a le escuela y al trabajo y se producen los vínculos sociales fundamentales. Está a la vista que México camina con lentitud —probablemente demasiada— hacia una sociedad abierta, con leyes impersonales y acceso parejo a las oportunidades. La modalidad elegida por las élites y sancionada por el pueblo para entrar al mundo democrático ha permitido la persistencia de la impunidad y la sociedad de los privilegios, si bien los ha puesto en evidencia y permite identificarlos. Hay ámbitos en los que se va abriendo el camino: la actualización de los principios y las normas de los derechos humanos, el reconocimiento a la pluralidad cultural, los esfuerzos de transparencia, la crítica abierta y libre. Hay otros en que el peso del atraso resulta abrumador: la opresión electrónica de las conciencias, el rezago educativo, la desigualdad social, la voluntad expresa de algunos por mantenerla, la ausencia de rendición de cuentas, la corrupción cínica, la desconfianza que nos prodigamos. Pareciera que el tránsito por el que nos convertimos de súbditos en ciudadanos fuese más bien un trance, una lenta metamorfosis cultural y política. Para culminar el ritual, de paso sería menester contar con dirigentes de nuevo tipo, capaces de poner el pasado en perspectiva, crítica y creativamente, rompiendo pero también recuperando; de mirar el futuro como algo más que una urna electoral rendida ante la soberbia. Si de veras hay algo como la “personalidad” de los mexicanos, forjada durante largo tiempo y abierta en flor en nuestros días, parece resistente a los llamados unilaterales de los partidos políticos. Desde hace años sostengo aquí que el gobierno sin mayoría deriva de un choque entre la voluntad de los mexicanos por distribuir el poder para controlarlo y controlarnos, y la arquitectura constitucional del presidencialismo. Los mexicanos ya decidimos, ya hemos elegido el camino: queremos democracia, no hegemonías. Pero la fatiga nos puede hacer volver atrás y hay quienes se empeñan en no darnos cuartel. Muy pocos entre las clases dirigentes han aprendido la lección. Los más confían en que la diseminación de sus credos les traerá adeptos incondicionales. Nada más alejado de la política en las sociedades modernas. Presos, ellos mismos, de las redes del presidencialismo y reducidos a minorías absolutas, se aprestan a propinarnos otra campaña electoral en la que se nos presentarán como jabones y dentífricos; vaciados de ideas embotellarán en jingles lo poco que la barrera de los medios electrónicos dejen filtrar a cambio de sumas fabulosas. Nos urge una fórmula política nueva, que abra el gobierno a la sociedad, que acrisole la voluntad plural de la ciudadanía y la traduzca en decisiones de gobierno. Hay hombres y mujeres que pueden hacerlo, pero a condición de que encaren una verdad de a peso: el sistema presidencial mexicano está caduco. Sólo alejándonos de él podemos volver a ser país, emprender la reinvención que nos falta y, a la vez, ésa sin cuya tentación no podemos vivir. La forma de gobierno y su colocación en sistema estatal mexicano está en la mira, en entredicho. No recoge al pluralismo, a las expectativas democráticas ni a la idea de futuro. Su examen en la conciencia pública se impone.
No hay comentarios:
Publicar un comentario