Las promesas de la cumbre de Pittsburgh de 2009 no se han cumplido y el abismo acecha. Es urgente eliminar las limitaciones impuestas al FMI para que señale a los culpables de las fragilidades económicas mundiales
Es muy posible que haya una nueva recesión en las economías desarrolladas y un nuevo caos financiero.
Para evitar males mayores, se precisan una vigilancia multilateral y un pacto de crecimiento mundial
GORDON BROWN, FELIPE GONZÁLEZ Y ERNESTO ZEDILLO / EL PAÍS
El nerviosismo veraniego, que trajo a la mente recuerdos del angustiado otoño de 2008, ha dejado pocas dudas sobre lo frágil que ha sido la recuperación de la gran crisis y lo complicado que seguirá siendo el camino que nos aguarda. No es extraño, dada la magnitud de la sacudida que sufrimos en 2008-2009. Pero asimismo se debe, en gran parte, a que los líderes de las principales economías no han sido capaces de hacer realidad unos compromisos fundamentales para llevar a cabo acciones coordinadas.
El Grupo de los 20 se formó con el fin de tomar las medidas colectivas que se considerasen necesarias para abordar las causas originarias de las crisis económicas. En su reunión de noviembre de 2008, los propios líderes del G-20 reconocieron que la catástrofe se había visto impulsada por unas políticas contradictorias y mal coordinadas. En aquella reunión y en otras dos posteriores, los dirigentes firmaron unos compromisos concretos para lograr la pretendida cooperación.
Entre las muchas promesas al respecto, el programa de reforma del G-20 incluía: reforzar el mandato, el alcance, la autoridad y el poder de vigilancia del Fondo Monetario Internacional; fortalecer el sistema de regulación y supervisión financiera de cada país y darle coherencia con los del resto del mundo; y el compromiso, no solo de evitar una explosión de proteccionismo comercial, sino de concluir la Ronda de Doha en 2010.
En la cumbre del G-20 celebrada en Pittsburgh en septiembre de 2009 se aprobó un marco de crecimiento mundial fuerte, sostenible y equilibrado para garantizar la coherencia colectiva de las políticas fiscales, monetarias, comerciales y estructurales. Se proclamó que el acuerdo constituía un hito y que iba a mejorar la coordinación internacional en política macroeconómica.
En realidad, y a no ser que se produzca una rectificación importante a corto plazo, el anuncio de Pittsburgh podría pasar a la historia como el momento en el que comenzó el descenso del G-20 hacia la irrelevancia más absoluta. No solo no se ve un fuerte crecimiento en el horizonte, sino que parece muy posible que haya una nueva recesión de las economías desarrolladas e incluso un nuevo caos financiero mundial.
La reforma de los sistemas financieros se ha hecho de forma unilateral, sin cooperación de ningún tipo. El único esfuerzo colectivo, Basilea III, que establece estrictos requisitos de reservas de capital para los bancos, está aún lleno de agujeros. La transformación de las instituciones de Bretton Woods no ha hecho grandes avances. La Ronda de Doha es aún más zombi que antes de que el G-20 se comprometiera a culminarla.
En retrospectiva, el marco anunciado en Pittsburgh estaba condenado al fracaso, dado el método que los dirigentes reclamaron para materializarlo. Optaron por un proceso de mutua evaluación que relegaba al FMI a un papel puramente asesor y administrativo, una decisión que, de golpe, dejó el contenido de ese marco a merced de una negociación compleja y tal vez insoluble entre los actores principales.
Debería haber estado claro desde el principio que los mayores contribuyentes a los desequilibrios macroeconómicos mundiales -como Estados Unidos, China y Alemania- iban a intentar, en todo momento, influir en el proceso para reducir lo más posible la parte que les tocara de la tarea de rectificación de esos desequilibrios que obstaculizan el camino hacia un crecimiento sostenible. Con esta actitud, hizo falta más de año y medio solo para ponerse de acuerdo en una metodología general para valorar la sostenibilidad de las políticas económicas nacionales, y el resultado es demasiado preceptivo en unos aspectos y ambiguo en otros.
Resulta significativo que los tipos de cambio hayan quedado excluidos de los indicadores que hay que evaluar. Si se tiene en cuenta que la tarea pendiente -identificar las causas de los desequilibrios y acordar unas estrategias para solucionarlas- es mucho más difícil que el simple hecho de ponerse de acuerdo sobre aspectos metodológicos, es verdaderamente dudoso que pueda aprobarse un plan de actuación en la cumbre de Cannes a principios de noviembre.
Para llegar a ese plan de actuación, el G-20 pidió hace poco al FMI que realizase un análisis que sea "independiente", una etiqueta que no está justificada porque dicho análisis está sujeto al refrendo del propio G-20 y se supone que no va a ser más que un complemento al que haga el Grupo.
Desde el primer momento, en vez de basarse en un ineficaz proceso de evaluación entre iguales, debería haberse encargado a un tercero, un agente externo, de confianza e independiente que presentase las pruebas, el diagnóstico y las opciones estratégicas que vayan a proponerse al G-20 para que sus líderes debatan y tomen las decisiones correspondientes.
Pero, según los acuerdos actuales, ese tercero no existe. El FMI, que en principio debería desempeñar el papel, está maniatado por una forma de gobierno obsoleta, debida a las cláusulas de su acuerdo fundacional y a las prácticas establecidas. En la cumbre de Londres, los líderes del G-20 asumieron el sensato compromiso de abordar los problemas de relevancia, eficacia y legitimidad de la institución, pero, hasta el momento, no han dado más que unos pasos modestos en esa dirección.
La falta de acción para reformar el FMI no se debe a la falta de ideas. Es, más bien, producto de la resistencia de algunos actores fundamentales a emprender unos cambios que podrían acabar obligándoles a renunciar al poder y la influencia que han tenido durante tanto tiempo en el Fondo, aunque eso permitiera obtener una institución más capaz de contribuir con eficacia a los intereses a largo plazo de esos mismos actores.
No obstante, a no ser que las principales economías estén dispuestas a aceptar una situación en la que el FMI se convierta en algo totalmente irrelevante o incluso inexistente, las reformas indispensables tendrán que hacerse. Pero es demasiado arriesgado esperar a que esas reformas resuelvan el problema crucial de la coordinación de las políticas macroeconómicas.
Es preciso tomar medidas urgentes para remediar la parsimonia dominante hasta ahora en el proceso del G-20. El Grupo debe utilizar toda su influencia sobre el FMI para aumentar la independencia de la institución a la hora de recetar las políticas que cada miembro debe aplicar con el fin de hacer una contribución equitativa a un pacto genuino de crecimiento mundial.
La idea es permitir que el FMI indique con sinceridad y transparencia cuáles son las decisiones políticas que cada una de las grandes economías debe tomar, por su propio interés y en sintonía con las contribuciones de los demás a un crecimiento mundial equilibrado, sustancial y sostenido.
En esta línea, es preciso que una autoridad especial y provisional, promovida por el G-20, elimine las condiciones impuestas en la actualidad al personal del FMI para que señale con el dedo a los culpables de las fragilidades económicas mundiales. Se podría empezar por un llamamiento a la directora general del Fondo a cargo de la troika formada por los presidentes pasado, actual y futuro, Corea del Sur, Francia y México, además de China y Estados Unidos, para que haga público el diagnóstico y las propuestas de su equipo antes de que se comenten con la junta directiva del FMI y el propio G-20.
Hay que reconocer que el valor práctico de un informe verdaderamente independiente del FMI sobre el reequilibrio para promover el crecimiento de la economía mundial se limitaría, en el mejor de los casos, a suministrar un punto de referencia más claro para compararlo con las conclusiones del G-20, pero solo esa medida ya sería una mejora importante respecto a la situación actual.
Constituiría, además, una señal de que el G-20 empieza a tomarse en serio la necesidad de ejercer una vigilancia multilateral. Y esa señal estaría muy reforzada si, además de un plan enérgico de actuación para coordinar las políticas con vistas a un pacto de crecimiento mundial, los líderes del G-20 se comprometieran en Cannes a realizar, según un calendario concreto, las reformas necesarias en la forma de gobierno para fortalecer de manera permanente el poder del FMI, con una autoridad y una capacidad de vigilancia muy reforzadas.
Gordon Brown fue primer ministro de Reino Unido, Felipe González fue presidente del Gobierno de España y Ernesto Zedillo fue presidente de México. © 2011 Global Viewpoint
Es muy posible que haya una nueva recesión en las economías desarrolladas y un nuevo caos financiero.
Para evitar males mayores, se precisan una vigilancia multilateral y un pacto de crecimiento mundial
GORDON BROWN, FELIPE GONZÁLEZ Y ERNESTO ZEDILLO / EL PAÍS
El nerviosismo veraniego, que trajo a la mente recuerdos del angustiado otoño de 2008, ha dejado pocas dudas sobre lo frágil que ha sido la recuperación de la gran crisis y lo complicado que seguirá siendo el camino que nos aguarda. No es extraño, dada la magnitud de la sacudida que sufrimos en 2008-2009. Pero asimismo se debe, en gran parte, a que los líderes de las principales economías no han sido capaces de hacer realidad unos compromisos fundamentales para llevar a cabo acciones coordinadas.
El Grupo de los 20 se formó con el fin de tomar las medidas colectivas que se considerasen necesarias para abordar las causas originarias de las crisis económicas. En su reunión de noviembre de 2008, los propios líderes del G-20 reconocieron que la catástrofe se había visto impulsada por unas políticas contradictorias y mal coordinadas. En aquella reunión y en otras dos posteriores, los dirigentes firmaron unos compromisos concretos para lograr la pretendida cooperación.
Entre las muchas promesas al respecto, el programa de reforma del G-20 incluía: reforzar el mandato, el alcance, la autoridad y el poder de vigilancia del Fondo Monetario Internacional; fortalecer el sistema de regulación y supervisión financiera de cada país y darle coherencia con los del resto del mundo; y el compromiso, no solo de evitar una explosión de proteccionismo comercial, sino de concluir la Ronda de Doha en 2010.
En la cumbre del G-20 celebrada en Pittsburgh en septiembre de 2009 se aprobó un marco de crecimiento mundial fuerte, sostenible y equilibrado para garantizar la coherencia colectiva de las políticas fiscales, monetarias, comerciales y estructurales. Se proclamó que el acuerdo constituía un hito y que iba a mejorar la coordinación internacional en política macroeconómica.
En realidad, y a no ser que se produzca una rectificación importante a corto plazo, el anuncio de Pittsburgh podría pasar a la historia como el momento en el que comenzó el descenso del G-20 hacia la irrelevancia más absoluta. No solo no se ve un fuerte crecimiento en el horizonte, sino que parece muy posible que haya una nueva recesión de las economías desarrolladas e incluso un nuevo caos financiero mundial.
La reforma de los sistemas financieros se ha hecho de forma unilateral, sin cooperación de ningún tipo. El único esfuerzo colectivo, Basilea III, que establece estrictos requisitos de reservas de capital para los bancos, está aún lleno de agujeros. La transformación de las instituciones de Bretton Woods no ha hecho grandes avances. La Ronda de Doha es aún más zombi que antes de que el G-20 se comprometiera a culminarla.
En retrospectiva, el marco anunciado en Pittsburgh estaba condenado al fracaso, dado el método que los dirigentes reclamaron para materializarlo. Optaron por un proceso de mutua evaluación que relegaba al FMI a un papel puramente asesor y administrativo, una decisión que, de golpe, dejó el contenido de ese marco a merced de una negociación compleja y tal vez insoluble entre los actores principales.
Debería haber estado claro desde el principio que los mayores contribuyentes a los desequilibrios macroeconómicos mundiales -como Estados Unidos, China y Alemania- iban a intentar, en todo momento, influir en el proceso para reducir lo más posible la parte que les tocara de la tarea de rectificación de esos desequilibrios que obstaculizan el camino hacia un crecimiento sostenible. Con esta actitud, hizo falta más de año y medio solo para ponerse de acuerdo en una metodología general para valorar la sostenibilidad de las políticas económicas nacionales, y el resultado es demasiado preceptivo en unos aspectos y ambiguo en otros.
Resulta significativo que los tipos de cambio hayan quedado excluidos de los indicadores que hay que evaluar. Si se tiene en cuenta que la tarea pendiente -identificar las causas de los desequilibrios y acordar unas estrategias para solucionarlas- es mucho más difícil que el simple hecho de ponerse de acuerdo sobre aspectos metodológicos, es verdaderamente dudoso que pueda aprobarse un plan de actuación en la cumbre de Cannes a principios de noviembre.
Para llegar a ese plan de actuación, el G-20 pidió hace poco al FMI que realizase un análisis que sea "independiente", una etiqueta que no está justificada porque dicho análisis está sujeto al refrendo del propio G-20 y se supone que no va a ser más que un complemento al que haga el Grupo.
Desde el primer momento, en vez de basarse en un ineficaz proceso de evaluación entre iguales, debería haberse encargado a un tercero, un agente externo, de confianza e independiente que presentase las pruebas, el diagnóstico y las opciones estratégicas que vayan a proponerse al G-20 para que sus líderes debatan y tomen las decisiones correspondientes.
Pero, según los acuerdos actuales, ese tercero no existe. El FMI, que en principio debería desempeñar el papel, está maniatado por una forma de gobierno obsoleta, debida a las cláusulas de su acuerdo fundacional y a las prácticas establecidas. En la cumbre de Londres, los líderes del G-20 asumieron el sensato compromiso de abordar los problemas de relevancia, eficacia y legitimidad de la institución, pero, hasta el momento, no han dado más que unos pasos modestos en esa dirección.
La falta de acción para reformar el FMI no se debe a la falta de ideas. Es, más bien, producto de la resistencia de algunos actores fundamentales a emprender unos cambios que podrían acabar obligándoles a renunciar al poder y la influencia que han tenido durante tanto tiempo en el Fondo, aunque eso permitiera obtener una institución más capaz de contribuir con eficacia a los intereses a largo plazo de esos mismos actores.
No obstante, a no ser que las principales economías estén dispuestas a aceptar una situación en la que el FMI se convierta en algo totalmente irrelevante o incluso inexistente, las reformas indispensables tendrán que hacerse. Pero es demasiado arriesgado esperar a que esas reformas resuelvan el problema crucial de la coordinación de las políticas macroeconómicas.
Es preciso tomar medidas urgentes para remediar la parsimonia dominante hasta ahora en el proceso del G-20. El Grupo debe utilizar toda su influencia sobre el FMI para aumentar la independencia de la institución a la hora de recetar las políticas que cada miembro debe aplicar con el fin de hacer una contribución equitativa a un pacto genuino de crecimiento mundial.
La idea es permitir que el FMI indique con sinceridad y transparencia cuáles son las decisiones políticas que cada una de las grandes economías debe tomar, por su propio interés y en sintonía con las contribuciones de los demás a un crecimiento mundial equilibrado, sustancial y sostenido.
En esta línea, es preciso que una autoridad especial y provisional, promovida por el G-20, elimine las condiciones impuestas en la actualidad al personal del FMI para que señale con el dedo a los culpables de las fragilidades económicas mundiales. Se podría empezar por un llamamiento a la directora general del Fondo a cargo de la troika formada por los presidentes pasado, actual y futuro, Corea del Sur, Francia y México, además de China y Estados Unidos, para que haga público el diagnóstico y las propuestas de su equipo antes de que se comenten con la junta directiva del FMI y el propio G-20.
Hay que reconocer que el valor práctico de un informe verdaderamente independiente del FMI sobre el reequilibrio para promover el crecimiento de la economía mundial se limitaría, en el mejor de los casos, a suministrar un punto de referencia más claro para compararlo con las conclusiones del G-20, pero solo esa medida ya sería una mejora importante respecto a la situación actual.
Constituiría, además, una señal de que el G-20 empieza a tomarse en serio la necesidad de ejercer una vigilancia multilateral. Y esa señal estaría muy reforzada si, además de un plan enérgico de actuación para coordinar las políticas con vistas a un pacto de crecimiento mundial, los líderes del G-20 se comprometieran en Cannes a realizar, según un calendario concreto, las reformas necesarias en la forma de gobierno para fortalecer de manera permanente el poder del FMI, con una autoridad y una capacidad de vigilancia muy reforzadas.
Gordon Brown fue primer ministro de Reino Unido, Felipe González fue presidente del Gobierno de España y Ernesto Zedillo fue presidente de México. © 2011 Global Viewpoint
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