miércoles, 15 de diciembre de 2010

LOS TEJIDOS ROTOS

Mauricio Merino / El Universal
Tras la violencia creciente en el país hay algo más que policías y ladrones. Lo que está sucediendo es más grave, porque está rompiendo eso que los especialistas llaman “el tejido social de México”, es decir, las relaciones que establecemos entre grupos y personas, nuestras expectativas y el aprecio que sentimos hacia los demás. O en otras palabras, nuestra capacidad de estar con otros sin hacernos daño, sin desconfianza y sin exclusiones. Y lo que está pasando es lo contrario: día tras día, se nos van sumando nuevas evidencias de la fragilidad de nuestras redes colectivas.
En los gravísimos enfrentamientos que tuvieron lugar en Michoacán, por ejemplo, hay algo mucho más profundo que una persecución de criminales. Aunque esa haya sido la causa que desató el ataque, la violencia reveló que la delincuencia organizada no está operando al margen de la vida cotidiana, sino que está incrustada en ella. Tanto, que el presidente municipal de Apatzingán, Genaro Guízar, acabó por deslindarse al mismo tiempo de los aliados de La Familia Michoacana y de la Policía Federal. Y lo hizo, porque en su opinión la violencia “no la ocasionan los grupos delincuentes, sino la policía que viene y se mete a las casas y los hogares”, aunque se abstuvo de sumarse a la manifestación de respaldo a quien fuera el líder del grupo criminal más influyente del estado, una manifestación que, por cierto, tendría que registrarse para los anales de nuestra locura colectiva.
Por otra parte, veo en los reclamos que formulan los médicos que trabajan en Juárez un argumento parecido al anterior: ya que las autoridades resultan incapaces de detener la delincuencia y la violencia, lo que están pidiendo es que los sicarios comprendan que el trabajo de los médicos es salvar vidas, incluyendo las de sus agresores. Piden comprensión y protección porque su vida corre peligro cada vez que atienden a alguno de los heridos en cualquiera de los frentes. Su punto ya no es distinguir entre criminales e inocentes, ni entre bandas o fuerzas policiacas, sino lisa y llanamente curar en paz a los heridos, a sabiendas de que así es la sociedad en la que actúan.
Nos estamos habituando al crimen como si fuera parte de la normalidad en que vivimos. Pero al mismo tiempo, desconfiamos y tememos cada vez más de nuestros vecinos y de quienes están en nuestro entorno y, lamentablemente, no hay contradicción entre esos dos extremos. La lógica que está detrás de ese razonamiento parece sugerir, más bien, que ya que es imposible atajar a los grupos criminales —al menos en el corto plazo— hay que aprender a convivir con ellos. De modo que el resultado es el de una sociedad que ve a la delincuencia como el problema más grave de la sociedad, pero desconfía cada vez más de las instituciones democráticas, como lo demuestra la reciente medición del Latinobarómetro, que además nos coloca ya como uno de los cinco países de América Latina con menor confianza en su futuro.
Pero lo más grave de esa mecánica es que puede generar una espiral devastadora: mientras más desconfianza haya, más razones habrá para seguir dudando, para aislarse de todos los demás y para refugiarse en la esperanza de no padecer las peores consecuencias de ese deterioro. Lo contrario de la forma en que se construyen y se consolidan las instituciones democráticas, que suponen interés y participación del mayor número de ciudadanos, respeto por las reglas, confianza en el espacio público y dosis equivalentes de solidaridad, tolerancia y responsabilidad. ¿Cómo insertar ese conjunto de valores necesarios en medio de la guerra de todos contra todos?
Para impedir esa espiral, no me parece suficiente cambiar el tono del discurso público, ni pedirle a los medios que maticen y moderen sus discursos, pues la respuesta de la sociedad no depende solamente de ellos. Lo que está pasando en México no es producto de la imaginación mediática, sino que está ocurriendo en realidad: cerca de la tercera parte de la sociedad ha vivido ya en carne propia la violencia de la delincuencia y la mayoría, por desgracia, ha dejado de confiar en el futuro de la democracia.
No estaría mal que mejoraran los humores públicos. Pero la recuperación de nuestro espacio público, entendido este en un sentido amplio, reclama mucho más que una buena propaganda. Pienso, más bien, que debíamos volvernos en contra de todas las otras formas de violencia —los malos tratos, la discriminación y la exclusión—, que a fuerza de repetirse y tolerarse acaban incubando a la violencia grande que nos está matando.
Profesor investigador del CIDE


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