miércoles, 5 de octubre de 2011

LA CRISIS DE LA GESTIÓN PÚBLICA

Mauricio Merino / El Universal
Mientras más sabemos de nuestros gobiernos y de nuestros poderes públicos, más aumenta nuestra frustración con su desempeño. Ya no podemos cargarle la cuenta a la transición, ni suponer que estamos en una fase de ajuste entre lo viejo y lo nuevo, porque ha transcurrido tiempo de sobra para que las instituciones se adapten a la nueva configuración de poderes y de partidos. Pero lo cierto es que mientras más acceso tenemos a la información pública, más desencanto produce la operación cotidiana de los poderes, sin horizontes de corto plazo para fundar una vuelta hacia el optimismo. La verdad es que estamos atravesando por una crisis de gestión pública muy severa, que disfrazamos con eufemismos relativos al diseño institucional, a las estrategias de los partidos o a la voluntad política de los líderes, pero que en el fondo esconden la ausencia de ética pública y de medios suficientes para garantizar la responsabilidad pública de los gobernantes. El listado crece todos los días, entre los usos discrecionales y los abusos del gasto público, que corren parejo por los tres niveles de gobierno, hasta la ineficacia o la franca negligencia en el cumplimiento de políticas, funciones o decisiones, pasando por la oscuridad o el capricho con el que se emplean las atribuciones públicas. No obstante, seguimos sin poner atención suficiente a los defectos de la gestión pública en su conjunto y sin advertir la importancia de corregirlos mediante una política articulada y coherente. Los diarios están plagados de ejemplos sobre el fracaso o las desviaciones de la gestión pública mexicana. Me dirán que hay excepciones notables e islas de excelencia que honran con su labor la administración pública, y es verdad. Pero son eso: excepciones e islas, rodeadas de simulaciones, opacidades e impunidad. Un día se documenta la falta de transparencia en los congresos locales, o la contratación abusiva y oscura de deuda pública en los estados, o el despilfarro de los gobiernos municipales, mientras que al día siguiente tomamos nota de los excesos cometidos por el Poder Legislativo federal en el uso de sus recursos —apenas equivalente a su oscuridad o a la falta obstinada de sus obligaciones legislativas—, en tanto que se registra el aumento indiscriminado de los dineros asignados a la Presidencia de la República y al Poder Judicial o los excesos administrativos cometidos por las entidades autónomas. Nadie está a salvo, porque los contrapesos que habíamos imaginado con la transición democrática se anularon a sí mismos cuando todas las fuerzas políticas comenzaron a actuar de modo muy semejante y se volvieron cómplices de los mismos desvíos que antes les indignaban. Cuando se consagró el derecho de acceso a la información —gracias al esfuerzo del llamado Grupo Oaxaca y al talento de un puñado de académicos y políticos—, muchos pensamos que estábamos en las vísperas de una nueva concepción del servicio público, obligada por el poder de la transparencia y el debate público bien informado. Sin duda, la creación de ese derecho y de los órganos encargados de garantizarlo, como el IFAI, nos han permitido saber mucho más de lo que a duras penas nos dejaba atisbar el régimen anterior, mientras que los resultados de la Auditoría Superior de la Federación y de los órganos de evaluación de las políticas públicas nos acercan con lupa a buena parte de los problemas de la gestión pública que antes sólo intuíamos por la punta del iceberg. Pero el rasgo común de esas nuevas instituciones es que actúan en los márgenes y no en el corazón de las administraciones públicas: son las ventanas del edificio al que ahora podemos asomarnos para tratar de mirar lo que sucede allá dentro, pero no están en el centro de la gestión pública. Y lo peor es que la repetición del escándalo se ha convertido en su propia vacuna. Los responsables han aprendido a dejar pasar las olas mediáticas para volver a las rutinas de siempre. Unos días en la prensa y en la crítica pública no les hacen mayor daño y, con frecuencia, les obsequian incluso el beneficio de la visibilidad pública para defenderse con toda vehemencia. Cuentan acaso con la falta de seguimiento y la desmemoria, con la devolución de argumentos a modo para justificar lo que sea y, desde luego, con la falta de consecuencias concretas sobre los despropósitos cometidos. Después de todo, la indignación se colma con las palabras dichas en público y nada más. Sin embargo, la gestión pública está en crisis y su origen es la falta de medios para afirmar la responsabilidad pública. Pero todavía no nos hacemos cargo de la necesidad inmediata de conjurarla.

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