Axel Didriksson / Proceso
Lo crea o no el parsimonioso secretario de la SEP, dados sus poco atinados comentarios recientes sobre lo que acontece en su ámbito de trabajo, el hecho es que nos encontramos ante la más grave y profunda crisis que se ha vivido en el sistema educativo nacional, por lo que urge tomar medidas de emergencia por parte de los diputados de la actual legislatura.
El tamaño del problema educativo es enorme y tendrá un impacto social de alcances aún impredecibles, aunque, por lo pronto, se calcula que existen alrededor de 7 millones de jóvenes en las peores condiciones de vida que se han registrado en este sector: sin estudios en curso, sin empleo, subempleados o de plano en la calle, sumándose al crimen organizado o esperando que los acribillen. Del total, unos 2 millones recibieron educación media superior y otros 2 millones educación superior, pero estos últimos, cuando tienen suerte, deambulan de trabajo en trabajo sin que sus empleos tengan relación alguna con lo que estudiaron.
Se estima también que ahora 37% de los desempleados cuentan con un nivel educativo de nivel medio superior y superior. Aunque son muchas las causas de este fenómeno, debe atribuirse sobre todo a la adopción de un modelo de corrupción y mercantilización en el sistema educativo. Mientras la tasa de acceso a la educación media superior y superior se ha mantenido estancada durante más de tres décadas (poco más de 20%), millones de personas no tienen la acreditación del nivel escolar que alcanzaron ni los conocimientos adecuados para hacerlos valer en el mercado laboral.
Las posibilidades de estudiar en los niveles medio superior y superior para los jóvenes del país están directamente relacionadas con su nivel socioeconómico y el de sus familias. Es decir, a menor nivel socioeconómico, menos posibilidades de mantener a los estudiantes en la escuela. La educación que en el pasado ayudó a millones a salir de la pobreza, a emigrar a las ciudades de forma exitosa, se acabó en este país.
Los legisladores tienen que hacer algo al respecto. Ante todo, corregir en forma definitiva el presupuesto destinado a la educación y la ciencia, para volverlo plurianual, como lo demanda la ANUIES, y etiquetarlo como prioritario, por encima del presupuesto dirigido a la seguridad, además de definir ejes claros para su distribución.
La política de Estado correspondiente debe poner el acento en la democratización del acceso a la educación media superior y superior. Por lo menos es preciso ampliarlo para dar cabida en educación media superior, cada año, a alrededor de medio millón de jóvenes egresados de la secundaria, y en educación superior o posgrado a otros 300 mil. La ampliación del acceso debe contar con cuotas definidas no negociables, por parte de las universidades públicas y privadas, para los sectores tradicionalmente excluidos y pobres, sobre todo para los que provienen de la escuela pública y de los sectores indígenas y del campo. Es indispensable que esto se acompañe de recursos para garantizar la permanencia, nivelación, ayuda pedagógica y retención de la gran mayoría de los alumnos.
A la vez, es preciso impulsar las transformaciones en la currícula, en la formación y actualización de los profesores, en el aprovechamiento y mejoramiento de la infraestructura escolar, además de abrir nuevas universidades públicas en todo el país, al menos una más por cada estado, que pueda recibir a unos 50 mil estudiantes en nuevas carreras y áreas de conocimiento.
A ver qué hacen los diputados ante el tamaño de la actual emergencia educativa.
Lo crea o no el parsimonioso secretario de la SEP, dados sus poco atinados comentarios recientes sobre lo que acontece en su ámbito de trabajo, el hecho es que nos encontramos ante la más grave y profunda crisis que se ha vivido en el sistema educativo nacional, por lo que urge tomar medidas de emergencia por parte de los diputados de la actual legislatura.
El tamaño del problema educativo es enorme y tendrá un impacto social de alcances aún impredecibles, aunque, por lo pronto, se calcula que existen alrededor de 7 millones de jóvenes en las peores condiciones de vida que se han registrado en este sector: sin estudios en curso, sin empleo, subempleados o de plano en la calle, sumándose al crimen organizado o esperando que los acribillen. Del total, unos 2 millones recibieron educación media superior y otros 2 millones educación superior, pero estos últimos, cuando tienen suerte, deambulan de trabajo en trabajo sin que sus empleos tengan relación alguna con lo que estudiaron.
Se estima también que ahora 37% de los desempleados cuentan con un nivel educativo de nivel medio superior y superior. Aunque son muchas las causas de este fenómeno, debe atribuirse sobre todo a la adopción de un modelo de corrupción y mercantilización en el sistema educativo. Mientras la tasa de acceso a la educación media superior y superior se ha mantenido estancada durante más de tres décadas (poco más de 20%), millones de personas no tienen la acreditación del nivel escolar que alcanzaron ni los conocimientos adecuados para hacerlos valer en el mercado laboral.
Las posibilidades de estudiar en los niveles medio superior y superior para los jóvenes del país están directamente relacionadas con su nivel socioeconómico y el de sus familias. Es decir, a menor nivel socioeconómico, menos posibilidades de mantener a los estudiantes en la escuela. La educación que en el pasado ayudó a millones a salir de la pobreza, a emigrar a las ciudades de forma exitosa, se acabó en este país.
Los legisladores tienen que hacer algo al respecto. Ante todo, corregir en forma definitiva el presupuesto destinado a la educación y la ciencia, para volverlo plurianual, como lo demanda la ANUIES, y etiquetarlo como prioritario, por encima del presupuesto dirigido a la seguridad, además de definir ejes claros para su distribución.
La política de Estado correspondiente debe poner el acento en la democratización del acceso a la educación media superior y superior. Por lo menos es preciso ampliarlo para dar cabida en educación media superior, cada año, a alrededor de medio millón de jóvenes egresados de la secundaria, y en educación superior o posgrado a otros 300 mil. La ampliación del acceso debe contar con cuotas definidas no negociables, por parte de las universidades públicas y privadas, para los sectores tradicionalmente excluidos y pobres, sobre todo para los que provienen de la escuela pública y de los sectores indígenas y del campo. Es indispensable que esto se acompañe de recursos para garantizar la permanencia, nivelación, ayuda pedagógica y retención de la gran mayoría de los alumnos.
A la vez, es preciso impulsar las transformaciones en la currícula, en la formación y actualización de los profesores, en el aprovechamiento y mejoramiento de la infraestructura escolar, además de abrir nuevas universidades públicas en todo el país, al menos una más por cada estado, que pueda recibir a unos 50 mil estudiantes en nuevas carreras y áreas de conocimiento.
A ver qué hacen los diputados ante el tamaño de la actual emergencia educativa.
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