JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ / REFORMA
Alexis de Tocqueville imaginó la pesadilla del futuro como un encierro en lo doméstico. Pensando en la tiranía del futuro vio una sociedad que haría de la casa de cada quien, el único universo social. Los linderos de mi propiedad como límites de mi mundo. Entonces los hombres no tendrán más patria que su familia, otro vínculo de afecto que el que pudieran tener con sus parientes, mayor horizonte que su entretenimiento, ambición más grande que su placer. Al descubrir el individualismo en los Estados Unidos, el sociólogo francés vio el fermento de una reclusión desconocida hasta entonces. Retirado cada quien en su fortificación personal, el individuo perdería cualquier sentido de lo público. Lo común carecería ya de sentido. El hombre terminaría perdiendo todos los lazos que lo unían a sus vecinos y que lo hacían sentirse miembro de una comunidad mayor. La nueva tiranía no sería la continuación del viejo despotismo: en el aislamiento y en el conformismo descansaría la opresión del mañana.
Muchos han seguido la pista de Tocqueville para identificar en las sociedades contemporáneas esa desconexión mansa que ha desactivado el nervio de la ciudadanía crítica. No han faltado muestras de repliegue y apatía en las últimas décadas, por eso sobresale el rostro de un nuevo activismo público, la cara de una nueva forma de participación y de denuncia que se desentiende de los canales tradicionales. No es la canalización del descontento a través del castigo electoral sino por la toma directa del espacio público. Es cierto que la ola no se inició en las democracias históricas sino que vino del Este, desde la cerrazón. En Túnez, en Egipto, en Siria la comunicación instantánea de miles fue posible por los nuevos hilos de la tecnología. Pero su expresión política fue curiosamente la más antigua, la más elemental, la más simbólica, la más potente y subversiva: la toma de la calle, la conquista del espacio público. Lo mismo hicieron los españoles en Madrid y lo eso hacen ahora en el barrio financiero de Nueva York. Arrebatarle la calle a la rutina, reclamar como propia la plaza y plantar ahí el descontento.
Nuestra fascinación con la novedad nos ha hecho pensar que la nueva política habita un espacio virtual, que su vida es una malla etérea y que lo único que moviliza esa moda es un bombardeo de clics. En realidad, lo que hemos contemplado es la fusión de esa modernidad con la recuperación de la política más tradicional: movilización del descontento, expresión de un enfado colectivo, creatividad a viva voz de la protesta pública. Las concentraciones en Nueva York y Madrid y sus réplicas recientes en muchas ciudades del mundo es muestra de un serio deficiente democrático. Ni los españoles ni los norteamericanos encuentran en el dispositivo electoral el mecanismo idóneo para ventilar la crítica y para construir la alternativa. Rodríguez Zapatero seguramente merece el castigo que los electores le propinarán dentro de unas semanas. Pero el beneficiario de esa irritación no parece ser una opción esperanzadora para los manifestantes. De ahí que lo que se manifiesta es, ante todo, la impotencia de la ciudadanía que en este caso coincide con la impotencia de la política. Si puede palparse una sensación común a las protestas es esa persuasión de que la política ha dejado de ser un barco dirigido por la voluntad de los gobernantes electos e, indirectamente, por la voluntad de los ciudadanos. La política vista como una tabla dominada por intereses incontrolables que arbitrariamente reparten beneficios y cargas. El reclamo básico, el grito común es recuperar no solamente la representatividad de la política sino, sobre todo, su poder. Exigencia de cratos, tanto como de demos.
Se puede decir que la indignación es simple desahogo, que es protesta sin guía, denuncia sin propuesta y sin liderazgo. Estos críticos podrán tener razón, como tienen vista los miopes. El valor de las protestas no es su (inexistente) pliego de propuestas sino su capacidad para reorientar la discusión política. Nadie puede negar que las movilizaciones han alterado ya los contornos del debate público en el mundo. Estados Unidos, por ejemplo, no podrá apartar de su elección asuntos que antes podrían ignorarse. Ni los republicanos podrán desentenderse del impacto distributivo de la acción (o abstención) política y de la rendición de cuentas de quienes han sido los grandes favorecidos en la crisis.
Hace unos años, el gran historiador Tony Judt lamentaba que habíamos perdido el lenguaje para hablar moralmente de la política. Se nos impuso un vocabulario técnico que expulsaba toda evaluación ética y cualquier aspiración de justicia: no era realista, se nos dijo. Hoy las palabras de la ética regresan. ¿Encontraremos su mecánica?
Alexis de Tocqueville imaginó la pesadilla del futuro como un encierro en lo doméstico. Pensando en la tiranía del futuro vio una sociedad que haría de la casa de cada quien, el único universo social. Los linderos de mi propiedad como límites de mi mundo. Entonces los hombres no tendrán más patria que su familia, otro vínculo de afecto que el que pudieran tener con sus parientes, mayor horizonte que su entretenimiento, ambición más grande que su placer. Al descubrir el individualismo en los Estados Unidos, el sociólogo francés vio el fermento de una reclusión desconocida hasta entonces. Retirado cada quien en su fortificación personal, el individuo perdería cualquier sentido de lo público. Lo común carecería ya de sentido. El hombre terminaría perdiendo todos los lazos que lo unían a sus vecinos y que lo hacían sentirse miembro de una comunidad mayor. La nueva tiranía no sería la continuación del viejo despotismo: en el aislamiento y en el conformismo descansaría la opresión del mañana.
Muchos han seguido la pista de Tocqueville para identificar en las sociedades contemporáneas esa desconexión mansa que ha desactivado el nervio de la ciudadanía crítica. No han faltado muestras de repliegue y apatía en las últimas décadas, por eso sobresale el rostro de un nuevo activismo público, la cara de una nueva forma de participación y de denuncia que se desentiende de los canales tradicionales. No es la canalización del descontento a través del castigo electoral sino por la toma directa del espacio público. Es cierto que la ola no se inició en las democracias históricas sino que vino del Este, desde la cerrazón. En Túnez, en Egipto, en Siria la comunicación instantánea de miles fue posible por los nuevos hilos de la tecnología. Pero su expresión política fue curiosamente la más antigua, la más elemental, la más simbólica, la más potente y subversiva: la toma de la calle, la conquista del espacio público. Lo mismo hicieron los españoles en Madrid y lo eso hacen ahora en el barrio financiero de Nueva York. Arrebatarle la calle a la rutina, reclamar como propia la plaza y plantar ahí el descontento.
Nuestra fascinación con la novedad nos ha hecho pensar que la nueva política habita un espacio virtual, que su vida es una malla etérea y que lo único que moviliza esa moda es un bombardeo de clics. En realidad, lo que hemos contemplado es la fusión de esa modernidad con la recuperación de la política más tradicional: movilización del descontento, expresión de un enfado colectivo, creatividad a viva voz de la protesta pública. Las concentraciones en Nueva York y Madrid y sus réplicas recientes en muchas ciudades del mundo es muestra de un serio deficiente democrático. Ni los españoles ni los norteamericanos encuentran en el dispositivo electoral el mecanismo idóneo para ventilar la crítica y para construir la alternativa. Rodríguez Zapatero seguramente merece el castigo que los electores le propinarán dentro de unas semanas. Pero el beneficiario de esa irritación no parece ser una opción esperanzadora para los manifestantes. De ahí que lo que se manifiesta es, ante todo, la impotencia de la ciudadanía que en este caso coincide con la impotencia de la política. Si puede palparse una sensación común a las protestas es esa persuasión de que la política ha dejado de ser un barco dirigido por la voluntad de los gobernantes electos e, indirectamente, por la voluntad de los ciudadanos. La política vista como una tabla dominada por intereses incontrolables que arbitrariamente reparten beneficios y cargas. El reclamo básico, el grito común es recuperar no solamente la representatividad de la política sino, sobre todo, su poder. Exigencia de cratos, tanto como de demos.
Se puede decir que la indignación es simple desahogo, que es protesta sin guía, denuncia sin propuesta y sin liderazgo. Estos críticos podrán tener razón, como tienen vista los miopes. El valor de las protestas no es su (inexistente) pliego de propuestas sino su capacidad para reorientar la discusión política. Nadie puede negar que las movilizaciones han alterado ya los contornos del debate público en el mundo. Estados Unidos, por ejemplo, no podrá apartar de su elección asuntos que antes podrían ignorarse. Ni los republicanos podrán desentenderse del impacto distributivo de la acción (o abstención) política y de la rendición de cuentas de quienes han sido los grandes favorecidos en la crisis.
Hace unos años, el gran historiador Tony Judt lamentaba que habíamos perdido el lenguaje para hablar moralmente de la política. Se nos impuso un vocabulario técnico que expulsaba toda evaluación ética y cualquier aspiración de justicia: no era realista, se nos dijo. Hoy las palabras de la ética regresan. ¿Encontraremos su mecánica?
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