Las agencias anuncian rebajas de calificación causadas por sus propios cambios de criterio
Destruyen valor porque ni tienen más ni mejor información, ni mayor capacidad de análisis
JOSÉ ANTONIO TRUJILLO / EL PAÍS
Quienes han trufado leyes, reglamentos, normas y contratos, con obligaciones de calificación, y siguen haciéndolo durante la actual crisis a pesar de la constatación de los efectos nocivos de dicha obligatoriedad, han hecho de las agencias de calificación un foco de inestabilidad. Además, contribuyen al deterioro del sistema, pues las calificaciones han devenido en certificados exculpatorios de responsabilidad para quienes deberían estar obligados a valorar los riesgos.
Las agencias emiten opiniones en cuatro ámbitos: países y otras instancias infra y supra nacionales, empresas no financieras, entidades financieras y productos financieros. Es en el ámbito de las empresas donde las agencias tienen sus raíces y su función es más defendible. La especialización y conocimiento de determinados sectores de actividad puede aportar opiniones útiles a los inversores. Las empresas con nivel triple-A o cercano son un escaso puñado en el mundo, pero la realidad es que los inversores consideran que en este ámbito la finura en las alturas de la escala de calificación es irrelevante. Por mucho que de la arrogancia de las agencias pueda pensarse otra cosa, ahí arriba, no añaden valor. Por el contrario, en la parte baja de la escala, allí donde el riesgo puede ser empíricamente contrastado, su papel es valioso. Curiosamente, esta función en la que los inversores sí necesitan expertos va perdiendo peso en el negocio de las agencias, mientras crece su dedicación a otras objetivamente favorecidas por la normativa que no reclama opiniones sino certificados.
El ámbito de los productos financieros, allí donde habita la tan denostada titulización, es donde está ahora la principal fuente de ingresos de las agencias. Los escandalosos "errores" de rating de las operaciones con hipotecas subprime en EE UU, han dado lugar a una sobrerreacción en la calificación de operaciones en el resto del mundo que no hace sino añadir problemas a los existentes. La prociclicidad de los ratings es hecho conocido y aceptado, pero parece no importar a quienes los han incorporado a la regulación financiera. Curiosamente, las agencias bombardean permanentemente los mercados con anuncios de rebaja de calificación, la mayoría causados por sus propios cambios de criterio, transmitiendo una imagen de tsunami devastador, mientras en sus informes reconocen que los fallidos en Europa en productos financieros estructurados no tienen relevancia estadística.
El disparate llega al punto de que, tras las últimas rebajas de calificación, alguna agencia considera que en España ningún banco, incluido el ICO, es admisible como depositario de la tesorería de un fondo de titulización con bonos de nivel triple-A. No hay bancos seguros, esta es la respuesta al caso Lehman. Así, atrapada entre las agencias y el BCE que exige dos triple-A a las titulizaciones para ser descontables, la banca española acabará perdiendo una vía vital de obtención de liquidez. Esto afecta poco a franceses y alemanes pues en su mercado predominan los covered bonds, casualmente muy bien tratados por el BCE. Para ellos no hacen falta dos agencias, ni siquiera el nivel triple-A. Paradojas de la política.
Cuando se trata de las calificaciones de países, nos escandalizamos por la sospecha de que las agencias agudizan los problemas que denuncian y ponemos en duda si añaden valor o han devenido en parte del problema. Yo creo rotundamente que en estos momentos y en este ámbito destruyen valor, especialmente cuando podemos tener la certeza de que ni tienen más ni mejor información, ni mayor capacidad de análisis para enjuiciar la situación de la economía y finanzas de los países. Respecto a la independencia, cuesta aceptar que las calificaciones realmente se estén emitiendo con igual libertad independientemente del país afectado. Eso sí, hacen gala de la mayor autonomía a la hora de difundir con total irresponsabilidad sus opiniones cuando y como les viene en gana, sin consideración alguna sobre sus efectos y en una aparente carrera con sus competidoras para pronosticar la inminencia de un deceso, aun a expensas de colaborar en el óbito.
Hasta el índice de producción de cacahuetes de Wisconsin se sabe cómo y en qué día, hora y minuto se comunica, mientras que las calificaciones de bonos, empresas, bancos y países, que son capaces de producir un terremoto financiero, nos las podemos encontrar en cualquier momento, manera y medio. ¿Pero a qué se dedican los vigilantes de la información privilegiada? ¿Tan difícil es exigir disciplina a las agencias al menos en sus comunicaciones?
Cuando se ha tratado de países rebajados a nivel de bono basura, lo más llamativo ha sido la reacción del BCE saltándose sus propias normas y decidiendo hacer caso omiso de los ratings para actuar en asuntos tan críticos como evitar la quiebra de un país. Acabáramos. Quizás ustedes también consideraban que quienes dirigen la política monetaria tienen el mandato de decidir, la posibilidad de equivocarse y la obligación de asumir sus consecuencias, y no se espera que deleguen decisiones cruciales en opiniones de otros (las agencias) que se definen a sí mismos como carentes de responsabilidad (¿irresponsables?). Pensar que en situaciones críticas se debe actuar al dictado de las agencias, es la negación no solo de la política sino del sentido común.
Pero el ruido de las agencias no procede solo de sus opiniones sobre los países cercanos al abismo, también ocurre cuando se atreven con los que habitan el paraíso del triple-A. La amenaza de rebaja de calificación a la deuda USA por parte de S&P, posteriormente ejecutada, mereció una respuesta del presidente Obama diciendo que eso era una opinión política y yo estoy de acuerdo, especialmente si resulta que rebajar un escalón a la triple-A se traduce en modificar el tercer decimal de la probabilidad de fallido de la deuda.
No existe evidencia empírica (estadísticamente) significativa que permita diferenciar entre los niveles de calificación A o superior, excepto en el mundo empresarial americano. La cuestión entonces es por qué son tan trascendentes las simples amenazas de rebaja de la calificación triple-A de un país o un producto financiero. No se trata del juicio que pueda merecer la rebaja a los inversores, sino que muchas normas, contratos y decisiones están vinculadas a niveles de calificación y, por tanto, se pueden desencadenar pérdidas de valor y ventas incontroladas.
La simiente de las actuales agencias de calificación está en el primer cuarto del siglo XIX. Nacen en el ámbito mercantil, como proveedores de información sobre morosos. Esa función tan cutre pero de tanto interés para los acreedores y ahora en manos casi anónimas, se ha convertido dos siglos después en venta de opiniones a precios millonarios sobre la probabilidad de fallido de casi cualquier cosa, medida en una fina escala que va ininterrumpidamente desde la casi certeza de pago hasta la certificación del inminente fallido, en más de 20 escalones que apostillados se multiplican por tres, al menos. Tanta finura no es sino el resultado de modelos sujetos a numerosas hipótesis incontrastables y buenas dosis de arrogancia.
Siendo tan débil el soporte conceptual, al menos en la finura de las alturas de la escala de calificación, sorprende la fortaleza del producto, lo cual nos induce a pensar que no estamos en el terreno de la ciencia sino en el de las creencias, que bien gestionadas pueden convertirse en instrumentos de poder. Los grandes beneficiados no están interesados en cambiar el status quo, tienen en las agencias de calificación y en su cuestionable y opaca metodología un gran aliado para extraer ventajas. Por tanto, no esperen cambios significativos en el fondo de la cuestión.
Las agencias de calificación seguirán cumpliendo una importante función, pero ni es de recibo la falta de control sobre su actividad, ni puede depender de sus juicios el sistema por vía de su inclusión en las normas, ni puede permitirse que actúen como un oligopolio que tiene rendido a sus pies a Gobiernos y mercados. Y sobre el concepto de triple-A, la absoluta ausencia de riesgo, la protección perfecta, la marca indeleble, perdónenme, raya en la imbecilidad. Ahora bien, el problema no son quienes lo otorgan sino quien obliga a usarlo y, además, en doble dosis por si una nos parecía poco, como es el caso del Banco Central Europeo.
José Antonio Trujillo del Valle es economista.
Destruyen valor porque ni tienen más ni mejor información, ni mayor capacidad de análisis
JOSÉ ANTONIO TRUJILLO / EL PAÍS
Quienes han trufado leyes, reglamentos, normas y contratos, con obligaciones de calificación, y siguen haciéndolo durante la actual crisis a pesar de la constatación de los efectos nocivos de dicha obligatoriedad, han hecho de las agencias de calificación un foco de inestabilidad. Además, contribuyen al deterioro del sistema, pues las calificaciones han devenido en certificados exculpatorios de responsabilidad para quienes deberían estar obligados a valorar los riesgos.
Las agencias emiten opiniones en cuatro ámbitos: países y otras instancias infra y supra nacionales, empresas no financieras, entidades financieras y productos financieros. Es en el ámbito de las empresas donde las agencias tienen sus raíces y su función es más defendible. La especialización y conocimiento de determinados sectores de actividad puede aportar opiniones útiles a los inversores. Las empresas con nivel triple-A o cercano son un escaso puñado en el mundo, pero la realidad es que los inversores consideran que en este ámbito la finura en las alturas de la escala de calificación es irrelevante. Por mucho que de la arrogancia de las agencias pueda pensarse otra cosa, ahí arriba, no añaden valor. Por el contrario, en la parte baja de la escala, allí donde el riesgo puede ser empíricamente contrastado, su papel es valioso. Curiosamente, esta función en la que los inversores sí necesitan expertos va perdiendo peso en el negocio de las agencias, mientras crece su dedicación a otras objetivamente favorecidas por la normativa que no reclama opiniones sino certificados.
El ámbito de los productos financieros, allí donde habita la tan denostada titulización, es donde está ahora la principal fuente de ingresos de las agencias. Los escandalosos "errores" de rating de las operaciones con hipotecas subprime en EE UU, han dado lugar a una sobrerreacción en la calificación de operaciones en el resto del mundo que no hace sino añadir problemas a los existentes. La prociclicidad de los ratings es hecho conocido y aceptado, pero parece no importar a quienes los han incorporado a la regulación financiera. Curiosamente, las agencias bombardean permanentemente los mercados con anuncios de rebaja de calificación, la mayoría causados por sus propios cambios de criterio, transmitiendo una imagen de tsunami devastador, mientras en sus informes reconocen que los fallidos en Europa en productos financieros estructurados no tienen relevancia estadística.
El disparate llega al punto de que, tras las últimas rebajas de calificación, alguna agencia considera que en España ningún banco, incluido el ICO, es admisible como depositario de la tesorería de un fondo de titulización con bonos de nivel triple-A. No hay bancos seguros, esta es la respuesta al caso Lehman. Así, atrapada entre las agencias y el BCE que exige dos triple-A a las titulizaciones para ser descontables, la banca española acabará perdiendo una vía vital de obtención de liquidez. Esto afecta poco a franceses y alemanes pues en su mercado predominan los covered bonds, casualmente muy bien tratados por el BCE. Para ellos no hacen falta dos agencias, ni siquiera el nivel triple-A. Paradojas de la política.
Cuando se trata de las calificaciones de países, nos escandalizamos por la sospecha de que las agencias agudizan los problemas que denuncian y ponemos en duda si añaden valor o han devenido en parte del problema. Yo creo rotundamente que en estos momentos y en este ámbito destruyen valor, especialmente cuando podemos tener la certeza de que ni tienen más ni mejor información, ni mayor capacidad de análisis para enjuiciar la situación de la economía y finanzas de los países. Respecto a la independencia, cuesta aceptar que las calificaciones realmente se estén emitiendo con igual libertad independientemente del país afectado. Eso sí, hacen gala de la mayor autonomía a la hora de difundir con total irresponsabilidad sus opiniones cuando y como les viene en gana, sin consideración alguna sobre sus efectos y en una aparente carrera con sus competidoras para pronosticar la inminencia de un deceso, aun a expensas de colaborar en el óbito.
Hasta el índice de producción de cacahuetes de Wisconsin se sabe cómo y en qué día, hora y minuto se comunica, mientras que las calificaciones de bonos, empresas, bancos y países, que son capaces de producir un terremoto financiero, nos las podemos encontrar en cualquier momento, manera y medio. ¿Pero a qué se dedican los vigilantes de la información privilegiada? ¿Tan difícil es exigir disciplina a las agencias al menos en sus comunicaciones?
Cuando se ha tratado de países rebajados a nivel de bono basura, lo más llamativo ha sido la reacción del BCE saltándose sus propias normas y decidiendo hacer caso omiso de los ratings para actuar en asuntos tan críticos como evitar la quiebra de un país. Acabáramos. Quizás ustedes también consideraban que quienes dirigen la política monetaria tienen el mandato de decidir, la posibilidad de equivocarse y la obligación de asumir sus consecuencias, y no se espera que deleguen decisiones cruciales en opiniones de otros (las agencias) que se definen a sí mismos como carentes de responsabilidad (¿irresponsables?). Pensar que en situaciones críticas se debe actuar al dictado de las agencias, es la negación no solo de la política sino del sentido común.
Pero el ruido de las agencias no procede solo de sus opiniones sobre los países cercanos al abismo, también ocurre cuando se atreven con los que habitan el paraíso del triple-A. La amenaza de rebaja de calificación a la deuda USA por parte de S&P, posteriormente ejecutada, mereció una respuesta del presidente Obama diciendo que eso era una opinión política y yo estoy de acuerdo, especialmente si resulta que rebajar un escalón a la triple-A se traduce en modificar el tercer decimal de la probabilidad de fallido de la deuda.
No existe evidencia empírica (estadísticamente) significativa que permita diferenciar entre los niveles de calificación A o superior, excepto en el mundo empresarial americano. La cuestión entonces es por qué son tan trascendentes las simples amenazas de rebaja de la calificación triple-A de un país o un producto financiero. No se trata del juicio que pueda merecer la rebaja a los inversores, sino que muchas normas, contratos y decisiones están vinculadas a niveles de calificación y, por tanto, se pueden desencadenar pérdidas de valor y ventas incontroladas.
La simiente de las actuales agencias de calificación está en el primer cuarto del siglo XIX. Nacen en el ámbito mercantil, como proveedores de información sobre morosos. Esa función tan cutre pero de tanto interés para los acreedores y ahora en manos casi anónimas, se ha convertido dos siglos después en venta de opiniones a precios millonarios sobre la probabilidad de fallido de casi cualquier cosa, medida en una fina escala que va ininterrumpidamente desde la casi certeza de pago hasta la certificación del inminente fallido, en más de 20 escalones que apostillados se multiplican por tres, al menos. Tanta finura no es sino el resultado de modelos sujetos a numerosas hipótesis incontrastables y buenas dosis de arrogancia.
Siendo tan débil el soporte conceptual, al menos en la finura de las alturas de la escala de calificación, sorprende la fortaleza del producto, lo cual nos induce a pensar que no estamos en el terreno de la ciencia sino en el de las creencias, que bien gestionadas pueden convertirse en instrumentos de poder. Los grandes beneficiados no están interesados en cambiar el status quo, tienen en las agencias de calificación y en su cuestionable y opaca metodología un gran aliado para extraer ventajas. Por tanto, no esperen cambios significativos en el fondo de la cuestión.
Las agencias de calificación seguirán cumpliendo una importante función, pero ni es de recibo la falta de control sobre su actividad, ni puede depender de sus juicios el sistema por vía de su inclusión en las normas, ni puede permitirse que actúen como un oligopolio que tiene rendido a sus pies a Gobiernos y mercados. Y sobre el concepto de triple-A, la absoluta ausencia de riesgo, la protección perfecta, la marca indeleble, perdónenme, raya en la imbecilidad. Ahora bien, el problema no son quienes lo otorgan sino quien obliga a usarlo y, además, en doble dosis por si una nos parecía poco, como es el caso del Banco Central Europeo.
José Antonio Trujillo del Valle es economista.
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