Lorenzo Bernaldo de Quirós / elEconomista.es
La crisis de la eurozona no es sólo ni principalmente el resultado de una falta de credibilidad de las instituciones y Gobiernos de la UE para restaurar la confianza de los mercados.
Esta idea es la base de todas las propuestas orientadas a realizar masivas inyecciones de liquidez para rescatar a la banca y a los países de la periferia y crear un cortafuegos alrededor de los Estados solventes.
Sin embargo, éstos son tan sólo los síntomas de una serie de graves problemas estructurales, básicamente la pérdida de competitividad y, por tanto, del potencial de crecimiento de las economías que están en el centro del huracán. En la práctica, la zona euro atraviesa una crisis de balanza de pagos similar a la que acabó con el sistema de Bretton Woods a mediados de los años 30 del siglo XX.
La tesis según la cual los déficit de la balanza por cuenta corriente no existen en una unión monetaria porque siempre serán financiables es un error de análisis. Un poco de historia es útil para visualizar esta otra manera de contemplar la tormenta que sacude a la eurozona.
La existencia de unos voluminosos y baratos flujos de crédito desde la creación de la UEM hasta 2007 está en la causa determinante de la presente tormenta económico-financiera.
Endeudamiento
Durante ese período, los sectores público y privado se endeudaron excesivamente del exterior al socaire de unas condiciones de liquidez exuberantes a precios muy bajos, derivados del descenso de los tipos de interés para la periferia de la UEM tras la creación de la moneda única. Desde 2002 hasta 2010, Grecia, España, Irlanda y Portugal acumularon 932 millardos de euros de deuda externa, equivalente en promedio al 7 por ciento de su PIB durante ese período.
Aunque el endeudamiento griego y portugués tuvo su origen en la falta de disciplina presupuestaria mientras que el español e irlandés lo tuvieron en el comportamiento del sector privado, la diferencia a efectos macroeconómicos entre ambos tipos de deuda es irrelevante. La expansión crediticia impulsada por su incorporación al euro situó los precios y costes en esos países por encima de sus niveles de equilibrio en el largo plazo.
Las burbujas generadas en la periferia europea por la excesiva creación de crédito estallaron cuando la crisis financiera norteamericana privó a los bancos europeos de partes sustanciales de sus recursos, les forzó a iniciar un doloroso proceso de desapalancamiento y cambió la percepción de riesgo de los mercados. Los inversores comenzaron a dudar sobre la sostenibilidad de los déficit por cuenta corriente de los Estados periféricos, dejaron de prestarles y, con mayor o menor intensidad, también retiraron sus fondos de esos países para protegerse de sus potenciales pérdidas.
Esto no es nuevo, sino una manifestación de todas las crisis de balanza de pagos que se han producido en el mundo. Sus secuelas, la crisis de deuda soberana y la bancaria, son los resultados inevitables del boom y de no haber realizado los ajustes necesarios para una digestión lo menos dolorosa posible de su desinflamiento; es decir, una caída de los precios y de los salarios domésticos capaz de reducir el desequilibrio de la balanza de pagos por cuenta corriente, atraer capital foráneo y relanzar el crecimiento. Por desgracia, nada de esto sucedió...
Frente a la recuperación irlandesa
Entre 1995 y 2008, el nivel general de precios en Grecia, Portugal, Irlanda y España se incrementó en un 23 por ciento en relación al registrado por el resto de sus socios de la zona euro. Después del estallido de la crisis sólo la economía irlandesa ha experimentado una depreciación de su tipo de cambio real, alrededor del 12 por ciento.
Portugal sólo depreció un 1 por ciento, y España y Grecia no experimentaron ninguna mejora relativa en su competitividad. Esto explica por qué la economía irlandesa ha comenzado a recuperarse, por qué la griega y la portuguesa siguen al borde del abismo, y por qué la española se acerca peligrosamente a él. En estos países, el ajuste se ha producido en términos de producción y de empleo.
En ausencia de una caída de los costes y precios internos no es posible crecer y, por tanto, generar los recursos necesarios para hacer frente a su endeudamiento; esto es, su posición se acerca más a la de falta de solvencia que a la de una carencia de liquidez. La ausencia de crecimiento alimenta las incertidumbres sobre la capacidad del deudor de hacer frente a sus obligaciones. Esto crea un círculo vicioso en el que estamos y del que es tan complicado salir.
¿Qué hacer en España?
En este marco de análisis, las fórmulas para salvar a la periferia y, de paso, al euro no estriban en la puesta en marcha de ingeniosas medidas financieras como los eurobonos o con la compra de su deuda por el BCE. Éstas son iniciativas de emergencia, quizá necesarias en las actuales circunstancias pero insuficientes para estabilizar la eurozona y los Estados periféricos de manera permanente. Guste o no, la responsabilidad última sobre su suerte es de los países con dificultades.
La UE y el BCE poco pueden hacer para que, por ejemplo, España crezca y reduzca su endeudamiento. Ésta es una decisión doméstica cuya imposición desde fuera de las fronteras patrias tiene una eficacia limitada, como demuestra la experiencia reciente. Los ajustes que se han producido y se van a producir han sido impulsados por los mercados, no por la voluntad de los Gobiernos o de la UE. La presión internacional, por fuerte que sea, no puede sustituir la determinación de los Estados de hacer frente a la situación. El caso griego es paradigmático.
¿Qué hacer en la coyuntura española? Sin duda, es imprescindible recortar de modo radical el binomio déficit-deuda y sanear el sistema financiero, pero también es fundamental reducir la pérdida de competitividad acumulada durante los años del boom para volver al crecimiento. Sin él, ni los problemas presupuestarios ni los bancarios se resolverán.
Para reactivar la economía, la estabilidad macroeconómica y el saneamiento del sistema de medios de pago es esencial; pero si los precios y los salarios internos no crecen durante un largo espacio temporal a un ritmo inferior al anotado por los socios europeos, la salida de la Gran Contracción será imposible. En este contexto, la liberalización de mercados como el de la distribución comercial o el del suelo son fundamentales.
Ahora bien, el elemento central es la realización de una profunda reforma del mercado de trabajo, entendida ésta no como un pacto de rentas, léase una congelación salarial temporal acordada entre la patronal y los sindicatos, sino por un cambio legal y estructural en los parámetros de funcionamiento de las instituciones laborales españolas.
Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista
La crisis de la eurozona no es sólo ni principalmente el resultado de una falta de credibilidad de las instituciones y Gobiernos de la UE para restaurar la confianza de los mercados.
Esta idea es la base de todas las propuestas orientadas a realizar masivas inyecciones de liquidez para rescatar a la banca y a los países de la periferia y crear un cortafuegos alrededor de los Estados solventes.
Sin embargo, éstos son tan sólo los síntomas de una serie de graves problemas estructurales, básicamente la pérdida de competitividad y, por tanto, del potencial de crecimiento de las economías que están en el centro del huracán. En la práctica, la zona euro atraviesa una crisis de balanza de pagos similar a la que acabó con el sistema de Bretton Woods a mediados de los años 30 del siglo XX.
La tesis según la cual los déficit de la balanza por cuenta corriente no existen en una unión monetaria porque siempre serán financiables es un error de análisis. Un poco de historia es útil para visualizar esta otra manera de contemplar la tormenta que sacude a la eurozona.
La existencia de unos voluminosos y baratos flujos de crédito desde la creación de la UEM hasta 2007 está en la causa determinante de la presente tormenta económico-financiera.
Endeudamiento
Durante ese período, los sectores público y privado se endeudaron excesivamente del exterior al socaire de unas condiciones de liquidez exuberantes a precios muy bajos, derivados del descenso de los tipos de interés para la periferia de la UEM tras la creación de la moneda única. Desde 2002 hasta 2010, Grecia, España, Irlanda y Portugal acumularon 932 millardos de euros de deuda externa, equivalente en promedio al 7 por ciento de su PIB durante ese período.
Aunque el endeudamiento griego y portugués tuvo su origen en la falta de disciplina presupuestaria mientras que el español e irlandés lo tuvieron en el comportamiento del sector privado, la diferencia a efectos macroeconómicos entre ambos tipos de deuda es irrelevante. La expansión crediticia impulsada por su incorporación al euro situó los precios y costes en esos países por encima de sus niveles de equilibrio en el largo plazo.
Las burbujas generadas en la periferia europea por la excesiva creación de crédito estallaron cuando la crisis financiera norteamericana privó a los bancos europeos de partes sustanciales de sus recursos, les forzó a iniciar un doloroso proceso de desapalancamiento y cambió la percepción de riesgo de los mercados. Los inversores comenzaron a dudar sobre la sostenibilidad de los déficit por cuenta corriente de los Estados periféricos, dejaron de prestarles y, con mayor o menor intensidad, también retiraron sus fondos de esos países para protegerse de sus potenciales pérdidas.
Esto no es nuevo, sino una manifestación de todas las crisis de balanza de pagos que se han producido en el mundo. Sus secuelas, la crisis de deuda soberana y la bancaria, son los resultados inevitables del boom y de no haber realizado los ajustes necesarios para una digestión lo menos dolorosa posible de su desinflamiento; es decir, una caída de los precios y de los salarios domésticos capaz de reducir el desequilibrio de la balanza de pagos por cuenta corriente, atraer capital foráneo y relanzar el crecimiento. Por desgracia, nada de esto sucedió...
Frente a la recuperación irlandesa
Entre 1995 y 2008, el nivel general de precios en Grecia, Portugal, Irlanda y España se incrementó en un 23 por ciento en relación al registrado por el resto de sus socios de la zona euro. Después del estallido de la crisis sólo la economía irlandesa ha experimentado una depreciación de su tipo de cambio real, alrededor del 12 por ciento.
Portugal sólo depreció un 1 por ciento, y España y Grecia no experimentaron ninguna mejora relativa en su competitividad. Esto explica por qué la economía irlandesa ha comenzado a recuperarse, por qué la griega y la portuguesa siguen al borde del abismo, y por qué la española se acerca peligrosamente a él. En estos países, el ajuste se ha producido en términos de producción y de empleo.
En ausencia de una caída de los costes y precios internos no es posible crecer y, por tanto, generar los recursos necesarios para hacer frente a su endeudamiento; esto es, su posición se acerca más a la de falta de solvencia que a la de una carencia de liquidez. La ausencia de crecimiento alimenta las incertidumbres sobre la capacidad del deudor de hacer frente a sus obligaciones. Esto crea un círculo vicioso en el que estamos y del que es tan complicado salir.
¿Qué hacer en España?
En este marco de análisis, las fórmulas para salvar a la periferia y, de paso, al euro no estriban en la puesta en marcha de ingeniosas medidas financieras como los eurobonos o con la compra de su deuda por el BCE. Éstas son iniciativas de emergencia, quizá necesarias en las actuales circunstancias pero insuficientes para estabilizar la eurozona y los Estados periféricos de manera permanente. Guste o no, la responsabilidad última sobre su suerte es de los países con dificultades.
La UE y el BCE poco pueden hacer para que, por ejemplo, España crezca y reduzca su endeudamiento. Ésta es una decisión doméstica cuya imposición desde fuera de las fronteras patrias tiene una eficacia limitada, como demuestra la experiencia reciente. Los ajustes que se han producido y se van a producir han sido impulsados por los mercados, no por la voluntad de los Gobiernos o de la UE. La presión internacional, por fuerte que sea, no puede sustituir la determinación de los Estados de hacer frente a la situación. El caso griego es paradigmático.
¿Qué hacer en la coyuntura española? Sin duda, es imprescindible recortar de modo radical el binomio déficit-deuda y sanear el sistema financiero, pero también es fundamental reducir la pérdida de competitividad acumulada durante los años del boom para volver al crecimiento. Sin él, ni los problemas presupuestarios ni los bancarios se resolverán.
Para reactivar la economía, la estabilidad macroeconómica y el saneamiento del sistema de medios de pago es esencial; pero si los precios y los salarios internos no crecen durante un largo espacio temporal a un ritmo inferior al anotado por los socios europeos, la salida de la Gran Contracción será imposible. En este contexto, la liberalización de mercados como el de la distribución comercial o el del suelo son fundamentales.
Ahora bien, el elemento central es la realización de una profunda reforma del mercado de trabajo, entendida ésta no como un pacto de rentas, léase una congelación salarial temporal acordada entre la patronal y los sindicatos, sino por un cambio legal y estructural en los parámetros de funcionamiento de las instituciones laborales españolas.
Lorenzo Bernaldo de Quirós. Miembro del Consejo Editorial de elEconomista
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