Gabriel Guerra Castellanos / El Universal
Asediado por todos los flancos, solitario como pocos, abandonado por los suyos y vilipendiado por sus adversarios, Barack Obama tendría razón en preguntarse si no será una mala broma esa de que él es el hombre más poderoso del mundo.
Su luna de miel fue intensa como pocas, pero el aterrizaje en la realidad ha sido turbulento y doloroso. Las ovaciones y los reconocimientos internacionales, con un premio Nobel de la Paz para abrir boca, ya son cosa del pasado. La esperanza generada en su propio país ha dado paso al escepticismo, a la decepción de muchos, al odio creciente de quienes nunca lo quisieron desde un principio.
Este presidente de los Estados Unidos, que quiso presentarse ante propios y extraños con un ramo de olivo y de conciliación, que procuró alejarse al máximo de los estereotipos del radicalismo y la afirmación racial con que sus contrincantes habían buscado dibujarlo, es hoy tal vez el que mayores niveles de polarización y rechazo visceral provoca hacia adentro de su propio país. Y hacia afuera, su voluntad de enderezar el rumbo impuesto por George W. Bush se ha topado con la cruda realidad. Las guerras no se acaban por decreto ni las injusticias, aun aquellas flagrantes y oprobiosas como la de la cárcel de Guantánamo, son fáciles de corregir y menos de remediar. Lo malo perdura, lo bueno tarda en llegar, si es que llega.
Obama llegó a la Casa Blanca a romper paradigmas y poner a prueba un tejido social que ya había soportado años y años de lo que George Packer, en la revista “Foreign Affairs”, llama el “contrato roto”, el pacto que condujo a EU a ser la superpotencia única y también un modelo, una ilusión, una promesa para muchos. Packer hace una buena reseña de la manera en que los estadounidenses han enfrentado una creciente desigualdad que lleva a la exclusión y/o al rezago de sectores enteros de la población. Entre 1979 y 2006, dice Packer, los estadounidenses más pobres tuvieron un aumento de sus ingresos del 11%. A las clases medias les fue un poco mejor con un 21%, que dividido entre 27 años no es para presumir. Pero claramente las políticas públicas y las grandes decisiones financieras y de negocios en EU apuntaban hacia otro lado. En ese mismo periodo, el 1% más rico vio sus ingresos incrementarse la friolera del 256%.
Robert Reich, un destacado economista que fue secretario del Trabajo en la presidencia de Clinton, argumenta que la creciente desigualdad imposibilita la recuperación. Sin una clase media sólida y próspera, no hay manera de estimular el consumo, y la economía estadounidense depende de tal manera del consumo que el círculo vicioso es implacable. Su argumento es sencillo: a EU le va bien cuando a sus clases medias les va bien, y la concentración desigual del ingreso es tal que lo que Reich llama la Gran Regresión está perpetuándose a sí misma: los ricos más ricos, los pobres más pobres y las clases medias más medianas.
Esa ruptura del pacto social es causa de la actual crispación y de las crecientes brechas que dividen a EU. En lo económico, en lo social, en lo racial, en lo generacional, probablemente la superpotencia está hoy más conflictuada y enfrenta una crisis de valores mayor aun que cualquiera después de la causada por Vietnam y Watergate en los 70 del siglo pasado.
En el frente externo las cosas no son muy diferentes a ese entonces. No obstante el entusiasmo generado por la llegada de Obama, el deterioro de la imagen de EU en el mundo era tan severa, y la falta de resultados de su presidencia ha sido tal, que la euforia dio paso al escepticismo, luego al cinismo y ahora al resentimiento. Desde el aumento de efectivos militares en Afganistán y la aparente inviabilidad de ese país sin el respaldo militar de EU a su gobierno hasta el anuncio de la retirada de Irak, pasando por la semiintervención en Libia y lo que le viene a ese país, no hay lugar del mundo musulmán donde la mano estadounidense haya tenido un impacto beneficioso. En cuanto al conflicto en Medio Oriente, ni Israel ni los palestinos están más cerca de la paz duradera, ambos enemistados o con resentimientos hacia Washington.
En lo interno y en el exterior, Obama tiene frente a sí frustraciones, resentimientos y fracasos acumulados. No todos son, ni con mucho, atribuibles a su gestión, pero le toca a él lidiar con el tiradero acumulado. De lo que haga al respecto depende mucho más que su mera reelección.
Asediado por todos los flancos, solitario como pocos, abandonado por los suyos y vilipendiado por sus adversarios, Barack Obama tendría razón en preguntarse si no será una mala broma esa de que él es el hombre más poderoso del mundo.
Su luna de miel fue intensa como pocas, pero el aterrizaje en la realidad ha sido turbulento y doloroso. Las ovaciones y los reconocimientos internacionales, con un premio Nobel de la Paz para abrir boca, ya son cosa del pasado. La esperanza generada en su propio país ha dado paso al escepticismo, a la decepción de muchos, al odio creciente de quienes nunca lo quisieron desde un principio.
Este presidente de los Estados Unidos, que quiso presentarse ante propios y extraños con un ramo de olivo y de conciliación, que procuró alejarse al máximo de los estereotipos del radicalismo y la afirmación racial con que sus contrincantes habían buscado dibujarlo, es hoy tal vez el que mayores niveles de polarización y rechazo visceral provoca hacia adentro de su propio país. Y hacia afuera, su voluntad de enderezar el rumbo impuesto por George W. Bush se ha topado con la cruda realidad. Las guerras no se acaban por decreto ni las injusticias, aun aquellas flagrantes y oprobiosas como la de la cárcel de Guantánamo, son fáciles de corregir y menos de remediar. Lo malo perdura, lo bueno tarda en llegar, si es que llega.
Obama llegó a la Casa Blanca a romper paradigmas y poner a prueba un tejido social que ya había soportado años y años de lo que George Packer, en la revista “Foreign Affairs”, llama el “contrato roto”, el pacto que condujo a EU a ser la superpotencia única y también un modelo, una ilusión, una promesa para muchos. Packer hace una buena reseña de la manera en que los estadounidenses han enfrentado una creciente desigualdad que lleva a la exclusión y/o al rezago de sectores enteros de la población. Entre 1979 y 2006, dice Packer, los estadounidenses más pobres tuvieron un aumento de sus ingresos del 11%. A las clases medias les fue un poco mejor con un 21%, que dividido entre 27 años no es para presumir. Pero claramente las políticas públicas y las grandes decisiones financieras y de negocios en EU apuntaban hacia otro lado. En ese mismo periodo, el 1% más rico vio sus ingresos incrementarse la friolera del 256%.
Robert Reich, un destacado economista que fue secretario del Trabajo en la presidencia de Clinton, argumenta que la creciente desigualdad imposibilita la recuperación. Sin una clase media sólida y próspera, no hay manera de estimular el consumo, y la economía estadounidense depende de tal manera del consumo que el círculo vicioso es implacable. Su argumento es sencillo: a EU le va bien cuando a sus clases medias les va bien, y la concentración desigual del ingreso es tal que lo que Reich llama la Gran Regresión está perpetuándose a sí misma: los ricos más ricos, los pobres más pobres y las clases medias más medianas.
Esa ruptura del pacto social es causa de la actual crispación y de las crecientes brechas que dividen a EU. En lo económico, en lo social, en lo racial, en lo generacional, probablemente la superpotencia está hoy más conflictuada y enfrenta una crisis de valores mayor aun que cualquiera después de la causada por Vietnam y Watergate en los 70 del siglo pasado.
En el frente externo las cosas no son muy diferentes a ese entonces. No obstante el entusiasmo generado por la llegada de Obama, el deterioro de la imagen de EU en el mundo era tan severa, y la falta de resultados de su presidencia ha sido tal, que la euforia dio paso al escepticismo, luego al cinismo y ahora al resentimiento. Desde el aumento de efectivos militares en Afganistán y la aparente inviabilidad de ese país sin el respaldo militar de EU a su gobierno hasta el anuncio de la retirada de Irak, pasando por la semiintervención en Libia y lo que le viene a ese país, no hay lugar del mundo musulmán donde la mano estadounidense haya tenido un impacto beneficioso. En cuanto al conflicto en Medio Oriente, ni Israel ni los palestinos están más cerca de la paz duradera, ambos enemistados o con resentimientos hacia Washington.
En lo interno y en el exterior, Obama tiene frente a sí frustraciones, resentimientos y fracasos acumulados. No todos son, ni con mucho, atribuibles a su gestión, pero le toca a él lidiar con el tiradero acumulado. De lo que haga al respecto depende mucho más que su mera reelección.
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