miércoles, 1 de diciembre de 2010

DISTOPÍAS

José Blanco / La Jornada
El arco histórico de los creadores de utopías globales inicia en el siglo XVI con la obra de Tomás Moro (Utopía), y probablemente llega a su término durante la segunda mitad del siglo XIX. La utopía expresa una disconformidad fundamental con el orden existente y quiere que los hombres caminen hacia un mundo justo, civilizado, humano, y se entiendan por el amor y la idea de que mujeres y hombres sean seres en perpetuo camino hacia un refinamiento exento de conflictividad.
La Utopía de Moro fue pensada como un mundo posible. Los hombres serían capaces de poner en acto esa realidad superior imaginada. Por supuesto, vivían en paralelo los pensadores que no hacía espacio al avance, al mejoramiento de la sociedad implícitos en la utopía, sino miraban la realidad como era; su acento estaba en los hechos como son, no en una realidad susceptible de ser mejor. No; mejor implica una valoración moral peleada con la objetividad, creían. Freud nos invitó a apoderarnos del principio de realidad. Ya lo había hecho Maquiavelo siglos antes. Pelearnos con lo que ahí está y no podemos cambiar, es torpeza, ceguera, irracionalidad. La sociedad es por definición conflictividad y lo que tenemos que hacer es ponernos de acuerdo para no matarnos unos a los otros.
Marx idea una utopía capaz de surgir del seno mismo de la espantosa realidad de su tiempo. Evidentemente muchos pensadores, como Marx, veían en la realidad efectiva de su tiempo los factores cuyo desarrollo podría llevar al mundo a una realidad superior soñada. Sintomáticamente una lectura muy común y alternativa fue entender lo utópico con una visión realista: u = negación; topos = lugar. Un lugar inexistente, con el sentido de un lugar imposible de existir.
El siglo XX conocería las distopías. Como las utopías, expresan también una disconformidad fundamental con el orden existente, dibujando el horror que nos espera. Probablemente 1984, de Orwell, es la distopía más célebre de la primera mitad del siglo XX. Orwell presenta un futuro en que una dictadura totalitaria manipula macabra y eficazmente la sociedad hasta tal punto que la vida privada de los ciudadanos queda anulada por el control que, según la odisea que vive Winston Smith en Londres, ejerce el Gran Hermano. Orwell pudo estar pensando en el comunismo estalinista de su tiempo, pero sus visiones parecen cobrar nueva vigencia actual, en la que el control sobre los ciudadanos, mediante hilos coercitivos, o mediante otros mecanismos menos visibles, se hallan perfeccionados por la tecnología de nuestro tiempo, en un grado mayor que en cualquier otro momento de la historia humana.
No menos escalofriante es la distopía de Aldous Huxley en Un mundo feliz. En el mundo de Huxley hay una sociedad dominada por la tecnología en la que los seres humanos nacen y se crían artificialmente, divididos en cinco castas (alfa, beta, gamma, delta y epsilon), por la que los individuos de cada casta son programados genéticamente para ser felices en su situación particular. La obra de Huxley anticipa rasgos mil que van prefigurando la distopía que estamos construyendo.
Ray Bradbury fabrica su propia distopía, especialmente con Fahrenheith 451, y ahí hallamos un elemento común a todas las distopías: el afán de poder y de dominio absolutos, gobernando las mentes de los dominados.
La distopía hacia la que caminamos tiene todos los elementos de quienes imaginaron en el pasado estos horrores, pero acaso el más terrible de todos sea el uso que la clase dominante del mundo da a la tecnología. Sirve para deslumbrar a las masas, para fascinarlas, para enajenarlas, para absorberles el cerebro, mediante mil formas de magia y entretenimiento. Sirve también para arrasarlas, si es preciso. El control social mediante la tecnología, crece día a día.
Y estas formas de dominación las acompaña un discurso que busca por todos los medios construir socialmente un pensamiento único: el neoliberalismo. Si todos lográramos entender la racionalidad de sus premisas, habríamos entendido al fin que sólo una cera arde; dejemos ya de lado la necedad y jalemos juntos la carreta de los grupos dominantes.
El neoliberalismo, en la academia, es pura ficción matemática. Desde que se fundó se apoyó en una abstracción desmesurada y circular: en nombre de la concepción estrecha y estricta de la racionalidad individual, enmarca las condiciones económicas y sociales de las orientaciones racionales y las estructuras económicas y sociales que condicionan su aplicación.
El neoliberalismo es una teoría desocializada y deshistorizada desde sus raíces. No es extraño que sea difícil de combatir: tiene a su lado todas las fuerzas de las relaciones de fuerzas, un mundo que contribuye a ser como es. En los años noventa Pierre-Felix Bordieu escribió: el neoliberalismo “orienta las decisiones económicas de los que dominan las relaciones económicas. Así, añade su propia fuerza simbólica a estas relaciones de fuerzas. En nombre de este programa científico, convertido en un plan de acción política, está en desarrollo un inmenso proyecto político, aunque su condición de tal es negada porque luce como puramente negativa. Este proyecto se propone crear las condiciones bajo las cuales la teoría puede realizarse y funcionar: un programa de destrucción metódica de los colectivos.”
Me ha resultado difícil ver esa realidad sin verle cara de un complot inimaginable. Pero WikiLeaks está mostrándonos documentos cuyo contenido que sobrepasa a Huxley o Bradbury, en materia religiosa, corporativa, militar y gubernamental.

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