Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
Los presagios –o mejor, las certezas– de los grandes economistas advierten que estamos al borde de algo muy muy grave: Nouriel Roubini escribió hace unos días que si la crisis de la eurozona se convierte en desorden y conduce a un colapso financiero global, el resultado podría ser "una Gran Depresión II". Por su parte, George Soros no duda de que "para resolver una crisis en la que lo imposible se convirtió en posible, hay que pensar lo impensable. La solución de las crisis de deuda soberana en Europa exige estar preparados para la posibilidad de que Grecia, Portugal y posiblemente Irlanda se declaren en cesación de pagos e incluso que abandonen la eurozona". La Gran Depresión, recordemos, llevó a la inestabilidad social y polítíca, al surgimiento del fascismo y a la Segunda Guerra Mundial, pero nadie se atreve a imaginar cuáles serían las consecuencias en el mundo globalizado de hoy para una economía sin rumbo, desarticulada, en crisis. Una vez más, como en el pasado, la torpeza de los responsables de las decisiones, aferrados a la defensa de sus intereses particulares, agrava la situación y nos acerca al abismo. Las políticas de austeridad aplicadas como si fueran un elíxir mágico propician el estancamiento y alejan las salidas que sólo la reactivación de la economía podrían impulsar. Mientras, millones se hunden en el desempleo y la miseria. El estado de bienestar, allí donde mejor se había desplegado, es la primera víctima de este maremoto económico que se extiende inexorablemente.
No soy un experto, pero si mantenemos la mirada atenta a las noticias y a los comentarios especializados, es evidente que no hay motivo para el optimismo. Es verdad que la protesta social se desarrolla bajo formas o expresiones alentadoras muy variadas, como se ha visto con el movimiento de los indignados en España y en otros puntos de Europa o con la simbólica ocupación de Wall Street por el singular movimiento de jóvenes y trabajadores que se extiende de Nueva York a otras ciudades estadunidenses. No cabe la menor duda de que en ellos está el germen de lo que en el futuro próximo podría ser una movilización nunca antes vista a escala global, como corresponde a un problema de naturaleza universal. Pero es necesario mantener la objetividad: hasta ahora, no obstante la unanimidad de la denuncia de los bancos por su directa responsabilidad en el surgimiento de la crisis o el cuestionamiento a los paradigmas de la desregulación, entre ellos la idea de que el mercado no requería de la intervención del Estado para avanzar hacia una sociedad más equitativa, lo cierto es que el "rescate" del sector financiero no se tradujo en una real rectificación del rumbo y sí, en cambio, en la parálisis de las reformas que entonces eran y siguen siendo necesarias. Las viejas tesis, las que llevaron al fracaso los sueños neoliberales, no desaparecieron y, por lo visto, aún gozan de cabal salud en los centros dirigentes, a pesar de los efectos catastróficos causados por su aplicación. Paradójicamente, el resultado es el fortalecimiento de la derecha tanto en Estados Unidos como en Europa, lo cual no augura sino más sufrimientos para "los que menos tienen en la sociedad", cuando no el comienzo de múltiples conflictos fratricidas por la supervivencia, como en la selva.
La protesta, en cambio, tiene hasta hoy un carácter defensivo que no suele sustentarse todavía en planteamientos viables, capaces de frenar las tendencias a la destrucción del empleo y la riqueza. Hay muchas ideas, legítimas consignas recogidas por las movilizaciones civiles, en especial por los jóvenes y los trabajadores asalariados que ven cómo se destruyen los sindicatos en aras de la "libertad" laboral, empero el discurso anticapitalista no es hasta hoy una opción coherente, a menos que se piense que la ideología equivale a la alternativa, es decir a una postura de transformación viable tanto para el polo desarrollado como para los países emergentes y el sur, capaz de impedir que la solución de la crisis nos conduzca a un escenario de inimaginable desorden y violencia.
En nuestro medio, aunque estamos atados a Estados Unidos por infinidad de vasos comunicantes económicos y sociales (y ahora delictivos), lo cierto es que el gobierno mexicano se esfuerza por hacernos creer que el país es como una suerte de isla privilegiada que puede sortear la tormenta sin padecer mayores estragos. El inexplicable optimismo oficial no tiene asideros si lo vemos a través del prisma de nuestra desigualdad, de los datos que la realidad nos proporciona en materia de empleo para la juventud, es decir, de aquellos indicadores que "traducen" la macroeconomía en cifras verificables sobre la satisfacción de derechos humanos para la sociedad en su conjunto. Pero la crisis es real y nos afecta día a día, sea mediante la caída del peso o el aumento de los energéticos, por no hablar de la marginalidad creciente que acordona u ocupa las ciudades del país. O, no vayamos más lejos, la atroz deriva de muertos y desaparecidos resultante de la guerra contra el crimen organizado que la autoridad desvincula de la situación general.
Si esto ocurre es porque el gobierno, y detrás suyo los grandes intereses, tiene en el control social y en la manipulación de las conciencias sus mejores armas para mantener y reproducir el orden de cosas vigente. A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, aquí los asalariados carecen en la práctica de organismos de autodefensa, pues la política ha sido y es ahora la de impedir a toda costa que las organizaciones sociales ejerzan su autonomía, sin dejar de, al mismo tiempo, coartar a las expresiones políticas disidentes la posibilidad de expresarse en los espacios públicos con entera libertad. Por eso la democracia mexicana está coja y no acaba de nacer.
De ahí la importancia de la presencia activa de un movimiento político con arraigo social y ciudadano que aspira a ganar en el terreno electoral sin reducir su participación en la transformación del país al insustituible acto de emitir el voto. La presencia del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) no sustituye a los sindicatos o las organizaciones campesinas o comunitarias; tampoco a las formaciones de la sociedad civil que más contribuyen a fortalecer el tejido social en áreas concretas, ni siquiera a los partidos, pero abre un territorio donde los más diversos esfuerzos pueden converger, unir potencialidedes para alcanzar objetivos comunes de orden general.
Teniendo a la vista las previsiones sobre la crisis para el año 2012 es evidente que las cosas no mejorarán con la reiteración de las políticas actuales o con el simple reacambio de siglas al frente de las instituciones. La situación obliga a una gran reforma que sólo puede impulsarse a partir de una gran coalición de fuerzas dispuesta a cumplir con las exigencias de la hora, evitando la dispersión que dilapida la voluntad de cambio de los mexicanos que nunca ha dejado de manifestarse.
Los presagios –o mejor, las certezas– de los grandes economistas advierten que estamos al borde de algo muy muy grave: Nouriel Roubini escribió hace unos días que si la crisis de la eurozona se convierte en desorden y conduce a un colapso financiero global, el resultado podría ser "una Gran Depresión II". Por su parte, George Soros no duda de que "para resolver una crisis en la que lo imposible se convirtió en posible, hay que pensar lo impensable. La solución de las crisis de deuda soberana en Europa exige estar preparados para la posibilidad de que Grecia, Portugal y posiblemente Irlanda se declaren en cesación de pagos e incluso que abandonen la eurozona". La Gran Depresión, recordemos, llevó a la inestabilidad social y polítíca, al surgimiento del fascismo y a la Segunda Guerra Mundial, pero nadie se atreve a imaginar cuáles serían las consecuencias en el mundo globalizado de hoy para una economía sin rumbo, desarticulada, en crisis. Una vez más, como en el pasado, la torpeza de los responsables de las decisiones, aferrados a la defensa de sus intereses particulares, agrava la situación y nos acerca al abismo. Las políticas de austeridad aplicadas como si fueran un elíxir mágico propician el estancamiento y alejan las salidas que sólo la reactivación de la economía podrían impulsar. Mientras, millones se hunden en el desempleo y la miseria. El estado de bienestar, allí donde mejor se había desplegado, es la primera víctima de este maremoto económico que se extiende inexorablemente.
No soy un experto, pero si mantenemos la mirada atenta a las noticias y a los comentarios especializados, es evidente que no hay motivo para el optimismo. Es verdad que la protesta social se desarrolla bajo formas o expresiones alentadoras muy variadas, como se ha visto con el movimiento de los indignados en España y en otros puntos de Europa o con la simbólica ocupación de Wall Street por el singular movimiento de jóvenes y trabajadores que se extiende de Nueva York a otras ciudades estadunidenses. No cabe la menor duda de que en ellos está el germen de lo que en el futuro próximo podría ser una movilización nunca antes vista a escala global, como corresponde a un problema de naturaleza universal. Pero es necesario mantener la objetividad: hasta ahora, no obstante la unanimidad de la denuncia de los bancos por su directa responsabilidad en el surgimiento de la crisis o el cuestionamiento a los paradigmas de la desregulación, entre ellos la idea de que el mercado no requería de la intervención del Estado para avanzar hacia una sociedad más equitativa, lo cierto es que el "rescate" del sector financiero no se tradujo en una real rectificación del rumbo y sí, en cambio, en la parálisis de las reformas que entonces eran y siguen siendo necesarias. Las viejas tesis, las que llevaron al fracaso los sueños neoliberales, no desaparecieron y, por lo visto, aún gozan de cabal salud en los centros dirigentes, a pesar de los efectos catastróficos causados por su aplicación. Paradójicamente, el resultado es el fortalecimiento de la derecha tanto en Estados Unidos como en Europa, lo cual no augura sino más sufrimientos para "los que menos tienen en la sociedad", cuando no el comienzo de múltiples conflictos fratricidas por la supervivencia, como en la selva.
La protesta, en cambio, tiene hasta hoy un carácter defensivo que no suele sustentarse todavía en planteamientos viables, capaces de frenar las tendencias a la destrucción del empleo y la riqueza. Hay muchas ideas, legítimas consignas recogidas por las movilizaciones civiles, en especial por los jóvenes y los trabajadores asalariados que ven cómo se destruyen los sindicatos en aras de la "libertad" laboral, empero el discurso anticapitalista no es hasta hoy una opción coherente, a menos que se piense que la ideología equivale a la alternativa, es decir a una postura de transformación viable tanto para el polo desarrollado como para los países emergentes y el sur, capaz de impedir que la solución de la crisis nos conduzca a un escenario de inimaginable desorden y violencia.
En nuestro medio, aunque estamos atados a Estados Unidos por infinidad de vasos comunicantes económicos y sociales (y ahora delictivos), lo cierto es que el gobierno mexicano se esfuerza por hacernos creer que el país es como una suerte de isla privilegiada que puede sortear la tormenta sin padecer mayores estragos. El inexplicable optimismo oficial no tiene asideros si lo vemos a través del prisma de nuestra desigualdad, de los datos que la realidad nos proporciona en materia de empleo para la juventud, es decir, de aquellos indicadores que "traducen" la macroeconomía en cifras verificables sobre la satisfacción de derechos humanos para la sociedad en su conjunto. Pero la crisis es real y nos afecta día a día, sea mediante la caída del peso o el aumento de los energéticos, por no hablar de la marginalidad creciente que acordona u ocupa las ciudades del país. O, no vayamos más lejos, la atroz deriva de muertos y desaparecidos resultante de la guerra contra el crimen organizado que la autoridad desvincula de la situación general.
Si esto ocurre es porque el gobierno, y detrás suyo los grandes intereses, tiene en el control social y en la manipulación de las conciencias sus mejores armas para mantener y reproducir el orden de cosas vigente. A diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, aquí los asalariados carecen en la práctica de organismos de autodefensa, pues la política ha sido y es ahora la de impedir a toda costa que las organizaciones sociales ejerzan su autonomía, sin dejar de, al mismo tiempo, coartar a las expresiones políticas disidentes la posibilidad de expresarse en los espacios públicos con entera libertad. Por eso la democracia mexicana está coja y no acaba de nacer.
De ahí la importancia de la presencia activa de un movimiento político con arraigo social y ciudadano que aspira a ganar en el terreno electoral sin reducir su participación en la transformación del país al insustituible acto de emitir el voto. La presencia del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) no sustituye a los sindicatos o las organizaciones campesinas o comunitarias; tampoco a las formaciones de la sociedad civil que más contribuyen a fortalecer el tejido social en áreas concretas, ni siquiera a los partidos, pero abre un territorio donde los más diversos esfuerzos pueden converger, unir potencialidedes para alcanzar objetivos comunes de orden general.
Teniendo a la vista las previsiones sobre la crisis para el año 2012 es evidente que las cosas no mejorarán con la reiteración de las políticas actuales o con el simple reacambio de siglas al frente de las instituciones. La situación obliga a una gran reforma que sólo puede impulsarse a partir de una gran coalición de fuerzas dispuesta a cumplir con las exigencias de la hora, evitando la dispersión que dilapida la voluntad de cambio de los mexicanos que nunca ha dejado de manifestarse.
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