Estrictamente Personal
Raymundo Rivapalacio / Eje Central
El descubrimiento de un complot iraní para ejecutar un ataque terrorista en Estados Unidos con la colaboración de Los Zetas, despertó más dudas que certezas entre expertos en seguridad.
¿Cómo, entre tantas células de Los Zetas, cayó el reclutador de la mano de obra terrorista en la que precisamente se encontraba encubierto un agente de la DEA? ¿Por qué, sugiere la firma privada Stratfor, recurrir a narcotraficantes mexicanos cuando Irán tiene la capacidad operativa para realizar un atentado de esa magnitud con recursos propios?
Los pocos detalles de esta operación exitosa no permiten ubicar en su dimensión el papel y la responsabilidad de todos los actores, aunque a partir de los documentos públicos sobre el caso, queda muy bien Estados Unidos y muy mal México. ¿Por qué?
Porque el gobierno de Estados Unidos detectó hace cuatro meses que se planeaba un atentado terrorista en su territorio a través de un agente encubierto de la DEA en una célula de Los Zetas, a la cual se le acercaron Manssour Arabsiar, un iraní naturalizado estadounidense, y Gholam Shakuri, miembro de los cuerpos especiales de la Guardia Revolucionaria iraní, para planear el asesinato del embajador de Arabia Saudita en Washington.
Toda la investigación, de acuerdo con los documentos en una corte de Nueva York, fue realizada en México, con desconocimiento del gobierno mexicano. Laureles para la Casa Blanca; dardos para Los Pinos.
Laureles porque se demostró la eficiencia de las operaciones encubiertas de los agentes de Estados Unidos en México. Desde los atentados terroristas en 2001, el gobierno de ese país envió a espaldas del gobierno mexicano agentes para operaciones clandestinas en este país.
En la actualidad se sabe de la presencia encubierta de agentes de la Inteligencia Militar, la CIA y el FBI –por fuera de los acreditados en la Embajada en México-, que infiltraron los cárteles mexicanos ante el temor, surgido desde 2005, que fueran utilizados por Al Qaeda y otros grupos para cometer actos terroristas en su país.
El descubrimiento del complot demostró, de acuerdo con los documentos, que los temores de la inteligencia estadounidense estaban fundados, y que tan no sentían confiables a los servicios de inteligencia mexicanos, que como relevó una fuente de primer nivel del gobierno de Felipe Calderón al diario 24 HORAS, “sólo fueron informados de los hechos cuando el caso ya se había formalizado en los tribunales estadounidenses”. Es decir, cuando era inminente que se conociera públicamente, al presentarse la acusación en Nueva York.
La forma como se presentó el caso ante la corte neoyorquina mostró a México como un país marginal en términos de seguridad, que sólo es un actor de reparto en una relación asimétrica, y no como el socio simétrico que ambos gobiernos proyectan. Es cierto que el presidente Felipe Calderón fue informado el lunes de que al día siguiente se haría pública la acusación del complot, pero no es preciso que los servicios de inteligencia mexicanos jugaran un papel marginal.
Los detalles de su participación se mantienen en secreto, pero fuentes de primer nivel del gobierno mexicano afirman que hubo una mayor participación de lo públicamente divulgado. ¿Por qué entonces decidió México que la gloria se la lleve Estados Unidos?
La racional es porque se trata de un tema de seguridad nacional. En esta línea de pensamiento, fue preferible pagar un costo en imagen pública a cambio de garantizar que el territorio mexicano no se convirtiera en un teatro de operaciones de la guerra contra el terrorismo. Es suficiente la guerra contra las drogas, y al gobierno mexicano no le convendría asumir un papel protagónico en este episodio, que tensa aún más la relación entre Estados Unidos e Irán.
Los dos países han estado en el umbral de un conflicto armado, y capitalizar política y mediáticamente este descubrimiento, introduciría a México en esa dinámica, y podría convertirse en un objetivo secundario, pero real, de grupos terroristas afines a Irán.
Quizás el presidente Calderón pagará el costo que la acusación en Nueva York le deja, al ubicar a su gobierno como espectador de acciones en su propio territorio. Pero también aleja la posibilidad de represalias directas por un conflicto ajeno y una guerra que México no debe jugar. Eso, en todo caso, hay que agradecerlo.
Raymundo Rivapalacio / Eje Central
El descubrimiento de un complot iraní para ejecutar un ataque terrorista en Estados Unidos con la colaboración de Los Zetas, despertó más dudas que certezas entre expertos en seguridad.
¿Cómo, entre tantas células de Los Zetas, cayó el reclutador de la mano de obra terrorista en la que precisamente se encontraba encubierto un agente de la DEA? ¿Por qué, sugiere la firma privada Stratfor, recurrir a narcotraficantes mexicanos cuando Irán tiene la capacidad operativa para realizar un atentado de esa magnitud con recursos propios?
Los pocos detalles de esta operación exitosa no permiten ubicar en su dimensión el papel y la responsabilidad de todos los actores, aunque a partir de los documentos públicos sobre el caso, queda muy bien Estados Unidos y muy mal México. ¿Por qué?
Porque el gobierno de Estados Unidos detectó hace cuatro meses que se planeaba un atentado terrorista en su territorio a través de un agente encubierto de la DEA en una célula de Los Zetas, a la cual se le acercaron Manssour Arabsiar, un iraní naturalizado estadounidense, y Gholam Shakuri, miembro de los cuerpos especiales de la Guardia Revolucionaria iraní, para planear el asesinato del embajador de Arabia Saudita en Washington.
Toda la investigación, de acuerdo con los documentos en una corte de Nueva York, fue realizada en México, con desconocimiento del gobierno mexicano. Laureles para la Casa Blanca; dardos para Los Pinos.
Laureles porque se demostró la eficiencia de las operaciones encubiertas de los agentes de Estados Unidos en México. Desde los atentados terroristas en 2001, el gobierno de ese país envió a espaldas del gobierno mexicano agentes para operaciones clandestinas en este país.
En la actualidad se sabe de la presencia encubierta de agentes de la Inteligencia Militar, la CIA y el FBI –por fuera de los acreditados en la Embajada en México-, que infiltraron los cárteles mexicanos ante el temor, surgido desde 2005, que fueran utilizados por Al Qaeda y otros grupos para cometer actos terroristas en su país.
El descubrimiento del complot demostró, de acuerdo con los documentos, que los temores de la inteligencia estadounidense estaban fundados, y que tan no sentían confiables a los servicios de inteligencia mexicanos, que como relevó una fuente de primer nivel del gobierno de Felipe Calderón al diario 24 HORAS, “sólo fueron informados de los hechos cuando el caso ya se había formalizado en los tribunales estadounidenses”. Es decir, cuando era inminente que se conociera públicamente, al presentarse la acusación en Nueva York.
La forma como se presentó el caso ante la corte neoyorquina mostró a México como un país marginal en términos de seguridad, que sólo es un actor de reparto en una relación asimétrica, y no como el socio simétrico que ambos gobiernos proyectan. Es cierto que el presidente Felipe Calderón fue informado el lunes de que al día siguiente se haría pública la acusación del complot, pero no es preciso que los servicios de inteligencia mexicanos jugaran un papel marginal.
Los detalles de su participación se mantienen en secreto, pero fuentes de primer nivel del gobierno mexicano afirman que hubo una mayor participación de lo públicamente divulgado. ¿Por qué entonces decidió México que la gloria se la lleve Estados Unidos?
La racional es porque se trata de un tema de seguridad nacional. En esta línea de pensamiento, fue preferible pagar un costo en imagen pública a cambio de garantizar que el territorio mexicano no se convirtiera en un teatro de operaciones de la guerra contra el terrorismo. Es suficiente la guerra contra las drogas, y al gobierno mexicano no le convendría asumir un papel protagónico en este episodio, que tensa aún más la relación entre Estados Unidos e Irán.
Los dos países han estado en el umbral de un conflicto armado, y capitalizar política y mediáticamente este descubrimiento, introduciría a México en esa dinámica, y podría convertirse en un objetivo secundario, pero real, de grupos terroristas afines a Irán.
Quizás el presidente Calderón pagará el costo que la acusación en Nueva York le deja, al ubicar a su gobierno como espectador de acciones en su propio territorio. Pero también aleja la posibilidad de represalias directas por un conflicto ajeno y una guerra que México no debe jugar. Eso, en todo caso, hay que agradecerlo.
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