lunes, 5 de septiembre de 2011

POBRES Y RICOS

Gabriel Guerra Castellanos / El Universal
Una de las grandes paradojas de la crisis económica mundial que no termina es que mientras millones de personas han visto un descenso marcado en sus niveles de vida, las grandes empresas, las instituciones financieras y los individuos más ricos han aumentado la distancia que los separa de los menos afortunados.
Dependiendo del nivel de vida relativo de cada nación, la movilidad social hacia abajo ha sido la norma, desde las clases medias europeas que súbitamente se han topado con el fantasma del desempleo persistente o con el recorte de las antes sacrosantas pensiones, hasta las clases medias bajas estadounidenses que lo perdieron todo con el colapso de las hipotecas chatarra, pasando por la tragedia de la pobreza, que aumenta en países ricos paulatina y aceleradamente en naciones de ingreso medio o bajo.
No hay que buscar demasiado para hallar evidencia, y consecuencias, de lo anterior. Las estadísticas sólo confirman lo que cualquiera puede observar a simple vista: la pauperización de las clases medias europeas, el desasosiego en muchos países industrializados y el engrosamiento de las filas de los pobres en las naciones que presumen de su crecimiento económico o de su ascenso en rankings mundiales. De los pobres de los pobres, quienes viven en naciones o regiones destinadas al fracaso como los Sudanes o Somalia, rompe el alma hablar, y tal vez es por ello que tan pocos lo hacen. Dejados de la mano de Dios y de la atención del resto del mundo, languidecen en su propia agonía.
Cada quien habla de la feria según le va en ella, y cada quien ve sus propios problemas como los más apremiantes. Las movilizaciones de los “indignados” en distintos países europeos, notablemente España y Grecia, o los actos violentos en Gran Bretaña, o el surgimiento de un movimiento de protesta en Israel que ha sacado a millones a las calles, tienen que ver con el agravio de las clases medias, de esa pequeña burguesía o alto proletariado al que le preocupan sus rentas, su retiro, sus opciones inmediatas de trabajo. Nada que ver con las hambrunas africanas o las condiciones de pobreza en las “promesas” de Brasil, la India o México, pero suficientes para quienes las sufren en carne propia y ven tambalearse las certidumbres de un modelo que implícita y explícitamente había prometido no sólo la protección del Estado de bienestar, sino también la prosperidad creciente para las generaciones venideras.
Dos asuntos preocupan, tanto en naciones desarrolladas como en menos afortunadas: la pobreza en sí, que está en ascenso constante, y la desigualdad, todavía más acelerada y posiblemente más perniciosa en el largo plazo.
Son tantas las cifras y estadísticas que se utilizan para medir la pobreza, la desigualdad y el desarrollo humano que pueden resultar a veces confusas, pero la realidad ilustra mejor que las cifras, y lo que estamos viendo es un clarísimo indicador de la descomposición económica, política y social producto de la pobreza y la desigualdad. Desde las revueltas en el mundo árabe hasta los disturbios londinenses, pasando por la enajenación política en EU, las inquietantes muestras de fanatismo racial y religioso en Europa o la pobreza extrema que agobia lo mismo a mexicanos que a africanos, no hay lugar a dudas: el mundo, y cada uno de nuestros países, son hoy menos justos, menos parejos, menos acogedores y por supuesto menos propicios para la justicia y la igualdad.
Lo que me asombra es lo poco que parecen entender algunos sobre las nefastas implicaciones que pobreza y desigualdad tienen para sus propias sociedades. Y es que más allá de la ética y la moral, hay razones de interés propio, de sentido común, para combatirlas. En un país como México, tener excluidos del desarrollo a 55 millones es no sólo una aberración social, sino un suicidio colectivo a mediano y largo plazo. En esto llevan culpa y responsabilidad gobernantes de las últimas décadas, partidos, legisladores, empresarios, líderes de opinión, y los ciudadanos de a pie que no se interesan, o al menos no lo suficiente. Muchas marchas por la inseguridad, por las conquistas o derrotas sindicales, pero ni una minúscula equivalencia de consternación o acción sobre esto que nos debería agobiar y avergonzar todos los días.
Tontos los que lo hacen, lo permiten, lo toleran. Tontos los que lo dejamos hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario