viernes, 16 de septiembre de 2011

INAUGURAMOS UNA NUEVA FASE

Lo que hay que hacer contra la crisis de la deuda está claro, pero no todos lo tienen claro
Ante el estancamiento mundial, Europa debería compensar el rigor con un mayor crecimiento
XAVIER VIDAL-FOLCH / EL PAÍS
En pocas horas, vienen apelmazándose cuatro sucesos novedosos en la crisis de la deuda soberana europea. Son inéditos o cargan las tintas de otros anteriores.
Uno: el secretario del Tesoro de EE UU, Tim Geithner, participará mañana en el Ecofin, el consejo de los ministros de Economía y Finanzas de la UE.
Dos: los emergentes (los BRIC), analizarán conjuntamente en Washington el problema europeo y propondrán contribuir con algún tipo de apoyo.
Tres: la teleconferencia Merkel / Sarkozy / Papandreu simboliza, como ninguna antes, que los Gobiernos usan ya medios tecnológicos hasta ahora empleados en exclusiva por los mercados globales.
Cuatro: la imprudencia y/o desvergüenza de algunos líderes se aviva y desborda a Europa. La directora-gerente del FMI invoca demasiado a brocha gorda el peligro de una nueva "recesión" y hunde los mercados. El ministro de Economía alemán, Phillip Rösler, preconiza la suspensión de pagos de Grecia y aplasta los bonos de esta. Dimite, ocultando sus razones, el halcón del BCE, Jürgen Stark, lo empeora todo. Y Barack Obama usa el nombre de Italia y España en vano, para semipredicciones con valor de tarot.
Todo ello se adereza con un fenómeno tan reiterado en encrucijadas explosivas, que resulta cansino de recordar: las agencias descalificadoras vuelven a buitrear, sobre los bancos franceses, sobre las autonomías españolas, como en cada etapa de la crisis, de Atenas a Washington.
Esas cuatro novedades denotan un hilo conductor común. El terremoto de la deuda europea acaba de entrar de lleno en una nueva fase: se entrevera de crisis global, atenta contra la estabilidad, amenaza con contagiar a todos, en todos los rincones, como ocurrió con la crisis financiera de Lehman, hoy hace tres años.
Es lógico que los emergentes se inquieten. Si la UE y EE UU, que en conjunto suponen la mitad de la economía mundial, siguen renqueando, acabarán contagiándoles su debilidad, frenando sus exportaciones al Primer Mundo.
Es normal que Washington se angustie: su banca está expuesta a la europea en medio billón de euros, que peligrarían, en cascada, si peligrasen los bancos europeos porque algún país de la eurozona impagase los bonos que compraron para sus carteras... y nadie sabe cuántos seguros de impago, los especulativos, maléficos y opacos CDS (¡casi siempre fabricados en la City, no se olvide!), hay, ni dónde se esconden.
La economía griega apenas representa el 2% de la zona euro, y el 0,5% de la mundial. Y sin embargo, el drama griego alcanza relevancia planetaria. También sucedió con la crisis del sureste asiático, en 1997-1998, desencadenada por Tailandia, un país pequeño. Eso es lo que tiene la globalización: los peligros sistémicos no los determina solo la gran dimensión (de un banco, de un país), sino la capacidad de dañar al conjunto, provocando el efecto cesta de cerezas: "Lo importante no es el tamaño en sí, sino la concentración y correlación de riesgo en el sistema" (Grietas del sistema, Raghuram G. Rahjan, Deusto, Barcelona, 2011).
Por tanto, habrá que distinguir en esta nueva fase los aspectos específicos europeos de la crisis, de los globales. La soluciones europeas hace tiempo que se conocen. En lo inmediato, cumplir con el paquete del 21 de julio: la flexibilización del fondo de rescate, la suavización de las condiciones de los préstamos, y los compromisos de rigor de Atenas. En lo sucesivo, completar la unión monetaria con la económica, un Tesoro único que mutualice la deuda, con eurobonos emitidos por una agencia de la deuda; un ministro de Hacienda con un presupuesto digno; un fondo de rescate más dotado y más polivalente; una unión fiscal de finanzas equilibradas pero aptas para combatir los periodos de vacas flacas y para invertir en futuro. El problema es que este programa necesita aún tiempo para concitar consenso: véanse las zancadillas finlandesas y austriacas al actual rescate griego.
Las soluciones globales al estancamiento -estancamiento que tanto el FMI, como la OCDE como el BCE acaban de radiografiar- aún son más controvertidas: tarea de fondo para un reverdecimiento del G-20. Pero frente a la política expansiva (monetaria y fiscal) de EE UU y la restrictiva (fiscal y monetaria) de la UE, se avizora una nueva y difícil síntesis de mayor gasto manteniendo simultáneamente el desapalancamiento (ahorro para sajar exceso de deuda), aunque acentuando ahora, siquiera tímidamente, cierta flexibilidad en pro del gasto.
En la pata presupuestaria, la directora del FMI proclamó a través de Der Spiegel que "hay margen para cierta relajación", para "limitar el ajuste a corto plazo" y tomar "algunas medidas de fomento del crecimiento", como ha hecho Obama en su plan por el empleo. En la pata monetaria, "los tipos de interés deben bajarse", donde exista esa posibilidad, sostiene la OCDE en su informe del 8 de septiembre, apuntando claramente al BCE.
Cada vez se oyen más voces, y algunas más afinadas, en esta dirección. El ex primer ministro británico Gordon Brown reclama un "pacto de crecimiento global", recordando que hace un año, el FMI estimaba que un enfoque coordinado de las políticas macroeconómicas, comerciales y estructurales podría elevar un 5% el PIB mundial. El profeta de la crisis, Nouriel Roubini, aconseja a países como EE UU, Japón y Alemania que apuesten a "introducir nuevos estímulos fiscales a corto plazo", aunque manteniendo incólume la austeridad a medio plazo.
Y Joe Stiglitz, que con Paul Krugman suele insistir en el aumento keynesiano de la demanda, sugiere algo menos popularizado, su selectividad: "Incluso con el mismo límite presupuestario, reestructurar gastos e impuestos hacia el crecimiento", apostando por la economía productiva, por la vía de favorecer a las empresas que inviertan, y una más justa redistribución de las cargas impositivas.
Quizá lo más notable en este conato de recuperar el clima favorable a los estímulos que se creó inmediatamente después de la crisis Lehman, sea la apuesta de un economista muy conservador, el execonomista jefe del FMI que defendió la criticadísima actuación del ente en la crisis asiática, Kenneth Rogoff. Desde hace tres años postula, cada vez con más ahínco, que los bancos centrales le den sin descanso a la maquinilla de imprimir billetes "para comprar deuda pública", aunque sea a costa de una inflación del 4% o del 6%, notable anatema si lo lanza un campeón de los rigoristas.

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