Francisco Valdés Ugalde / El Universal
Solemos pensar que la sociedad es originalmente buena y que la malean las circunstancias. Desde luego, toda forma de vida en sociedad requiere de una concepción del bien, pero ésta no llega sola; se funda en consensos implícitos pero se impone (impera) a través de instituciones.
Cuando la sociedad mexicana decidió cambiar de sistema político, se desmantelaron grandes fracciones del tejido social que se correspondía con el sistema autoritario, hegemónico, corporativista y clientelista. Pero la clase gobernante dejó el trabajo a medias.
Entre los cambios sin completar está el tránsito de una autoridad piramidada desde la Presidencia de la República a una coordinación descentralizada. El indicador de la incompletud está en la ausencia de cohesión del cuerpo político que va de las presidencias municipales a los poderes estatales y al sistema federal. Ahí se abre un espacio para el oportunismo social en el que se ha cebado la delincuencia. Una delincuencia que, después de todo, forma parte de ese cuerpo.
¿Qué tan corrupta es la sociedad mexicana? Aunque es difícil contestar esta pregunta, no se le puede evadir. Las prácticas de transa, fraude, complicidad, falsificación, piratería, lealtad inconfesable, quizá no lo agoten o lo tiñan todo, pero no podemos decir que no han sido prácticas extendidas.
Prácticas culturalmente arraigadas sumadas a la descoordinación política generada por el incompleto cambio democrático y los nichos de oportunidad que ofrece para el oportunismo están a la base de la violencia criminal. ¿Acaso no han sido estos ingredientes un incentivo poderoso para que el crimen sea un negocio rentable? Tan rentable es que desafía con eficacia a las fuerzas del Estado. No ha habido policía, Ejército, Ministerio Público o Poder Judicial capaz de contenerlo. Mientras tanto entra en vigor una reforma penal promisoria, pero dejada incompleta por el Congreso y que tiene poca credibilidad entre los practicantes de la profesión, acostumbrados a otros “métodos”, desde luego, mucho más rentables que lo que promete la reforma al sistema de justicia penal.
¿En qué momento una parte de la sociedad mexicana decidió abrazar el camino de las prácticas delincuenciales? ¿Cómo pasó de la tolerancia a pequeños pecados, al entusiasmo por la rentabilidad del asesinato, el secuestro, la violación, la trata de personas, el robo violento? Sabemos dónde están, pues sus crímenes van dejando la huella del horror, la intimidación, el dolor. Pero no sabemos realmente cómo ni por qué son así. No hay autoridad o medio de comunicación que haya tomado en serio la sicología o la antropología del Pozolero, El Vicentillo o El Chapo, ni la de sus cómplices en el comercio, los bienes raíces, el gobierno o la banca. No tenemos un mapa de la corrupción, salvo por lo que informan instituciones como Transparencia Internacional. Ese mapa no lo ha trazado el Ministerio Público, ni en la federación ni en los estados. Tampoco lo han hecho las contralorías.
La sociedad es un campo minado. Chihuahua, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León, Morelos, Guerrero, Sinaloa se caracterizan por niveles de violencia nunca vistos. Los desafíos de los criminales a las instituciones hablan de competencia por el poder. No insinúo que quieran ocupar el poder político, sino que éste se rinda a sus dictados. Al final de cuentas, el poder en sentido amplio es “poder hacer”: es la capacidad de movilizar recursos de autoridad o materiales.
No podemos saber si el impacto de la violencia se extenderá cada vez más a regiones del país en las que no ha pegado tan fuerte, pero la sola incertidumbre en este respecto es elocuente.
Si a este contexto le agregamos la principal división que ha estancado la negociación entre los diferentes “partidos” de la clase política, el panorama es aun más preocupante.
La reforma política que aprobó el Senado de la República (sus características se pueden consultar en www.franciscovaldesugalde.com) y que ha sido detenida en la de Diputados, indica una seria diferencia acerca de cuál debe ser el desarrollo de la democracia en México. Con esto, no solamente se retrasa la evolución del sistema político, sino la edificación de un Estado democrático que abra las avenidas a nuevas culturas políticas, ejercicios genuinos del derecho, convivencia democrática y pacífica.
La reforma propuesta por el Senado es indispensable para dar vuelta a la hoja de un pasado que se niega a morir y a un futuro que se nos escapa. Es imprescindible para afirmar nuevas prácticas y deshacerse de las malas, muchas de las cuales provienen del pasado autoritario. Sin completar la reforma del sistema, no habrá Estado que aguante, ni desarrollo económico.
No responder a este reclamo es arriesgar a que el cambio que decidimos los mexicanos en la década antepasada se arriesgue a desembocar en tragedia, como ha ocurrido dos veces en 200 años, cuando se decidieron cambios fundamentales pero no los pudimos sostener.
Solemos pensar que la sociedad es originalmente buena y que la malean las circunstancias. Desde luego, toda forma de vida en sociedad requiere de una concepción del bien, pero ésta no llega sola; se funda en consensos implícitos pero se impone (impera) a través de instituciones.
Cuando la sociedad mexicana decidió cambiar de sistema político, se desmantelaron grandes fracciones del tejido social que se correspondía con el sistema autoritario, hegemónico, corporativista y clientelista. Pero la clase gobernante dejó el trabajo a medias.
Entre los cambios sin completar está el tránsito de una autoridad piramidada desde la Presidencia de la República a una coordinación descentralizada. El indicador de la incompletud está en la ausencia de cohesión del cuerpo político que va de las presidencias municipales a los poderes estatales y al sistema federal. Ahí se abre un espacio para el oportunismo social en el que se ha cebado la delincuencia. Una delincuencia que, después de todo, forma parte de ese cuerpo.
¿Qué tan corrupta es la sociedad mexicana? Aunque es difícil contestar esta pregunta, no se le puede evadir. Las prácticas de transa, fraude, complicidad, falsificación, piratería, lealtad inconfesable, quizá no lo agoten o lo tiñan todo, pero no podemos decir que no han sido prácticas extendidas.
Prácticas culturalmente arraigadas sumadas a la descoordinación política generada por el incompleto cambio democrático y los nichos de oportunidad que ofrece para el oportunismo están a la base de la violencia criminal. ¿Acaso no han sido estos ingredientes un incentivo poderoso para que el crimen sea un negocio rentable? Tan rentable es que desafía con eficacia a las fuerzas del Estado. No ha habido policía, Ejército, Ministerio Público o Poder Judicial capaz de contenerlo. Mientras tanto entra en vigor una reforma penal promisoria, pero dejada incompleta por el Congreso y que tiene poca credibilidad entre los practicantes de la profesión, acostumbrados a otros “métodos”, desde luego, mucho más rentables que lo que promete la reforma al sistema de justicia penal.
¿En qué momento una parte de la sociedad mexicana decidió abrazar el camino de las prácticas delincuenciales? ¿Cómo pasó de la tolerancia a pequeños pecados, al entusiasmo por la rentabilidad del asesinato, el secuestro, la violación, la trata de personas, el robo violento? Sabemos dónde están, pues sus crímenes van dejando la huella del horror, la intimidación, el dolor. Pero no sabemos realmente cómo ni por qué son así. No hay autoridad o medio de comunicación que haya tomado en serio la sicología o la antropología del Pozolero, El Vicentillo o El Chapo, ni la de sus cómplices en el comercio, los bienes raíces, el gobierno o la banca. No tenemos un mapa de la corrupción, salvo por lo que informan instituciones como Transparencia Internacional. Ese mapa no lo ha trazado el Ministerio Público, ni en la federación ni en los estados. Tampoco lo han hecho las contralorías.
La sociedad es un campo minado. Chihuahua, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León, Morelos, Guerrero, Sinaloa se caracterizan por niveles de violencia nunca vistos. Los desafíos de los criminales a las instituciones hablan de competencia por el poder. No insinúo que quieran ocupar el poder político, sino que éste se rinda a sus dictados. Al final de cuentas, el poder en sentido amplio es “poder hacer”: es la capacidad de movilizar recursos de autoridad o materiales.
No podemos saber si el impacto de la violencia se extenderá cada vez más a regiones del país en las que no ha pegado tan fuerte, pero la sola incertidumbre en este respecto es elocuente.
Si a este contexto le agregamos la principal división que ha estancado la negociación entre los diferentes “partidos” de la clase política, el panorama es aun más preocupante.
La reforma política que aprobó el Senado de la República (sus características se pueden consultar en www.franciscovaldesugalde.com) y que ha sido detenida en la de Diputados, indica una seria diferencia acerca de cuál debe ser el desarrollo de la democracia en México. Con esto, no solamente se retrasa la evolución del sistema político, sino la edificación de un Estado democrático que abra las avenidas a nuevas culturas políticas, ejercicios genuinos del derecho, convivencia democrática y pacífica.
La reforma propuesta por el Senado es indispensable para dar vuelta a la hoja de un pasado que se niega a morir y a un futuro que se nos escapa. Es imprescindible para afirmar nuevas prácticas y deshacerse de las malas, muchas de las cuales provienen del pasado autoritario. Sin completar la reforma del sistema, no habrá Estado que aguante, ni desarrollo económico.
No responder a este reclamo es arriesgar a que el cambio que decidimos los mexicanos en la década antepasada se arriesgue a desembocar en tragedia, como ha ocurrido dos veces en 200 años, cuando se decidieron cambios fundamentales pero no los pudimos sostener.
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