lunes, 20 de junio de 2011

LA DILUCIÓN DEL PODER

David Ibarra / El Universal
En buena parte del mundo los gobiernos experimentan una suerte de insuficiencia de poder o de inclinación para atender demandas y resolver los conflictos de las sociedades civiles.
Por eso, las encuestas y los resultados electorales suelen situar en desventaja a los partidos y grupos gobernantes independientemente de su afiliación ideológica o de su forma de organización, sea presidencial, parlamentaria, autoritaria.
Más aún, prolifera y se extiende el descontento de las sociedades con manifestaciones espontáneas y disturbios sociales de distinta importancia, hasta llegar en el extremo al derrocamiento de las élites dominantes. Las protestas se multiplican en buena parte de los países del Norte de África y del Medio Oriente, pero también se dan en los países europeos (Grecia, Irlanda, España, Inglaterra, Francia), en América Latina y en otras latitudes. Son expresión del descontento social, acaso informe, pero crítico de las consecuencias del maridaje antidemocrático entre globalización, neoliberalismo y crisis económica.
Las elecciones no resuelven el problema de la legitimidad gubernamental, por cuanto la formulación de las políticas públicas está lejos de responder a las demandas múltiples y hasta encontradas de los ciudadanos, enfrentadas a las restricciones de la economía globalizada, regionalizada o de la dictadura de los paradigmas económicos. Más que nunca, el poder se diluye, se dispersa, no sólo entre gobiernos y actores privados, entre el juego de normas internas y acuerdos internacionales, sino debido a pugnas o alianzas cambiantes entre los segmentos privados, los partidos políticos o los propios estados. Las instituciones tradicionales de conciliación política pierden terreno, quedan subordinadas a la acción y carisma de actores poderosos y de instituciones foráneas que determinan el contenido de las agendas públicas o empresariales.
En México no hay duda que los tratados internacionales y la aceptación acrítica de los cánones del orden económico internacional, han desgajado la autonomía anterior del Estado. En parte, la autoridad política no sólo se privatiza, sino que emigra fuera de los bordes nacionales. En lo interno, también es evidente que los poderes Legislativo y Judicial han adquirido influencia política de que carecía con el presidencialismo hegemónico. Sin embargo, carecen de todo el instrumental para restablecer la armonía social, aparte de ser objeto de críticas y desprestigio auspiciado por disensiones partidarias, magnificadas en los medios masivos de comunicación. Los gobiernos de las entidades federativas cobran relevancia al erosionarse los mandos centrales con la alternancia política y dejar de ser excepción la convivencia de partidos distintos en la federación y en la provincia. En resumen, los vínculos institucionales entre sociedad y gobierno se debilitan y en cierto modo son reemplazados, entre otros mecanismos, por las encuestas y los encuestadores que supuestamente anticipan o miden las inclinaciones ciudadanas con influencia innegable en el comportamiento de los actores políticos.
La transferencia de funciones del Estado al mercado es colosal, ha cedido grandes porciones del poder económico y también del político al sector empresarial, vernáculo o extranjero. El peso del sector público en el producto y la inversión se comprime a la mitad, de compararse el final de los 70 con la actualidad, como resultado del proceso masivo de desincorporación de empresas públicas, la reprivatización y extranjerización del sector financiero y de otros acomodos de las políticas públicas al canon de la liberación de mercado. El Estado pierde ingresos —y no aprende o no se atreve a captarlos vía impositiva—, capacidad de ofrecer empleos, protección a los trabajadores y ayudas, financiamiento y economías externas al empresariado privado. Por consiguiente, su influencia se abate entre los grupos mejor organizados de la sociedad, al tiempo que retrocede entre los grupos humanos y sectores productivos inmersos en una suerte de marginación crónica.
Asimismo, es notoria la pérdida de relevancia política de muchas de las organizaciones obreras, como lo expresan el decaimiento de la ocupación formal, de los salarios reales y de la membresía sindical. La ocupación subterránea ya excede a la del sector moderno de la economía. El 40%-50% de la población está sumida en la pobreza; se hace crónica la alta concentración del ingreso, dos tercios de la población trabajadora carecen de o sólo se les ofrecen precarios servicios sociales, son hechos concluyentes: casi la mitad de los ciudadanos no tienen voz ni peso en la orientación democrática de las políticas públicas al erosionarse hasta casi desaparecer los indispensables mecanismos de la negociación colectiva.
De lo anterior podría inferirse que el poder del sector empresarial detenta fuerza sin precedentes. Sin embargo, también aquí prevalece la fragmentación. Los intereses de los exportadores difieren de los de los importadores; los de los productores nacionales pueden ser distintos a los de inversores extranjeros. Las alianzas entre el sector privado y el gobierno privilegian a las maquiladoras y a ciertos servicios, mientras descuidan al grueso de los productores manufactureros y agrícolas. Concentración avasalladora del poder económico y político se da en grandes consorcios, como el de las televisoras, en contraste con la falta de fuerza de la pequeña y mediana industria y el descuido a sus demandas. En consecuencia, es difícil que el sector privado, por sí mismo, conciba y adopte posturas de consumo que, sin descuidar los intereses privados, lo haga con una visión desarrollista de alcance nacional.
Esa constelación divisionista de circunstancias —construidas por nosotros mismos, como aprendices de la brujería neoliberal— explican los déficit democráticos, la manifiesta descomposición social reinante, las dificultades en afianzar la gobernabilidad. Sea como sea, la salida no es otra que la de impulsar tesoreramente mayor avance democrático, expresado en la formación de alianzas políticas, donde la tolerancia recíproca haga posible la conciliación civilizada de intereses, la recuperación de alguna autonomía frente al exterior y donde se combata sin descanso la polarización social. Las dificultades son enormes y altas las tentaciones al autoritarismo, abierto o disfrazado.

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