MAURICIO MERINO / EL UNIVERSAL
En el famoso dictamen que calificó la elección presidencial del 2006, aquel Tribunal Electoral subrayó la importancia de la imparcialidad con la que debían actuar todas las autoridades en las contiendas electorales.
Al (des)calificar la intervención del presidente Fox en aquellos comicios, el Tribunal llegó a decir que su militancia puso en riesgo la validez misma de la elección, más que ningún otro argumento de fraude en aquellos comicios. Al final, el testimonio del Tribunal no produjo ningún efecto jurídico, pero sí estableció una opinión que merece ser recordada en las vísperas de la siguiente batalla.
Literalmente, el Tribunal escribió que: "es importante que las autoridades de cualquier nivel se mantengan al margen del proceso electoral con el objeto de impedir el uso del poder político que ejercen, y de los recursos y facultades que están a su disposición, para favorecer a uno de los partidos o candidatos contendientes, en detrimento de la equidad e imparcialidad que debe haber en los comicios".
Una cita que hoy suena ingenua, por decir lo menos, pero que sigue siendo tan jurídicamente cierta como lo fue en 2006, pues los funcionarios públicos siguen impedidos por la Constitución y la ley de participar en actos de proselitismo electoral, mientras que la conducta de los aspirantes a la Presidencia sigue regulada por los períodos establecidos en el Cofipe. Pero, ¿quién se acuerda de todo esto?
Comprendo de sobra que la realidad política del país ha rebasado una y otra vez las regulaciones electorales y entiendo también que, al decirlo, me muevo en la frontera entre dos miradas distintas: una que apela a la mayor libertad política para dejar que los comicios sean una competencia abierta entre partidos y candidatos en busca de votos, y otra que se refiere a la letra de la legislación establecida para esos fines.
La mayor parte de los politólogos y los analistas políticos tiende a favorecer, con muy buenas razones, la mayor liberalidad posible para destrabar de obstáculos y de trampas a las contiendas que de todos modos tendrán lugar. Y tienden, en consecuencia, a oponerse con mucha vehemencia a las restricciones legales que impiden esa libertad absoluta. El problema, sin embargo, es que esos límites legales existen y la única manera de pasarlos por alto es haciendo la vista gorda a la violación de la ley.
La categoría de "aspirante" a una candidatura está prevista en la ley. Y según el primer párrafo del artículo 344 del Cofipe: "la realización de actos anticipados de precampaña o campaña" es una infracción a las reglas electorales vigentes, tanto como "el incumplimiento del principio de imparcialidad establecido por el Artículo 134 de la Constitución, cuando tal conducta afecte la equidad de la competencia entre partidos políticos, entre los aspirantes, precandidatos o candidatos durante los procesos electorales" (artículo 347, párrafo 1, inciso c). ¿Y qué hacen sino iniciar precampañas activas y vulnerar la imparcialidad de todos y cada uno de los aspirantes a la presidencia que hoy ocupan distintos puestos públicos en la federación y en las entidades?
Para ser más precisos, el artículo 212, párrafo 2, del Cofipe define a las precampañas electorales como: "las reuniones públicas, asambleas, marchas y, en general, aquellos actos en que los precandidatos a una candidatura se dirigen a los afiliados, simpatizantes o al electorado en general, con el objetivo de obtener su respaldo para ser postulado como candidato a un cargo de elección popular". ¿Y no es exactamente esto lo que estamos viendo a manos llenas entre los aspirantes a las candidaturas del PAN, del PRD y del PRI? ¿No son funcionarios quienes han reconocido públicamente su calidad de aspirantes y quienes están aspirando a la Presidencia sin haber renunciado a sus puestos? ¿Acaso nada de esto es verdad?
Quizás es necesario recordar que el resultado de una elección no es aceptable por sí mismo, a secas, si no es el resultado de un proceso mediante el cual se construyen los distintos eslabones electorales a lo largo del tiempo, de conformidad con las reglas establecidas. Y lo que estamos viendo ahora mismo es que esas reglas han comenzado a romperse --o, al menos, a desafiarse-- mucho antes de los plazos establecidos para iniciar la contienda formal.
Con el IFE desintegrado, con los medios en rebelión contra las reglas electorales y con los aspirantes en precampaña, las alarmas para 2012 ya han comenzado a sonar con mucha más fuerza que en 2006. Si así están las cosas, ¿quién va a defender que se respetaron las reglas cuando llegue la hora de calificar la elección, además de los vencedores?
En el famoso dictamen que calificó la elección presidencial del 2006, aquel Tribunal Electoral subrayó la importancia de la imparcialidad con la que debían actuar todas las autoridades en las contiendas electorales.
Al (des)calificar la intervención del presidente Fox en aquellos comicios, el Tribunal llegó a decir que su militancia puso en riesgo la validez misma de la elección, más que ningún otro argumento de fraude en aquellos comicios. Al final, el testimonio del Tribunal no produjo ningún efecto jurídico, pero sí estableció una opinión que merece ser recordada en las vísperas de la siguiente batalla.
Literalmente, el Tribunal escribió que: "es importante que las autoridades de cualquier nivel se mantengan al margen del proceso electoral con el objeto de impedir el uso del poder político que ejercen, y de los recursos y facultades que están a su disposición, para favorecer a uno de los partidos o candidatos contendientes, en detrimento de la equidad e imparcialidad que debe haber en los comicios".
Una cita que hoy suena ingenua, por decir lo menos, pero que sigue siendo tan jurídicamente cierta como lo fue en 2006, pues los funcionarios públicos siguen impedidos por la Constitución y la ley de participar en actos de proselitismo electoral, mientras que la conducta de los aspirantes a la Presidencia sigue regulada por los períodos establecidos en el Cofipe. Pero, ¿quién se acuerda de todo esto?
Comprendo de sobra que la realidad política del país ha rebasado una y otra vez las regulaciones electorales y entiendo también que, al decirlo, me muevo en la frontera entre dos miradas distintas: una que apela a la mayor libertad política para dejar que los comicios sean una competencia abierta entre partidos y candidatos en busca de votos, y otra que se refiere a la letra de la legislación establecida para esos fines.
La mayor parte de los politólogos y los analistas políticos tiende a favorecer, con muy buenas razones, la mayor liberalidad posible para destrabar de obstáculos y de trampas a las contiendas que de todos modos tendrán lugar. Y tienden, en consecuencia, a oponerse con mucha vehemencia a las restricciones legales que impiden esa libertad absoluta. El problema, sin embargo, es que esos límites legales existen y la única manera de pasarlos por alto es haciendo la vista gorda a la violación de la ley.
La categoría de "aspirante" a una candidatura está prevista en la ley. Y según el primer párrafo del artículo 344 del Cofipe: "la realización de actos anticipados de precampaña o campaña" es una infracción a las reglas electorales vigentes, tanto como "el incumplimiento del principio de imparcialidad establecido por el Artículo 134 de la Constitución, cuando tal conducta afecte la equidad de la competencia entre partidos políticos, entre los aspirantes, precandidatos o candidatos durante los procesos electorales" (artículo 347, párrafo 1, inciso c). ¿Y qué hacen sino iniciar precampañas activas y vulnerar la imparcialidad de todos y cada uno de los aspirantes a la presidencia que hoy ocupan distintos puestos públicos en la federación y en las entidades?
Para ser más precisos, el artículo 212, párrafo 2, del Cofipe define a las precampañas electorales como: "las reuniones públicas, asambleas, marchas y, en general, aquellos actos en que los precandidatos a una candidatura se dirigen a los afiliados, simpatizantes o al electorado en general, con el objetivo de obtener su respaldo para ser postulado como candidato a un cargo de elección popular". ¿Y no es exactamente esto lo que estamos viendo a manos llenas entre los aspirantes a las candidaturas del PAN, del PRD y del PRI? ¿No son funcionarios quienes han reconocido públicamente su calidad de aspirantes y quienes están aspirando a la Presidencia sin haber renunciado a sus puestos? ¿Acaso nada de esto es verdad?
Quizás es necesario recordar que el resultado de una elección no es aceptable por sí mismo, a secas, si no es el resultado de un proceso mediante el cual se construyen los distintos eslabones electorales a lo largo del tiempo, de conformidad con las reglas establecidas. Y lo que estamos viendo ahora mismo es que esas reglas han comenzado a romperse --o, al menos, a desafiarse-- mucho antes de los plazos establecidos para iniciar la contienda formal.
Con el IFE desintegrado, con los medios en rebelión contra las reglas electorales y con los aspirantes en precampaña, las alarmas para 2012 ya han comenzado a sonar con mucha más fuerza que en 2006. Si así están las cosas, ¿quién va a defender que se respetaron las reglas cuando llegue la hora de calificar la elección, además de los vencedores?
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