miércoles, 29 de junio de 2011

UN AÑO: LA CUENTA REGRESIVA

Mauricio Merino / EL Universal
Las próximas elecciones federales serán el 1 de julio del 2012, de modo que estamos por iniciar el periodo en el que todas las decisiones y todas las acciones públicas se leerán obsesivamente en clave de competencia política. Sabemos que el proceso legal no iniciará sino hasta la primera semana de octubre y que, ya para el mes de noviembre, comenzaremos a saciarnos de la propaganda emitida por los precandidatos en busca de la nominación de sus partidos políticos. Y para el 2012 ya será la locura: más de 2 millones y medio de spots —entre muchas otras formas de propaganda— nos atacarán para persuadirnos de las enormes virtudes de los candidatos en liza.
Pero este es el mal menor. El mayor será la inevitable y obstinada reproducción de las prácticas de los partidos para subrayar los defectos de sus adversarios y para impedir que éstos puedan esgrimir méritos que les traigan aplausos y votos. Y no me refiero solamente a las esperadas campañas negativas que ya forman parte de nuestras rutinas, sino al deliberado ánimo de bloquear cualquier iniciativa que favorezca a alguna candidatura o que sea leída como un triunfo para alguno de los partidos. Al iniciar la cuenta regresiva de un año, es de suponer que el país entrará a una suerte de impasse en el que ya no cabe esperar ningún cambio de fondo que ponga en riesgo las condiciones actuales de la disputa, mientras los partidos puedan evitarlo.
En cambio, nadie debería llamarse a sorpresa con el despliegue de fuerzas clientelares que vendrá enseguida, ni alarmarse en exceso con la inventiva, la labia y la devastadora capacidad de crítica entre los contendientes, pues todos los incentivos políticos están colocados del lado más sucio de la política con el fin de ganar las elecciones como sea. Esas grandes burocracias partidarias que hemos consolidado con abundantes recursos públicos se irán alineando cada vez más con las burocracias gubernamentales que domina cada partido, para permanecer y ensanchar sus espacios de decisión. Miles de millones de pesos, literalmente, se pondrán en movimiento para ser repartidos estratégicamente entre electores duros y potenciales, en algo que se ha convertido en el negocio más jugoso y más extendido de la vida pública mexicana.
Y supongo que a esta lista habrá que añadir, también, el activismo eufórico del Presidente de la República para tratar de impedir que el PRI regrese a Los Pinos, comparable apenas con el de los gobernadores de ese partido en sentido contrario. Si el federalismo mexicano ha sido siempre una causa de conflicto político más que de soluciones republicanas, durante la cuenta regresiva, esa característica tenderá a amplificarse hasta el límite de lo imaginable: todas las culpas de los grandes problemas sin solución serán bateadas, alternativamente, del gobierno federal a los estatales y de éstos al federal. Efecto que se multiplicará, inexorablemente, con los gobiernos del DF y del Estado de México.
En el camino, sin embargo, sería deseable que los partidos y sus dirigentes cobraran conciencia de la desafección creciente de los ciudadanos frente a las contiendas electorales así planteadas. Ya no hay tiempo ni voluntad para cambiar las reglas establecidas en el 2007, de modo que iremos a las elecciones del 2012 cargando con todos esos vicios a cuestas. Pero queda la esperanza de que los candidatos admitan, en algún punto, que no todo debe resolverse mediante la movilización de aparatos políticos y dinero público; que tras la implacable lógica de la aritmética electoral hay una creciente necesidad de dignificar la vida política del país y de honrar la ética pública y, en consecuencia, que en sus campañas y en el diseño de sus estrategias no deberían abonar más al desgaste del espacio público mexicano.
Queda la esperanza de que dejen de apegarse hasta la náusea a los manuales de la mercadotecnia política, y asuman la agenda pública que poco a poco se ha venido construyendo a pesar de ellos y, con mucha frecuencia, en contra de ellos: la agenda de la transparencia y de la verdadera rendición de cuentas, del respeto sincero a los derechos humanos, de la profesionalización de la función pública, de la justicia legal y de la justicia social a partes iguales, de la ruptura con el clientelismo y el corporativismo, la agenda de la responsabilidad pública que hoy está ausente de nuestra clase política.
Nos queda un año para la siguiente batalla y no hay visos de que las cosas pudieran ser distintas a lo que hemos visto hasta ahora: más de lo mismo y a manos llenas. Pero no hay que bajar la guardia: la esperanza muere al último.

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