Mauricio Merino / El Universal
Hay que leer con responsabilidad el proyecto que pergeñaron los tres partidos principales para lanzar un candidato único en Michoacán. No es cosa trivial, ni pertenece al género de los despropósitos habituales que ocurren en México. Esta vez estamos ante algo mucho más grave, pues se trata de una mezcla de temores fundados de las organizaciones sociales y empresariales de mayor influencia política en ese estado, de la ausencia de respuesta eficaz del gobierno para afrontar las amenazas de los criminales y, sobre todo, del reconocimiento de que el régimen de partidos que hemos construido las tres últimas décadas ha dejado de ser parte de las soluciones para convertirse, en la práctica, en otro problema. Aunque el proyecto no haya prosperado, el solo hecho de que se haya discutido con seriedad debe llamarnos a activar las alarmas.
La pluralidad política en la que vivimos fue producto de la transición deliberada de un régimen de partido casi único —como lo calificó el clásico— hacia otro en el que diferentes expresiones ideológicas y programas políticos pudieran deliberar y competir en paz. Pero no gracias a la generosidad y acuerdos tomados por los líderes de esas formaciones políticas, sino debido a la legitimidad y la eficacia de las reglas e instituciones democráticas encargadas de velar por la convivencia. El modelo democrático que construyó el país a un costo altísimo —humano, financiero, institucional— no fue el de turnos entre partidos enemistados y controlados por sus dirigentes, sino uno basado en la voluntad libre, directa e igualitaria de los ciudadanos.
Quisimos y logramos pasar del singular al plural en todas las conjugaciones de la vida pública, en busca de gobiernos democráticos y eficaces, contrapesados por la rendición de cuentas y la competencia abierta, pero apoyados firmemente en el cumplimiento de las leyes y las políticas públicas diseñadas e implementadas a la luz del día. Es posible que hoy todo eso parezca ya un sueño —o una pesadilla, según se vea—, pero ese modelo fue la guía y la justificación de casi todas las acciones colectivas fundamentales que vivió el final del siglo XX mexicano.
Nadie sensato imaginó el tránsito a la democracia para destruir o debilitar a México. Nadie habría aceptado, al comenzar ese proceso, que algún día tendría que admitirse —sin más alegato que la realidad brutal de los hechos— que el nuevo régimen político tendría que recular para salvar vidas humanas, ante la incapacidad de los gobiernos y de los partidos para garantizar la vigencia de los derechos civiles y políticos. Por el contrario, la llegada de la democracia prometía exactamente lo opuesto: la multiplicación de la capacidad de respuesta de las instituciones y la expansión de las garantías, como secuela de una mayor responsabilidad pública y de una creciente participación ciudadana.
Ninguno de los argumentos que se enderezaron para proponer una candidatura de unidad en Michoacán —o en cualquier otro lugar— se corresponde con esa promesa.
Desde luego, no lo es ni por asomo que el periodo de gobierno estatal se haya abreviado como secuela de la reforma electoral, pues aunque durara solamente unos meses, los ciudadanos seguirían teniendo la prerrogativa de decidir quién debe gobernarlos. La anulación de comicios, en cambio, implicaría la aceptación explícita de que la competencia partidaria no se puede llevar en paz y que el Estado —poderes, gobiernos e instituciones electorales al unísono— es impotente para garantizar la vigencia de la democracia. De ese tamaño es el problema.
Me explican que la deliberación entre partidos obedeció al hecho de que la violencia en la entidad ha llegado al punto en que los grupos criminales ya están ordenando quiénes deben ser los candidatos y bajo qué condiciones se realizarán los comicios. Y me dicen que los dirigentes están actuando con responsabilidad, a sabiendas de que no cuentan con los medios para conjurar la amenaza, ni para garantizar las vidas de quienes decidan postularse sin el aval de los violentos, ni para evitar el riesgo en el que estarían los ciudadanos al salir a votar. Eludir las elecciones sería así una salida de emergencia para hacer frente común ante el poder brutal de los grupos criminales.
De ahí la importancia principal de esta deliberación. Porque Michoacán no es isla ni lo que está viviendo es ajeno al destino probable del resto de México, es imperativo que los partidos no abandonen a la democracia en uno de sus peores momentos. Si el régimen recién nacido se quiebra y huye, la derrota no será de ellos sino de todos los ciudadanos. Será la derrota de nuestro futuro.
Hay que leer con responsabilidad el proyecto que pergeñaron los tres partidos principales para lanzar un candidato único en Michoacán. No es cosa trivial, ni pertenece al género de los despropósitos habituales que ocurren en México. Esta vez estamos ante algo mucho más grave, pues se trata de una mezcla de temores fundados de las organizaciones sociales y empresariales de mayor influencia política en ese estado, de la ausencia de respuesta eficaz del gobierno para afrontar las amenazas de los criminales y, sobre todo, del reconocimiento de que el régimen de partidos que hemos construido las tres últimas décadas ha dejado de ser parte de las soluciones para convertirse, en la práctica, en otro problema. Aunque el proyecto no haya prosperado, el solo hecho de que se haya discutido con seriedad debe llamarnos a activar las alarmas.
La pluralidad política en la que vivimos fue producto de la transición deliberada de un régimen de partido casi único —como lo calificó el clásico— hacia otro en el que diferentes expresiones ideológicas y programas políticos pudieran deliberar y competir en paz. Pero no gracias a la generosidad y acuerdos tomados por los líderes de esas formaciones políticas, sino debido a la legitimidad y la eficacia de las reglas e instituciones democráticas encargadas de velar por la convivencia. El modelo democrático que construyó el país a un costo altísimo —humano, financiero, institucional— no fue el de turnos entre partidos enemistados y controlados por sus dirigentes, sino uno basado en la voluntad libre, directa e igualitaria de los ciudadanos.
Quisimos y logramos pasar del singular al plural en todas las conjugaciones de la vida pública, en busca de gobiernos democráticos y eficaces, contrapesados por la rendición de cuentas y la competencia abierta, pero apoyados firmemente en el cumplimiento de las leyes y las políticas públicas diseñadas e implementadas a la luz del día. Es posible que hoy todo eso parezca ya un sueño —o una pesadilla, según se vea—, pero ese modelo fue la guía y la justificación de casi todas las acciones colectivas fundamentales que vivió el final del siglo XX mexicano.
Nadie sensato imaginó el tránsito a la democracia para destruir o debilitar a México. Nadie habría aceptado, al comenzar ese proceso, que algún día tendría que admitirse —sin más alegato que la realidad brutal de los hechos— que el nuevo régimen político tendría que recular para salvar vidas humanas, ante la incapacidad de los gobiernos y de los partidos para garantizar la vigencia de los derechos civiles y políticos. Por el contrario, la llegada de la democracia prometía exactamente lo opuesto: la multiplicación de la capacidad de respuesta de las instituciones y la expansión de las garantías, como secuela de una mayor responsabilidad pública y de una creciente participación ciudadana.
Ninguno de los argumentos que se enderezaron para proponer una candidatura de unidad en Michoacán —o en cualquier otro lugar— se corresponde con esa promesa.
Desde luego, no lo es ni por asomo que el periodo de gobierno estatal se haya abreviado como secuela de la reforma electoral, pues aunque durara solamente unos meses, los ciudadanos seguirían teniendo la prerrogativa de decidir quién debe gobernarlos. La anulación de comicios, en cambio, implicaría la aceptación explícita de que la competencia partidaria no se puede llevar en paz y que el Estado —poderes, gobiernos e instituciones electorales al unísono— es impotente para garantizar la vigencia de la democracia. De ese tamaño es el problema.
Me explican que la deliberación entre partidos obedeció al hecho de que la violencia en la entidad ha llegado al punto en que los grupos criminales ya están ordenando quiénes deben ser los candidatos y bajo qué condiciones se realizarán los comicios. Y me dicen que los dirigentes están actuando con responsabilidad, a sabiendas de que no cuentan con los medios para conjurar la amenaza, ni para garantizar las vidas de quienes decidan postularse sin el aval de los violentos, ni para evitar el riesgo en el que estarían los ciudadanos al salir a votar. Eludir las elecciones sería así una salida de emergencia para hacer frente común ante el poder brutal de los grupos criminales.
De ahí la importancia principal de esta deliberación. Porque Michoacán no es isla ni lo que está viviendo es ajeno al destino probable del resto de México, es imperativo que los partidos no abandonen a la democracia en uno de sus peores momentos. Si el régimen recién nacido se quiebra y huye, la derrota no será de ellos sino de todos los ciudadanos. Será la derrota de nuestro futuro.
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