Patricia Galeana / La Jornada
La razón de existir del Estado es impartir justicia y dar seguridad a su población. En la crítica etapa de nuestra historia que vivimos, estas premisas básicas no se cumplen. La inseguridad y la violencia crecen y hay deficiente impartición de justicia, con la consiguiente violación de derechos humanos de la población.
La justicia implica no sólo la igualdad ante la ley, la presunción de inocencia y un juicio transparente y expedito, sino el respeto a las garantías individuales y colectivas de todas las personas. El derecho a los servicios de salud, a un medio ambiente sano, al agua, así como al trabajo y a condiciones dignas en los centros de reclusión.
Si en todas estas garantías hay rezagos que superar, la situación de los ciudadanos en reclusión es el caso más grave de violación sistemática a los derechos humanos. No obstante la evolución del concepto de regeneración (propio de la Constitución de 1917) al de readaptación (1965), y en nuestro tiempo al de reinserción (2008), las condiciones de los reclusorios siguen siendo infrahumanas. Las internas e internos viven en hacinamiento insalubre y no se les da ninguna herramienta para reinsertarse en la sociedad. Por el contrario, las vejaciones y la promis- cuidad en que sobreviven es una constante violación al artículo 22 de la Constitución, que prohíbe penas inusitadas y trascendentes. En el caso de la población carcelaria, las penas son inusitadas y trascendentes, ya que viven en condiciones degradantes y sus familias tienen que conseguir recursos para que puedan subsistir. La peor situación, como en todas las violaciones a los derechos humanos, la enfrentan las mujeres, frecuentes víctimas de explotación sexual.
El pasado 23 de mayo, la Suprema Corte de Estados Unidos pronunció una sentencia histórica acerca del sistema de prisiones en California. Declaró que el hacinamiento significa una violación a los derechos humanos porque impone un trato cruel e inusitado a quienes están privados de su libertad, ya que el hacinamiento no está previsto por las leyes ni forma parte de la sentencia.
Si hay recursos para las campañas políticas, los debe haber para tener reclusorios dignos y para hacer que esta población se reinserte en la sociedad. Hoy los reclusorios son centros de degradación humana, donde ni son delincuentes todos los que están ni están todos los delincuentes que debían de estar. Hay un sinnúmero de órdenes de aprehensión que no se cumplen. La solución para combatir el delito no es aumentar las penas, sino una política social integral preventiva, suprimiendo la corrupción e impunidad.
Este año se cumplen 18 años de creación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, la institución más joven del país en la materia. En este breve tiempo es mucho lo que se ha logrado en la defensa, protección y promoción de las garantías fundamentales de los habitantes de nuestra ciudad, gracias al compromiso social de sus integrantes.
Si nos remontamos a los orígenes de las instituciones defensoras de derechos humanos, vemos que en Suecia –su lugar de origen en el inicio del siglo XIX– el ombudsman se ha reducido a su mínima expresión, gracias a haber logrado, desde un siglo atrás, que las autoridades respeten los derechos de la ciudadanía.
En México, también en el siglo XIX, Ponciano Arriaga, cuyo bicentenario de nacimiento deberíamos estar celebrando en todo el país, tuvo la iniciativa de crear una institución para proteger al grupo más vulnerable y numeroso de la sociedad: los pobres. Arriaga instituyó en 1847 la Procuraduría de Pobres en San Luis Potosí, para ocuparse de la clase que definió como "desvalida, abandonada a sí misma, vejada y oprimida".
La Procuraduría de Pobres estaba facultada para exigir a las autoridades la inmediata reparación de "cualquier agravio; ya en el orden judicial, ya en el orden político o militar del Estado" (artículo 2). En el artículo 7, se prevé que en el caso de que las autoridades no hicieran justicia, la Procuraduría de Pobres haría del conocimiento público tal hecho para obligar a la autoridad a que cumpliera con su deber. El liberal socialista cifraba en la fuerza de la opinión pública la autoridad moral de la procuraduría. Un buen gobierno sería aquel que respondiera positivamente a las recomendaciones de dicha procuraduría, ya que ésta era la forma de mejorar conjuntamente la situación de la parte marginada de la sociedad.
A casi dos siglos de distancia, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de nuestra población siguen siendo una meta por alcanzar. Los bajos salarios tienen sumida en la miseria a gran parte de nuestra población.
Para orgullo de México, ciertamente nuestra ciudad va a la vanguardia del país en otros temas fundamentales de derechos humanos, como son los sexuales y reproductivos de todas las personas, independientemente de su identidad o preferencia sexual. En el Distrito Federal la mujer puede decidir sobre su cuerpo. También vamos a la vanguardia de México y de América Latina en las garantías de los homosexuales, legalizando sus derechos a contraer matrimonio y a adoptar. Frente a estos avances, lamentablemente, se produjo una reacción oscurantista en 18 estados de la República, en fla- grante violación del Estado laico mexicano. En dichas entidades se ha criminalizado a las mujeres con penas hasta de 35 años de prisión por decidir cuándo quieren y pueden ser madres, caso inédito en la historia penal de México. Por ello, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal se ha sumado a la posición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la constitucionalidad de estas normas.
Otro avance sustantivo en nuestra ciudad es el derecho de los enfermos a una muerte digna; falta aún la eutanasia activa para respetar el derecho que tiene cada persona sobre su propia vida.
En contraste con los avances antes mencionados, tenemos todavía mucho que hacer para garantizar los derechos humanos de la infancia en situación de calle, de las mujeres y de la comunidad indígena, que siguen sufriendo discriminación y violencia, y de nuestros jóvenes, que caen en las redes criminales ante la falta de oportunidades.
De ahí la importancia de que nuestras autoridades acepten las recomendaciones que la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal les hace, para enmendar y resarcir a la sociedad las violaciones u omisiones que puedan haber cometido. Son una ayuda para un buen gobierno. Es un acto de justicia que redundará en una mejor relación entre gobierno y ciudadanía para enfrentar la difícil coyuntura actual.
Que en el futuro no sean necesarios los ombudsman
Debemos aspirar a que en el futuro no sean necesarios los ombudsman y las comisiones defensoras de derechos humanos puedan reducirse a su mínima expresión, porque las autoridades cumplen con su deber y respetan las garantías de toda la población.
Para alcanzar lo que ahora parece una utopía son necesarias acciones paralelas: contar con un marco jurídico adecuado y que éste sea cumplido y respetado por sus autoridades, y conocido por la ciudadanía; políticas públicas que garanticen el respeto a los derechos humanos de todas las personas y una educación formal e informal que desarrolle una nueva cultura de respeto a las personas, independientemente de su sexo, origen étnico, edad, capacidad, ideología o preferencias sexuales. Una nueva mentalidad que dignifique lo hu- mano, la no violencia, la paz. Que la población en reclusión no vea crecer su tamaño y su amargura.
En este sentido, es de la mayor importancia la reforma constitucional recientemente aprobada, así como la Ley del Programa sobre Derechos Humanos de nuestra ciudad. La tensión entre la razón de Estado y los derechos humanos se resuelve mediante la aceptación de las recomendaciones de la Comisión de Derechos Humanos. La justicia y la equidad generan una convivencia pacífica y contribuyen a superar la violencia.
No podemos vernos en la paradoja de haber progresado en garantizar jurídicamente garantías fundamentales pese a la oposición retardataria, y que después no podamos darles vigencia y vivir un verdadero estado de derecho.
No es posible que se reformen la Constitución y las leyes y después no se cumplan. Debemos cambiar las normas y también las conductas. Les exhortamos a hacer ambas cosas.
Generar una cultura de respeto a los derechos de las personas, en la que todas sus autoridades acaten las garantías indi- viduales de su población, puede considerarse utópico, pero como bien ha señalado Eduardo Galeano, para eso sirven las utopías, para caminar.
La razón de existir del Estado es impartir justicia y dar seguridad a su población. En la crítica etapa de nuestra historia que vivimos, estas premisas básicas no se cumplen. La inseguridad y la violencia crecen y hay deficiente impartición de justicia, con la consiguiente violación de derechos humanos de la población.
La justicia implica no sólo la igualdad ante la ley, la presunción de inocencia y un juicio transparente y expedito, sino el respeto a las garantías individuales y colectivas de todas las personas. El derecho a los servicios de salud, a un medio ambiente sano, al agua, así como al trabajo y a condiciones dignas en los centros de reclusión.
Si en todas estas garantías hay rezagos que superar, la situación de los ciudadanos en reclusión es el caso más grave de violación sistemática a los derechos humanos. No obstante la evolución del concepto de regeneración (propio de la Constitución de 1917) al de readaptación (1965), y en nuestro tiempo al de reinserción (2008), las condiciones de los reclusorios siguen siendo infrahumanas. Las internas e internos viven en hacinamiento insalubre y no se les da ninguna herramienta para reinsertarse en la sociedad. Por el contrario, las vejaciones y la promis- cuidad en que sobreviven es una constante violación al artículo 22 de la Constitución, que prohíbe penas inusitadas y trascendentes. En el caso de la población carcelaria, las penas son inusitadas y trascendentes, ya que viven en condiciones degradantes y sus familias tienen que conseguir recursos para que puedan subsistir. La peor situación, como en todas las violaciones a los derechos humanos, la enfrentan las mujeres, frecuentes víctimas de explotación sexual.
El pasado 23 de mayo, la Suprema Corte de Estados Unidos pronunció una sentencia histórica acerca del sistema de prisiones en California. Declaró que el hacinamiento significa una violación a los derechos humanos porque impone un trato cruel e inusitado a quienes están privados de su libertad, ya que el hacinamiento no está previsto por las leyes ni forma parte de la sentencia.
Si hay recursos para las campañas políticas, los debe haber para tener reclusorios dignos y para hacer que esta población se reinserte en la sociedad. Hoy los reclusorios son centros de degradación humana, donde ni son delincuentes todos los que están ni están todos los delincuentes que debían de estar. Hay un sinnúmero de órdenes de aprehensión que no se cumplen. La solución para combatir el delito no es aumentar las penas, sino una política social integral preventiva, suprimiendo la corrupción e impunidad.
Este año se cumplen 18 años de creación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, la institución más joven del país en la materia. En este breve tiempo es mucho lo que se ha logrado en la defensa, protección y promoción de las garantías fundamentales de los habitantes de nuestra ciudad, gracias al compromiso social de sus integrantes.
Si nos remontamos a los orígenes de las instituciones defensoras de derechos humanos, vemos que en Suecia –su lugar de origen en el inicio del siglo XIX– el ombudsman se ha reducido a su mínima expresión, gracias a haber logrado, desde un siglo atrás, que las autoridades respeten los derechos de la ciudadanía.
En México, también en el siglo XIX, Ponciano Arriaga, cuyo bicentenario de nacimiento deberíamos estar celebrando en todo el país, tuvo la iniciativa de crear una institución para proteger al grupo más vulnerable y numeroso de la sociedad: los pobres. Arriaga instituyó en 1847 la Procuraduría de Pobres en San Luis Potosí, para ocuparse de la clase que definió como "desvalida, abandonada a sí misma, vejada y oprimida".
La Procuraduría de Pobres estaba facultada para exigir a las autoridades la inmediata reparación de "cualquier agravio; ya en el orden judicial, ya en el orden político o militar del Estado" (artículo 2). En el artículo 7, se prevé que en el caso de que las autoridades no hicieran justicia, la Procuraduría de Pobres haría del conocimiento público tal hecho para obligar a la autoridad a que cumpliera con su deber. El liberal socialista cifraba en la fuerza de la opinión pública la autoridad moral de la procuraduría. Un buen gobierno sería aquel que respondiera positivamente a las recomendaciones de dicha procuraduría, ya que ésta era la forma de mejorar conjuntamente la situación de la parte marginada de la sociedad.
A casi dos siglos de distancia, los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de nuestra población siguen siendo una meta por alcanzar. Los bajos salarios tienen sumida en la miseria a gran parte de nuestra población.
Para orgullo de México, ciertamente nuestra ciudad va a la vanguardia del país en otros temas fundamentales de derechos humanos, como son los sexuales y reproductivos de todas las personas, independientemente de su identidad o preferencia sexual. En el Distrito Federal la mujer puede decidir sobre su cuerpo. También vamos a la vanguardia de México y de América Latina en las garantías de los homosexuales, legalizando sus derechos a contraer matrimonio y a adoptar. Frente a estos avances, lamentablemente, se produjo una reacción oscurantista en 18 estados de la República, en fla- grante violación del Estado laico mexicano. En dichas entidades se ha criminalizado a las mujeres con penas hasta de 35 años de prisión por decidir cuándo quieren y pueden ser madres, caso inédito en la historia penal de México. Por ello, la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal se ha sumado a la posición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la constitucionalidad de estas normas.
Otro avance sustantivo en nuestra ciudad es el derecho de los enfermos a una muerte digna; falta aún la eutanasia activa para respetar el derecho que tiene cada persona sobre su propia vida.
En contraste con los avances antes mencionados, tenemos todavía mucho que hacer para garantizar los derechos humanos de la infancia en situación de calle, de las mujeres y de la comunidad indígena, que siguen sufriendo discriminación y violencia, y de nuestros jóvenes, que caen en las redes criminales ante la falta de oportunidades.
De ahí la importancia de que nuestras autoridades acepten las recomendaciones que la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal les hace, para enmendar y resarcir a la sociedad las violaciones u omisiones que puedan haber cometido. Son una ayuda para un buen gobierno. Es un acto de justicia que redundará en una mejor relación entre gobierno y ciudadanía para enfrentar la difícil coyuntura actual.
Que en el futuro no sean necesarios los ombudsman
Debemos aspirar a que en el futuro no sean necesarios los ombudsman y las comisiones defensoras de derechos humanos puedan reducirse a su mínima expresión, porque las autoridades cumplen con su deber y respetan las garantías de toda la población.
Para alcanzar lo que ahora parece una utopía son necesarias acciones paralelas: contar con un marco jurídico adecuado y que éste sea cumplido y respetado por sus autoridades, y conocido por la ciudadanía; políticas públicas que garanticen el respeto a los derechos humanos de todas las personas y una educación formal e informal que desarrolle una nueva cultura de respeto a las personas, independientemente de su sexo, origen étnico, edad, capacidad, ideología o preferencias sexuales. Una nueva mentalidad que dignifique lo hu- mano, la no violencia, la paz. Que la población en reclusión no vea crecer su tamaño y su amargura.
En este sentido, es de la mayor importancia la reforma constitucional recientemente aprobada, así como la Ley del Programa sobre Derechos Humanos de nuestra ciudad. La tensión entre la razón de Estado y los derechos humanos se resuelve mediante la aceptación de las recomendaciones de la Comisión de Derechos Humanos. La justicia y la equidad generan una convivencia pacífica y contribuyen a superar la violencia.
No podemos vernos en la paradoja de haber progresado en garantizar jurídicamente garantías fundamentales pese a la oposición retardataria, y que después no podamos darles vigencia y vivir un verdadero estado de derecho.
No es posible que se reformen la Constitución y las leyes y después no se cumplan. Debemos cambiar las normas y también las conductas. Les exhortamos a hacer ambas cosas.
Generar una cultura de respeto a los derechos de las personas, en la que todas sus autoridades acaten las garantías indi- viduales de su población, puede considerarse utópico, pero como bien ha señalado Eduardo Galeano, para eso sirven las utopías, para caminar.
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