Francisco Valdés Ugalde / El Universal
Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
Una perniciosa tendencia identitaria persigue a América Latina: la sudamericanización de la idea latinoamericana. Varios factores concurren en la formación de ese prejuicio. Sería imposible enunciarlas en orden de importancia. Sin embargo, vale la pena fijarse en algunas de ellas.
El éxito de la reprimarización es de carácter fundamental. La demanda de materias primas proveniente especialmente de China y la India ha significado un boom de economías con vocación agrícola como Argentina, Brasil y Paraguay, cuyas exportaciones de soya y otros granos han crecido exponencialmente, explicando la alta tasa de crecimiento que han registrado en los años recientes y que los ata dependientemente a la demanda oriental de esos productos. Mientras ésta se mantenga alta y constante, sin encontrar otras fuentes alternas (que las dos potencias emergentes ya buscan activamente en África), estos países del sur americano seguirán creciendo y disfrutando de ingresos crecientes.
Brasil se cuece aparte. Su economía es poderosa y significativamente diversificada, en especial porque desde la dictadura militar optó por el desarrollo de una industria militar que hoy tiene una fuerte apuesta en la aviación, además de sectores tradicionales de su industria manufacturera. Empero, Brasil no mira hacia América Latina, excepto por lo que respecta a su región inmediata, países con los cuales tiene fuertes vínculos que lo favorecen ampliamente para crear una cómoda esfera de influencia.
La creación de entidades subregionales de integración es otro fenómeno que, al favorecer modalidades de integración, contribuye asimismo a la idea de una Sudamérica vanguardista. Mercosur, Unasur, Alba, CAN, y otras han creado un abigarrado entramado de organizaciones intergubernamentales de las que han surgido algunos proyectos interesantes de integración, como los encaminados a construir redes de transporte transversales (de este a oeste) entre varios países tradicionalmente poco comunicados.
Aunque hay países que mantienen tratados de libre comercio con diversas naciones latinoamericanas y otras fuera de la región, tiende a haber una valoración negativa de los que mantienen políticas de libre comercio (e integración, por consiguiente) con Estados Unidos y Canadá, Gran Bretaña y otras potencias de Europa. Sin embargo, aquí hay una diferencia importante: aunque el esfuerzo para fortalecer el mercado interno, como el realizado exitosamente por Brasil, el componente internacional de las economías es fundamental, pues de la generación de mayor valor agregado en actividades más sofisticadas que las de los mercados primarios depende el éxito futuro de las economías emergentes y, en buena medida, de las que puedan seguirlas en su éxito en el futuro próximo.
Desde Colombia hasta México, incluyendo el Caribe, la realidad es diferente. También en este Norte se han desarrollado nuevos organismos. El Proyecto Mesoamérica, la Caricom, el Cafta, el Nafta y diversos tratados de libre comercio bilaterales o multilaterales. Pero éstos tienen una orientación que responde a una realidad económica y geopolítica distinta.
Este aspecto es crucial. América Latina no es uniforme, nunca lo ha sido en sentido alguno. No se puede integrar bajo la presunción de una homogeneidad política, y menos cuando en ella predominan cómodamente los sistemas políticos democráticos. Si algo nos unifica es más el peso de las lacras del pasado que el de los éxitos actuales o futuros. Con la democracia, las sociedades latinoamericanas apenas han comenzado a mirarse en el espejos de su pasado. Ojalá nos dure para que este ejercicio pueda valer su peso en oro.
Pero hay ciertas ansiedades latinomericanistas que alegan que en esta división económica y geográfica se ha jugado un futuro trágico en el que un puñado selecto de naciones se ha abierto hacia un futuro en el que la máquina de arrastre es China, mientras que otros, condenados por la geografía y su obcecamiento miran hacia el Atlántico Norte.
Es cierto que las apuestas sistémicas ya se han hecho; se jugaron hacia el final del siglo pasado. Pero una cosa es esa realidad y otra el prejuicio mágico según el cual “América Latina” existe en el Sur y se disuelve en el Norte. Hay ciertas determinaciones, como las geográficas, que no permiten ingenuidades. Más aún, desconocer los límites de los modelos de crecimiento y estancarse en la complacencia es tan peligroso como perderse en el océano.
Sin entrar en detalles, este último tema que merece tratamiento separado, hay que decir que el prejuicio sudamericanista es tan inaceptable como pernicioso. Inaceptable porque no resiste el menor análisis desde el punto de vista de la honradez histórica y pernicioso porque introduce una división identitaria entre los “buenos” y los “descarriados”, basada en el infantilismo político, la falta de visión de largo plazo y la incapacidad para coexistir con la complejidad que naufragan, como ocurrió repetidamente en el pasado, ante realidades que se resisten a la simplificación.
Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) sede México
Una perniciosa tendencia identitaria persigue a América Latina: la sudamericanización de la idea latinoamericana. Varios factores concurren en la formación de ese prejuicio. Sería imposible enunciarlas en orden de importancia. Sin embargo, vale la pena fijarse en algunas de ellas.
El éxito de la reprimarización es de carácter fundamental. La demanda de materias primas proveniente especialmente de China y la India ha significado un boom de economías con vocación agrícola como Argentina, Brasil y Paraguay, cuyas exportaciones de soya y otros granos han crecido exponencialmente, explicando la alta tasa de crecimiento que han registrado en los años recientes y que los ata dependientemente a la demanda oriental de esos productos. Mientras ésta se mantenga alta y constante, sin encontrar otras fuentes alternas (que las dos potencias emergentes ya buscan activamente en África), estos países del sur americano seguirán creciendo y disfrutando de ingresos crecientes.
Brasil se cuece aparte. Su economía es poderosa y significativamente diversificada, en especial porque desde la dictadura militar optó por el desarrollo de una industria militar que hoy tiene una fuerte apuesta en la aviación, además de sectores tradicionales de su industria manufacturera. Empero, Brasil no mira hacia América Latina, excepto por lo que respecta a su región inmediata, países con los cuales tiene fuertes vínculos que lo favorecen ampliamente para crear una cómoda esfera de influencia.
La creación de entidades subregionales de integración es otro fenómeno que, al favorecer modalidades de integración, contribuye asimismo a la idea de una Sudamérica vanguardista. Mercosur, Unasur, Alba, CAN, y otras han creado un abigarrado entramado de organizaciones intergubernamentales de las que han surgido algunos proyectos interesantes de integración, como los encaminados a construir redes de transporte transversales (de este a oeste) entre varios países tradicionalmente poco comunicados.
Aunque hay países que mantienen tratados de libre comercio con diversas naciones latinoamericanas y otras fuera de la región, tiende a haber una valoración negativa de los que mantienen políticas de libre comercio (e integración, por consiguiente) con Estados Unidos y Canadá, Gran Bretaña y otras potencias de Europa. Sin embargo, aquí hay una diferencia importante: aunque el esfuerzo para fortalecer el mercado interno, como el realizado exitosamente por Brasil, el componente internacional de las economías es fundamental, pues de la generación de mayor valor agregado en actividades más sofisticadas que las de los mercados primarios depende el éxito futuro de las economías emergentes y, en buena medida, de las que puedan seguirlas en su éxito en el futuro próximo.
Desde Colombia hasta México, incluyendo el Caribe, la realidad es diferente. También en este Norte se han desarrollado nuevos organismos. El Proyecto Mesoamérica, la Caricom, el Cafta, el Nafta y diversos tratados de libre comercio bilaterales o multilaterales. Pero éstos tienen una orientación que responde a una realidad económica y geopolítica distinta.
Este aspecto es crucial. América Latina no es uniforme, nunca lo ha sido en sentido alguno. No se puede integrar bajo la presunción de una homogeneidad política, y menos cuando en ella predominan cómodamente los sistemas políticos democráticos. Si algo nos unifica es más el peso de las lacras del pasado que el de los éxitos actuales o futuros. Con la democracia, las sociedades latinoamericanas apenas han comenzado a mirarse en el espejos de su pasado. Ojalá nos dure para que este ejercicio pueda valer su peso en oro.
Pero hay ciertas ansiedades latinomericanistas que alegan que en esta división económica y geográfica se ha jugado un futuro trágico en el que un puñado selecto de naciones se ha abierto hacia un futuro en el que la máquina de arrastre es China, mientras que otros, condenados por la geografía y su obcecamiento miran hacia el Atlántico Norte.
Es cierto que las apuestas sistémicas ya se han hecho; se jugaron hacia el final del siglo pasado. Pero una cosa es esa realidad y otra el prejuicio mágico según el cual “América Latina” existe en el Sur y se disuelve en el Norte. Hay ciertas determinaciones, como las geográficas, que no permiten ingenuidades. Más aún, desconocer los límites de los modelos de crecimiento y estancarse en la complacencia es tan peligroso como perderse en el océano.
Sin entrar en detalles, este último tema que merece tratamiento separado, hay que decir que el prejuicio sudamericanista es tan inaceptable como pernicioso. Inaceptable porque no resiste el menor análisis desde el punto de vista de la honradez histórica y pernicioso porque introduce una división identitaria entre los “buenos” y los “descarriados”, basada en el infantilismo político, la falta de visión de largo plazo y la incapacidad para coexistir con la complejidad que naufragan, como ocurrió repetidamente en el pasado, ante realidades que se resisten a la simplificación.
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