RENÉ DELGADO / REFORMA
A fuerza -en el más brutal y expreso sentido de la palabra- nos hemos acostumbrado a convivir con la inseguridad pública, no con la inseguridad política.
Del crimen, nadie espera una conducta institucional ni civilizada; de la política sí. En la política, a pesar de los pesares, se abriga la esperanza de contar con dirigentes que, en el marco de sus diferencias y legítimas aspiraciones, se empeñen en realizar un país más justo y democrático, inserto en la cultura de la legalidad. Por eso enoja que con sus dudas, desesperación, ambición desmedida y titubeos, los políticos vulneren esa esperanza. Vulnerarla es abrir la puerta, de par en par, a la barbarie... política y criminal.
Hoy, la actuación insegura de los dirigentes políticos golpea en los tobillos a la democracia que, defectuosa, se percibe al punto del tropiezo. Esa inseguridad en nada se emparenta con la flexibilidad o la capacidad de rectificar, una virtud agradecible; no, se emparenta con el vicio de la voracidad y el arrebato, con la traición de quienes diciéndose siervos de la nación se plantan como dueños de ella. Esa inseguridad juega con la certeza política, requisito fundamental -valga la paradoja- de la incertidumbre electoral. Y juega con ella en un momento terrible, cuando el crimen administra la violencia, sacrifica derechos y libertades al tiempo que arrebata vidas.
Esa inseguridad plantea más interrogantes que respuestas.
***
¿En el último año de su administración, el presidente Felipe Calderón se conducirá como jefe de Estado o de partido? ¿El canje de posiciones por votos a un costo altísimo para su propio partido perfila a Enrique Peña como un gran estratega o a un traficante de votos? ¿El giro de Andrés Manuel López Obrador es magia nueva con la chistera vieja o reconsideración seria? ¿Ernesto Cordero, en verdad, quiere ser candidato o sólo figurar como tal en atención a la instrucción recibida? ¿El consejo del IFE valida el proceso electoral pese a estar incompleto o ruega, entre reclamos sollozantes, atención a los diputados?
Nadie se engaña. El lenguaje equívoco, las medias verdades y las mentiras completas, la contradicción y la promesa sin sustento son herramientas de uso corriente por los políticos, pero su abuso las está fatigando y, en el momento, se requiere de definiciones para determinar si podrá elegirse a un jefe Estado y Gobierno o si se simulará una elección para dejar a un velador en Los Pinos. Es preciso saber si la certeza política dará amparo a la incertidumbre electoral o si, pese al evidente peligro, la inseguridad de los dirigentes políticos terminarán por ponerle una zancadilla a la democracia.
Se requiere saber si, como antes pero de un modo distinto, votarán hasta los muertos.
***
Mucho de lo que hoy se está viendo anuncia experiencias amargas ya vividas, de las cuales parecieran no desprenderse lecciones.
Hace seis años la injerencia del presidente de la República en la contienda electoral tuvo efecto -imposible de calcular, según el Tribunal- sobre el resultado y, sí, quedó como sucesor el candidato albiazul, pero no pudo asentarse como gobierno. Se tuvo la experiencia y, otra vez, no está claro cómo se ubica el presidente Felipe Calderón frente al proceso electoral. Cargar los votos de un lado puede acarrear el triunfo electoral, pero no hacerse del gobierno. Tener de nuevo una administración en vez de un gobierno es echar, desde hoy, seis años más a la basura.
La tentación de jugar como jefe de partido y no como jefe de Estado se percibe presente. De ser cierta la expresión "no seré el Zedillo del PAN", supone a un mandatario decidido no a garantizar sino a vulnerar el proceso electoral y hacer cuanto sea necesario para cargar los dados.
En unos días dará inicio del último año de la administración. El saldo negativo de ella es irreversible, no la posibilidad de cerrar la gestión asegurando, hasta donde sea posible, el concurso electoral para darle a la ciudadanía la oportunidad de escoger, en libertad y en seguridad, a quien deba llevar las riendas del país.
Es hora de dejar el discurso que ignora cuántas hojas le quedan al calendario sexenal y fijar postura clara ante el final. ¿Cuál es la respuesta frente a esa interrogante?
***
Comprar una o dos mulas al precio de un pura sangre no presenta al experimentado dueño de una cuadra imbatible en las carreras hípicas, exhibe a un hombre inseguro en el hipódromo.
Algo de eso está ocurriendo con Enrique Peña. Dentro de su propio partido hay molestia por la alianza con los niños verdes y los alumnos de la maestra. No molesta el desprestigio que eso acarrea ni el sacrificio anticipado de políticas fundamentales en el replanteamiento del Estado, irrita el canje de posiciones por votos que deja fuera a muchos tricolores que ya se veían sentados en un escaño o una curul.
Si el contenido de esa alianza es una interrogante, su elevadísimo precio es una certeza. Quien ha puesto en duda la fortaleza electoral de Enrique Peña, es Enrique Peña. En cada operación o postura política para asegurar el triunfo, reduce el margen de maniobra de su eventual gobierno. Topado el nivel de su popularidad lo que viene es el descenso de ella y el ascenso de sus negativos y, ante ello, el virtual candidato tricolor da muestras de una terrible inseguridad. Se presenta como un joven viejo, afectado por la nostalgia, decidido a restaurar un pasado perdido.
El gobernador que aparecía como estadista en la tele, ahora pide prestado aquí y allá sin reparar siquiera en la casa donde hipoteca su posibilidad política. Si ése es el nuevo PRI, puede darse por sentado que esa fuerza puede regresar a Los Pinos no por los aciertos acumulados, sino por el cúmulo de desaciertos de su adversario.
Ahí es donde se explica la confusión y la inseguridad con que se conduce su abanderado.
***
Andrés Manuel López Obrador dio varios campanazos en las últimas semanas y se beneficia también de los errores de sus contrincantes, pero uno o dos asaltos no suponen ganar una pelea.
El giro en el discurso lopezobradorista -conciliador, incluyente, amoroso, mesurado y con un poco de gel en las ideas- no acaba de perfilarlo como un político con capacidad de rectificación aunque tampoco como un demagogo con dote de histrionismo. Lo recoloca en la contienda, sí, pero no acaba de posicionarlo de un modo distinto en la política. Años de caminar abajo de la banqueta pero sin subirse a la montaña exigen una redefinición mucho más seria. Como los demás, en la indefinición López Obrador se advierte inseguro.
***
Sí, vivir en la inseguridad pública ya es costumbre pero ello no debe conducir a aceptar la inseguridad política.
A fuerza -en el más brutal y expreso sentido de la palabra- nos hemos acostumbrado a convivir con la inseguridad pública, no con la inseguridad política.
Del crimen, nadie espera una conducta institucional ni civilizada; de la política sí. En la política, a pesar de los pesares, se abriga la esperanza de contar con dirigentes que, en el marco de sus diferencias y legítimas aspiraciones, se empeñen en realizar un país más justo y democrático, inserto en la cultura de la legalidad. Por eso enoja que con sus dudas, desesperación, ambición desmedida y titubeos, los políticos vulneren esa esperanza. Vulnerarla es abrir la puerta, de par en par, a la barbarie... política y criminal.
Hoy, la actuación insegura de los dirigentes políticos golpea en los tobillos a la democracia que, defectuosa, se percibe al punto del tropiezo. Esa inseguridad en nada se emparenta con la flexibilidad o la capacidad de rectificar, una virtud agradecible; no, se emparenta con el vicio de la voracidad y el arrebato, con la traición de quienes diciéndose siervos de la nación se plantan como dueños de ella. Esa inseguridad juega con la certeza política, requisito fundamental -valga la paradoja- de la incertidumbre electoral. Y juega con ella en un momento terrible, cuando el crimen administra la violencia, sacrifica derechos y libertades al tiempo que arrebata vidas.
Esa inseguridad plantea más interrogantes que respuestas.
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¿En el último año de su administración, el presidente Felipe Calderón se conducirá como jefe de Estado o de partido? ¿El canje de posiciones por votos a un costo altísimo para su propio partido perfila a Enrique Peña como un gran estratega o a un traficante de votos? ¿El giro de Andrés Manuel López Obrador es magia nueva con la chistera vieja o reconsideración seria? ¿Ernesto Cordero, en verdad, quiere ser candidato o sólo figurar como tal en atención a la instrucción recibida? ¿El consejo del IFE valida el proceso electoral pese a estar incompleto o ruega, entre reclamos sollozantes, atención a los diputados?
Nadie se engaña. El lenguaje equívoco, las medias verdades y las mentiras completas, la contradicción y la promesa sin sustento son herramientas de uso corriente por los políticos, pero su abuso las está fatigando y, en el momento, se requiere de definiciones para determinar si podrá elegirse a un jefe Estado y Gobierno o si se simulará una elección para dejar a un velador en Los Pinos. Es preciso saber si la certeza política dará amparo a la incertidumbre electoral o si, pese al evidente peligro, la inseguridad de los dirigentes políticos terminarán por ponerle una zancadilla a la democracia.
Se requiere saber si, como antes pero de un modo distinto, votarán hasta los muertos.
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Mucho de lo que hoy se está viendo anuncia experiencias amargas ya vividas, de las cuales parecieran no desprenderse lecciones.
Hace seis años la injerencia del presidente de la República en la contienda electoral tuvo efecto -imposible de calcular, según el Tribunal- sobre el resultado y, sí, quedó como sucesor el candidato albiazul, pero no pudo asentarse como gobierno. Se tuvo la experiencia y, otra vez, no está claro cómo se ubica el presidente Felipe Calderón frente al proceso electoral. Cargar los votos de un lado puede acarrear el triunfo electoral, pero no hacerse del gobierno. Tener de nuevo una administración en vez de un gobierno es echar, desde hoy, seis años más a la basura.
La tentación de jugar como jefe de partido y no como jefe de Estado se percibe presente. De ser cierta la expresión "no seré el Zedillo del PAN", supone a un mandatario decidido no a garantizar sino a vulnerar el proceso electoral y hacer cuanto sea necesario para cargar los dados.
En unos días dará inicio del último año de la administración. El saldo negativo de ella es irreversible, no la posibilidad de cerrar la gestión asegurando, hasta donde sea posible, el concurso electoral para darle a la ciudadanía la oportunidad de escoger, en libertad y en seguridad, a quien deba llevar las riendas del país.
Es hora de dejar el discurso que ignora cuántas hojas le quedan al calendario sexenal y fijar postura clara ante el final. ¿Cuál es la respuesta frente a esa interrogante?
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Comprar una o dos mulas al precio de un pura sangre no presenta al experimentado dueño de una cuadra imbatible en las carreras hípicas, exhibe a un hombre inseguro en el hipódromo.
Algo de eso está ocurriendo con Enrique Peña. Dentro de su propio partido hay molestia por la alianza con los niños verdes y los alumnos de la maestra. No molesta el desprestigio que eso acarrea ni el sacrificio anticipado de políticas fundamentales en el replanteamiento del Estado, irrita el canje de posiciones por votos que deja fuera a muchos tricolores que ya se veían sentados en un escaño o una curul.
Si el contenido de esa alianza es una interrogante, su elevadísimo precio es una certeza. Quien ha puesto en duda la fortaleza electoral de Enrique Peña, es Enrique Peña. En cada operación o postura política para asegurar el triunfo, reduce el margen de maniobra de su eventual gobierno. Topado el nivel de su popularidad lo que viene es el descenso de ella y el ascenso de sus negativos y, ante ello, el virtual candidato tricolor da muestras de una terrible inseguridad. Se presenta como un joven viejo, afectado por la nostalgia, decidido a restaurar un pasado perdido.
El gobernador que aparecía como estadista en la tele, ahora pide prestado aquí y allá sin reparar siquiera en la casa donde hipoteca su posibilidad política. Si ése es el nuevo PRI, puede darse por sentado que esa fuerza puede regresar a Los Pinos no por los aciertos acumulados, sino por el cúmulo de desaciertos de su adversario.
Ahí es donde se explica la confusión y la inseguridad con que se conduce su abanderado.
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Andrés Manuel López Obrador dio varios campanazos en las últimas semanas y se beneficia también de los errores de sus contrincantes, pero uno o dos asaltos no suponen ganar una pelea.
El giro en el discurso lopezobradorista -conciliador, incluyente, amoroso, mesurado y con un poco de gel en las ideas- no acaba de perfilarlo como un político con capacidad de rectificación aunque tampoco como un demagogo con dote de histrionismo. Lo recoloca en la contienda, sí, pero no acaba de posicionarlo de un modo distinto en la política. Años de caminar abajo de la banqueta pero sin subirse a la montaña exigen una redefinición mucho más seria. Como los demás, en la indefinición López Obrador se advierte inseguro.
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Sí, vivir en la inseguridad pública ya es costumbre pero ello no debe conducir a aceptar la inseguridad política.
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