Alejandro Nadal / la Jornada
La destrucción de la unión monetaria europea no es resultado de una inverosímil combinación de factores improbables. Es la consecuencia lógica de un diseño equivocado y de un modelo económico fracasado.
Lo único que puede salvar al euro es la intervención directa del Banco Central Europeo (BCE) para apuntalar la deuda de los países de la unión monetaria en su calidad de prestamista de última instancia. Pero eso va en contra de la letra del Tratado de la Unión Europea (art. 101) que prohíbe al BCE comprar "directamente" bonos de países miembros.
Es cierto que el BCE ha estado interviniendo en el mercado secundario de deuda soberana desde mediados de 2010. Para evitar incrementar la base monetaria, ha procedido a operaciones de esterilización. Esta intervención indirecta le ha permitido dar la vuelta a los tratados y dar un respiro a países como España e Italia.
Sin embargo, la polémica subsiste. El país clave en esto es Alemania, donde impera el dogma de que la única función del banco central es la lucha contra la inflación. Como si la inestabilidad financiera no fuera importante. Además, la mayoría de los líderes políticos alemanes considera absurdamente que respaldar la deuda italiana equivale a transferir riqueza a los vecinos indolentes del Mediterráneo. También piensa que la presión de los mercados financieros es la única forma de obligar a estos países irresponsables a caminar por la senda de la virtud presupuestaria. Por estos prejuicios es probable que el BCE nunca adopte el papel de prestamista de última instancia que requeriría el salvamento del euro. Renunciar a esta función es casi equivalente a renunciar a ser banco central.
Cuando la crisis comenzó a golpear a los bancos europeos a finales de 2008, el BCE inyectó fuertes cantidades de liquidez al sistema bancario para respaldar a los bancos europeos. Pero cuando el peso de la crisis se trasladó a los bonos soberanos en 2011, el BCE no mostró el mismo entusiasmo para intervenir. Anunció que haría intervenciones puntuales en los mercados de deuda soberana, pero que estas operaciones le repugnaban y las terminaría tan pronto fuera posible. Es como si Patton hubiera declarado voy a la batalla, pero no utilizaré mi artillería y retrocederé lo antes posible.
El Banco Central Europeo estuvo dispuesto a desempeñar el papel de prestamista de última instancia en el sector bancario, pero no quiere hacerlo en el mercado de bonos soberanos. Por ese motivo se creó el Fondo europeo de estabilidad financiera (FEEF), instrumento que no tiene los elementos de que dispone el BCE y nunca los tendrá. Ahora que fracasó el plan para aumentar los recursos del FEEF a través del apalancamiento, las cosas han quedado claras: no hay prestamista de última instancia.
Uno de los grandes problemas en la construcción del euro es que los gobiernos de la eurozona pueden emitir deuda en una divisa que no controlan. Es como si emitieran deuda denominada en la divisa de una potencia extranjera. Este es el problema de cualquier unión monetaria. Esto significa que un país miembro de la unión monetaria no puede garantizar que siempre tendrá la liquidez necesaria para solventar sus pagos.
Los gobiernos que no forman parte de la unión monetaria pueden emitir deuda en su propia divisa. Desde esa perspectiva, siempre pueden garantizar que tendrán la liquidez necesaria para enfrentar sus compromisos de deuda soberana. El banco central en estos países que mantienen su soberanía monetaria puede fungir como prestamista de última instancia en el mercado de bonos de esos gobiernos.
Claro que los tenedores de bonos de esos países tienen que enfrentar el riesgo de que la moneda en la que se les va a reembolsar esté devaluada por la inflación. En ese sentido, el país deudor también tiene el recurso de reducir la deuda a través de la inflación. En contraste, insertado en la unión monetaria y sin un verdadero banco central a quien recurrir, el único camino para el deudor es la recesión y el desempleo.
Sin prestamista de última instancia, los gobiernos de la eurozona han quedado a merced de los mercados financieros. Aquí hay círculos viciosos desagradables y una gran volatilidad. Si los agentes financieros piensan que un gobierno puede pagar, mantienen bajas las tasas de interés. Por el contrario, si piensan que no podrá pagar, la prima de riesgo será muy alta y el costo financiero de la deuda terminará por hacerse insoportable. Las profecías de los agentes financieros llevan implícitas las condiciones de su cumplimiento. Lo único que puede frenar la dinámica perversa de estos mercados es un banco central capaz de desempeñar la función de prestamista de última instancia.
En la construcción del euro se rompió el vínculo entre la política fiscal y la monetaria. Además, los miembros de la unión monetaria depositaron su soberanía monetaria en una entidad que rehúye el desempeño de su función más importante. Hoy es lógico que la moneda común esté amenazada.
La destrucción de la unión monetaria europea no es resultado de una inverosímil combinación de factores improbables. Es la consecuencia lógica de un diseño equivocado y de un modelo económico fracasado.
Lo único que puede salvar al euro es la intervención directa del Banco Central Europeo (BCE) para apuntalar la deuda de los países de la unión monetaria en su calidad de prestamista de última instancia. Pero eso va en contra de la letra del Tratado de la Unión Europea (art. 101) que prohíbe al BCE comprar "directamente" bonos de países miembros.
Es cierto que el BCE ha estado interviniendo en el mercado secundario de deuda soberana desde mediados de 2010. Para evitar incrementar la base monetaria, ha procedido a operaciones de esterilización. Esta intervención indirecta le ha permitido dar la vuelta a los tratados y dar un respiro a países como España e Italia.
Sin embargo, la polémica subsiste. El país clave en esto es Alemania, donde impera el dogma de que la única función del banco central es la lucha contra la inflación. Como si la inestabilidad financiera no fuera importante. Además, la mayoría de los líderes políticos alemanes considera absurdamente que respaldar la deuda italiana equivale a transferir riqueza a los vecinos indolentes del Mediterráneo. También piensa que la presión de los mercados financieros es la única forma de obligar a estos países irresponsables a caminar por la senda de la virtud presupuestaria. Por estos prejuicios es probable que el BCE nunca adopte el papel de prestamista de última instancia que requeriría el salvamento del euro. Renunciar a esta función es casi equivalente a renunciar a ser banco central.
Cuando la crisis comenzó a golpear a los bancos europeos a finales de 2008, el BCE inyectó fuertes cantidades de liquidez al sistema bancario para respaldar a los bancos europeos. Pero cuando el peso de la crisis se trasladó a los bonos soberanos en 2011, el BCE no mostró el mismo entusiasmo para intervenir. Anunció que haría intervenciones puntuales en los mercados de deuda soberana, pero que estas operaciones le repugnaban y las terminaría tan pronto fuera posible. Es como si Patton hubiera declarado voy a la batalla, pero no utilizaré mi artillería y retrocederé lo antes posible.
El Banco Central Europeo estuvo dispuesto a desempeñar el papel de prestamista de última instancia en el sector bancario, pero no quiere hacerlo en el mercado de bonos soberanos. Por ese motivo se creó el Fondo europeo de estabilidad financiera (FEEF), instrumento que no tiene los elementos de que dispone el BCE y nunca los tendrá. Ahora que fracasó el plan para aumentar los recursos del FEEF a través del apalancamiento, las cosas han quedado claras: no hay prestamista de última instancia.
Uno de los grandes problemas en la construcción del euro es que los gobiernos de la eurozona pueden emitir deuda en una divisa que no controlan. Es como si emitieran deuda denominada en la divisa de una potencia extranjera. Este es el problema de cualquier unión monetaria. Esto significa que un país miembro de la unión monetaria no puede garantizar que siempre tendrá la liquidez necesaria para solventar sus pagos.
Los gobiernos que no forman parte de la unión monetaria pueden emitir deuda en su propia divisa. Desde esa perspectiva, siempre pueden garantizar que tendrán la liquidez necesaria para enfrentar sus compromisos de deuda soberana. El banco central en estos países que mantienen su soberanía monetaria puede fungir como prestamista de última instancia en el mercado de bonos de esos gobiernos.
Claro que los tenedores de bonos de esos países tienen que enfrentar el riesgo de que la moneda en la que se les va a reembolsar esté devaluada por la inflación. En ese sentido, el país deudor también tiene el recurso de reducir la deuda a través de la inflación. En contraste, insertado en la unión monetaria y sin un verdadero banco central a quien recurrir, el único camino para el deudor es la recesión y el desempleo.
Sin prestamista de última instancia, los gobiernos de la eurozona han quedado a merced de los mercados financieros. Aquí hay círculos viciosos desagradables y una gran volatilidad. Si los agentes financieros piensan que un gobierno puede pagar, mantienen bajas las tasas de interés. Por el contrario, si piensan que no podrá pagar, la prima de riesgo será muy alta y el costo financiero de la deuda terminará por hacerse insoportable. Las profecías de los agentes financieros llevan implícitas las condiciones de su cumplimiento. Lo único que puede frenar la dinámica perversa de estos mercados es un banco central capaz de desempeñar la función de prestamista de última instancia.
En la construcción del euro se rompió el vínculo entre la política fiscal y la monetaria. Además, los miembros de la unión monetaria depositaron su soberanía monetaria en una entidad que rehúye el desempeño de su función más importante. Hoy es lógico que la moneda común esté amenazada.
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