La marcha de Europa hacia una moneda común fue, desde el principio, un proyecto dudoso
PAUL KRUGMAN / EL PAÍS
Hay una palabra que no paro de escuchar últimamente: tecnócrata. A veces se emplea como término para expresar desprecio: los creadores del euro, nos dicen, eran tecnócratas que no tuvieron en cuenta los factores humanos y culturales. A veces es un término de alabanza: los primeros ministros de Grecia e Italia que acaban de tomar posesión son descritos como tecnócratas que no se dejarán influir por la política y harán lo que hay que hacer.
Protesto. Conozco a los tecnócratas; a veces hasta pretendo serlo yo mismo. Y estas personas -las personas que intimidaron a Europa para que adoptara una moneda común, las personas que están intimidando a Europa y a EE UU para que impongan la austeridad- no son tecnócratas. Son, más bien, románticos muy poco prácticos.
Pero, sin lugar a dudas, son una variedad de románticos especialmente aburridos, que hablan en una prosa pedante en vez de en verso. Y las cosas que exigen en nombre de sus visiones románticas son a menudo crueles, e implican enormes sacrificios para los trabajadores y las familias de a pie. Pero el hecho es que esas visiones están motivadas por sueños sobre cómo deberían ser las cosas en vez de por una fría valoración de cómo están realmente las cosas.
Y para salvar la economía mundial tenemos que bajar a esos peligrosos románticos de sus pedestales.
Empecemos por la creación del euro. Si piensan que este fue un proyecto impulsado por un minucioso cálculo de los costes y los beneficios, les han informado mal.
El hecho es que la marcha de Europa hacia una moneda común fue, desde el principio, un proyecto dudoso según cualquier análisis económico objetivo. Las economías del continente eran demasiado dispares para funcionar sin contratiempos con una política monetaria de talla única, con demasiadas probabilidades de experimentar vaivenes asimétricos en los que algunos países se van a pique mientras que otros van viento en popa. Y, a diferencia de los Estados de EE UU, los países de Europa no eran parte de una nación única con un presupuesto y un mercado laboral unificados y unidos por un lenguaje común.
Entonces, ¿por qué insistieron tanto esos tecnócratas en el euro, ignorando muchas advertencias de los economistas? En parte fue el sueño de la unificación europea, que la élite del continente encontraba tan seductor que sus miembros desterraron todas las objeciones prácticas. Y en parte fue un acto de fe económica, la esperanza -motivada por la voluntad de creer, a pesar de las muchas pruebas que demuestran lo contrario- de que todo saldría bien siempre y cuando los países cultivaran las virtudes victorianas de la estabilidad de precios y la prudencia fiscal.
Es una pena, pero las cosas no salieron como habían prometido. No obstante, en vez de adaptarse a la realidad, esos supuestos tecnócratas se la jugaron a doble o nada insistiendo, por ejemplo, en que Grecia evitaría la suspensión de pagos mediante una austeridad salvaje, cuando cualquiera que hiciera números sabía que no era así.
Permítanme señalar en concreto al Banco Central Europeo (BCE), que se supone que es la institución tecnocrática por excelencia, y que se ha distinguido sobre todo por refugiarse en la fantasía cuando las cosas van mal. El año pasado, por ejemplo, el banco reafirmaba su fe en el hada de la confianza, o sea, la pretensión de que los recortes presupuestarios en una economía deprimida impulsarán de hecho la expansión, al aumentar la confianza de las empresas y los consumidores. Por extraño que parezca, eso no ha sucedido en ninguna parte.
Y ahora, con Europa en crisis -una crisis que no puede contenerse a menos que el BCE intervenga para poner fin al círculo vicioso del hundimiento financiero-, sus líderes siguen aferrándose a la idea de que la estabilidad de precios cura todos los males. La semana pasada, Mario Draghi, el nuevo presidente del BCE, declaraba que "anclar las expectativas de inflación" es "la principal aportación que podemos hacer para apoyar el crecimiento sostenible, la creación de puestos de trabajo y la estabilidad financiera".
Esta es una afirmación totalmente descabellada en un momento en que la inflación prevista en Europa es, si acaso, demasiado baja, y cuando lo que está trastornando los mercados es el miedo a una catástrofe financiera más o menos inmediata. Y se parece más a una proclamación religiosa que a una valoración tecnocrática.
Quiero dejar claro que no pretendo despotricar contra Europa, puesto que nosotros también tenemos a nuestros seudotecnócratas desvirtuando el debate político. En concreto, los grupos de expertos supuestamente no partidistas -el Comité para un Presupuesto Federal Responsable, la Coalición Concord y otros por el estilo- han sabido secuestrar el debate sobre política económica, centrándolo en el déficit en lugar de en los puestos de trabajo.
Los verdaderos tecnócratas habrían preguntado por qué tiene esto sentido en un momento en que la tasa de desempleo en EE UU es del 9% y cuando el tipo de interés de la deuda estadounidense es de solo un 2%. Pero, al igual que el BCE, nuestros cascarrabias fiscales tienen su versión de lo que es importante y se ciñen a ella digan lo que digan los datos.
¿Que si estoy contra los tecnócratas? Ni muchísimo menos. Me gustan los tecnócratas, los tecnócratas son amigos míos. Y necesitamos experiencia técnica para enfrentarnos a nuestros males económicos.
Pero nuestro discurso se está viendo muy distorsionado por ideólogos e ilusos -románticos crueles y aburridos- que se hacen pasar por tecnócratas. Y ya es hora de bajarles las ínfulas.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía 2008 y profesor de la Universidad de Princeton. Traducción de News Clips.
PAUL KRUGMAN / EL PAÍS
Hay una palabra que no paro de escuchar últimamente: tecnócrata. A veces se emplea como término para expresar desprecio: los creadores del euro, nos dicen, eran tecnócratas que no tuvieron en cuenta los factores humanos y culturales. A veces es un término de alabanza: los primeros ministros de Grecia e Italia que acaban de tomar posesión son descritos como tecnócratas que no se dejarán influir por la política y harán lo que hay que hacer.
Protesto. Conozco a los tecnócratas; a veces hasta pretendo serlo yo mismo. Y estas personas -las personas que intimidaron a Europa para que adoptara una moneda común, las personas que están intimidando a Europa y a EE UU para que impongan la austeridad- no son tecnócratas. Son, más bien, románticos muy poco prácticos.
Pero, sin lugar a dudas, son una variedad de románticos especialmente aburridos, que hablan en una prosa pedante en vez de en verso. Y las cosas que exigen en nombre de sus visiones románticas son a menudo crueles, e implican enormes sacrificios para los trabajadores y las familias de a pie. Pero el hecho es que esas visiones están motivadas por sueños sobre cómo deberían ser las cosas en vez de por una fría valoración de cómo están realmente las cosas.
Y para salvar la economía mundial tenemos que bajar a esos peligrosos románticos de sus pedestales.
Empecemos por la creación del euro. Si piensan que este fue un proyecto impulsado por un minucioso cálculo de los costes y los beneficios, les han informado mal.
El hecho es que la marcha de Europa hacia una moneda común fue, desde el principio, un proyecto dudoso según cualquier análisis económico objetivo. Las economías del continente eran demasiado dispares para funcionar sin contratiempos con una política monetaria de talla única, con demasiadas probabilidades de experimentar vaivenes asimétricos en los que algunos países se van a pique mientras que otros van viento en popa. Y, a diferencia de los Estados de EE UU, los países de Europa no eran parte de una nación única con un presupuesto y un mercado laboral unificados y unidos por un lenguaje común.
Entonces, ¿por qué insistieron tanto esos tecnócratas en el euro, ignorando muchas advertencias de los economistas? En parte fue el sueño de la unificación europea, que la élite del continente encontraba tan seductor que sus miembros desterraron todas las objeciones prácticas. Y en parte fue un acto de fe económica, la esperanza -motivada por la voluntad de creer, a pesar de las muchas pruebas que demuestran lo contrario- de que todo saldría bien siempre y cuando los países cultivaran las virtudes victorianas de la estabilidad de precios y la prudencia fiscal.
Es una pena, pero las cosas no salieron como habían prometido. No obstante, en vez de adaptarse a la realidad, esos supuestos tecnócratas se la jugaron a doble o nada insistiendo, por ejemplo, en que Grecia evitaría la suspensión de pagos mediante una austeridad salvaje, cuando cualquiera que hiciera números sabía que no era así.
Permítanme señalar en concreto al Banco Central Europeo (BCE), que se supone que es la institución tecnocrática por excelencia, y que se ha distinguido sobre todo por refugiarse en la fantasía cuando las cosas van mal. El año pasado, por ejemplo, el banco reafirmaba su fe en el hada de la confianza, o sea, la pretensión de que los recortes presupuestarios en una economía deprimida impulsarán de hecho la expansión, al aumentar la confianza de las empresas y los consumidores. Por extraño que parezca, eso no ha sucedido en ninguna parte.
Y ahora, con Europa en crisis -una crisis que no puede contenerse a menos que el BCE intervenga para poner fin al círculo vicioso del hundimiento financiero-, sus líderes siguen aferrándose a la idea de que la estabilidad de precios cura todos los males. La semana pasada, Mario Draghi, el nuevo presidente del BCE, declaraba que "anclar las expectativas de inflación" es "la principal aportación que podemos hacer para apoyar el crecimiento sostenible, la creación de puestos de trabajo y la estabilidad financiera".
Esta es una afirmación totalmente descabellada en un momento en que la inflación prevista en Europa es, si acaso, demasiado baja, y cuando lo que está trastornando los mercados es el miedo a una catástrofe financiera más o menos inmediata. Y se parece más a una proclamación religiosa que a una valoración tecnocrática.
Quiero dejar claro que no pretendo despotricar contra Europa, puesto que nosotros también tenemos a nuestros seudotecnócratas desvirtuando el debate político. En concreto, los grupos de expertos supuestamente no partidistas -el Comité para un Presupuesto Federal Responsable, la Coalición Concord y otros por el estilo- han sabido secuestrar el debate sobre política económica, centrándolo en el déficit en lugar de en los puestos de trabajo.
Los verdaderos tecnócratas habrían preguntado por qué tiene esto sentido en un momento en que la tasa de desempleo en EE UU es del 9% y cuando el tipo de interés de la deuda estadounidense es de solo un 2%. Pero, al igual que el BCE, nuestros cascarrabias fiscales tienen su versión de lo que es importante y se ciñen a ella digan lo que digan los datos.
¿Que si estoy contra los tecnócratas? Ni muchísimo menos. Me gustan los tecnócratas, los tecnócratas son amigos míos. Y necesitamos experiencia técnica para enfrentarnos a nuestros males económicos.
Pero nuestro discurso se está viendo muy distorsionado por ideólogos e ilusos -románticos crueles y aburridos- que se hacen pasar por tecnócratas. Y ya es hora de bajarles las ínfulas.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía 2008 y profesor de la Universidad de Princeton. Traducción de News Clips.
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