Mauricio Merino / El Universal
Me cuesta imaginar qué más tendría que ocurrir para que los líderes políticos del país cobren conciencia de la distancia que se ha abierto entre los grupos que ellos dirigen y el resto de la sociedad. Tenemos una clase política autista, encerrada a piedra y lodo entre sus propias palabras y sus visiones parciales del mundo, renuente a comprender la complejidad de su entorno y la pluralidad de opiniones que les rodea y dispuesta, en cambio, a defender sus enclaves políticos a cualquier costo. Con toda franqueza, no alcanzo a ver ninguna posibilidad de conjurar la amenaza de polarización y violencia que traerán las contiendas electorales, ni su secuela de ruptura con las cada vez más escasas aspiraciones democráticas del país.
Nada parece conmoverles lo suficiente. Leen la existencia de 50 mil muertos como la prueba del mayor fracaso del Gobierno de Calderón o, al revés, como la evidencia de la decisión con la que el régimen ha enfrentado a los criminales —según el partido al que pertenezcan—, pero no consiguen ver esa cifra como la expresión más dramática del fracaso de la política y de la organización democrática del Estado. No ven a decenas de miles de personas de carne y hueso que han decidido violar, robar y matar ante la desesperante falta de opciones o ante la ausencia del más mínimo sentido de convivencia civilizada y solidaridad con los propios, sino datos que prueban o refutan sus posiciones aisladas, prefabricadas e inamovibles. Ni mucho menos, como la evidencia más trágica de la exclusión que ha producido en 10 años la democracia incompleta de México.
No les afecta demasiado el deterioro de la gestión pública, la corrupción de los funcionarios en los tres niveles de los gobiernos, ni las desviaciones reiteradas de las políticas públicas. Esos defectos no son leídos, tampoco, como motivo de alarma para toda la clase política, cuyas promesas democráticas han sido incumplidas sin que haya posibilidad razonable de culpar por ello a un solo partido: todos son responsables y en todos hay casos de ineficacia y de corrupción que avergonzarían a países enteros. Pero no a México. Aquí siempre hay culpables distintos, como si no fuera la democracia, como proyecto común, la que queda atrapada entre los despropósitos de sus gobernantes.
La pobreza y la desigualdad son armas de uso cotidiano, pero no pautas para modificar en definitiva los cursos de acción del Estado. Y tampoco parecen dañarles los datos que nos colocan ya como el país más frustrado y distante con las prácticas democráticas de todo nuestro Continente. Mientras la frustración no se convierta en desobediencia o en rebeldía —a pesar de que ambas cosas suceden ya todos los días en las calles de nuestro país, soterradas bajo las formas más ominosas de la incivilidad, la ilegalidad y los crímenes—, los políticos mexicanos seguirán pensando obsesivamente en las estrategias del día para ganar las próximas elecciones.
Es inútil pedirles que rompan el sistema de privilegios que nos ha traído hasta aquí. A izquierda y derecha de nuestro horizonte político, esos privilegios están intactos y refrendados por las alianzas electorales: los liderazgos sindicales corruptos, los monopolios empresariales y las redes del clientelismo pagado con el erario alimentan con alegría las filas de los partidos políticos. En buena medida, de eso están hechos: de alianzas a modo para conservar los espacios de influencia y poder que han ganado a través de sus triunfos electorales. Pocos espacios públicos están más secuestrados que el mexicano, donde las reglas son negociables según el peso de los intereses en pugna.
Pero es inobjetable que la medida de ese secuestro, anidado en los partidos políticos y animado por sus líderes impecables, es la misma medida del fracaso de la apertura pública que ofreció el régimen democrático.
Las elecciones podrán tomarse con espíritu deportivo, como quiere la televisión comercial que suceda: con la misma incertidumbre y las mismas apuestas que pueden cruzarse ante la siguiente pelea de box o la próxima liguilla del futbol; podrán publicarse páginas enteras de análisis sobre la competencia que está en curso, para aligerar o trivializar de plano la importancia de los procesos electorales, como si no estuviéramos viendo el destino de nuestra vida en común, sino un concurso de estrellas mediáticas. Pero lo cierto es que la clase política mexicana nos ha llevado a un callejón sin salida, que todavía durará por lo menos un año. Y aún este pronóstico es optimista, pues durante 2012 las cosas se pueden poner peor. Por eso, si la clase política se ha vuelto autista, es imperativo que no nos contagie. Hay que salvar la opción democrática.
Me cuesta imaginar qué más tendría que ocurrir para que los líderes políticos del país cobren conciencia de la distancia que se ha abierto entre los grupos que ellos dirigen y el resto de la sociedad. Tenemos una clase política autista, encerrada a piedra y lodo entre sus propias palabras y sus visiones parciales del mundo, renuente a comprender la complejidad de su entorno y la pluralidad de opiniones que les rodea y dispuesta, en cambio, a defender sus enclaves políticos a cualquier costo. Con toda franqueza, no alcanzo a ver ninguna posibilidad de conjurar la amenaza de polarización y violencia que traerán las contiendas electorales, ni su secuela de ruptura con las cada vez más escasas aspiraciones democráticas del país.
Nada parece conmoverles lo suficiente. Leen la existencia de 50 mil muertos como la prueba del mayor fracaso del Gobierno de Calderón o, al revés, como la evidencia de la decisión con la que el régimen ha enfrentado a los criminales —según el partido al que pertenezcan—, pero no consiguen ver esa cifra como la expresión más dramática del fracaso de la política y de la organización democrática del Estado. No ven a decenas de miles de personas de carne y hueso que han decidido violar, robar y matar ante la desesperante falta de opciones o ante la ausencia del más mínimo sentido de convivencia civilizada y solidaridad con los propios, sino datos que prueban o refutan sus posiciones aisladas, prefabricadas e inamovibles. Ni mucho menos, como la evidencia más trágica de la exclusión que ha producido en 10 años la democracia incompleta de México.
No les afecta demasiado el deterioro de la gestión pública, la corrupción de los funcionarios en los tres niveles de los gobiernos, ni las desviaciones reiteradas de las políticas públicas. Esos defectos no son leídos, tampoco, como motivo de alarma para toda la clase política, cuyas promesas democráticas han sido incumplidas sin que haya posibilidad razonable de culpar por ello a un solo partido: todos son responsables y en todos hay casos de ineficacia y de corrupción que avergonzarían a países enteros. Pero no a México. Aquí siempre hay culpables distintos, como si no fuera la democracia, como proyecto común, la que queda atrapada entre los despropósitos de sus gobernantes.
La pobreza y la desigualdad son armas de uso cotidiano, pero no pautas para modificar en definitiva los cursos de acción del Estado. Y tampoco parecen dañarles los datos que nos colocan ya como el país más frustrado y distante con las prácticas democráticas de todo nuestro Continente. Mientras la frustración no se convierta en desobediencia o en rebeldía —a pesar de que ambas cosas suceden ya todos los días en las calles de nuestro país, soterradas bajo las formas más ominosas de la incivilidad, la ilegalidad y los crímenes—, los políticos mexicanos seguirán pensando obsesivamente en las estrategias del día para ganar las próximas elecciones.
Es inútil pedirles que rompan el sistema de privilegios que nos ha traído hasta aquí. A izquierda y derecha de nuestro horizonte político, esos privilegios están intactos y refrendados por las alianzas electorales: los liderazgos sindicales corruptos, los monopolios empresariales y las redes del clientelismo pagado con el erario alimentan con alegría las filas de los partidos políticos. En buena medida, de eso están hechos: de alianzas a modo para conservar los espacios de influencia y poder que han ganado a través de sus triunfos electorales. Pocos espacios públicos están más secuestrados que el mexicano, donde las reglas son negociables según el peso de los intereses en pugna.
Pero es inobjetable que la medida de ese secuestro, anidado en los partidos políticos y animado por sus líderes impecables, es la misma medida del fracaso de la apertura pública que ofreció el régimen democrático.
Las elecciones podrán tomarse con espíritu deportivo, como quiere la televisión comercial que suceda: con la misma incertidumbre y las mismas apuestas que pueden cruzarse ante la siguiente pelea de box o la próxima liguilla del futbol; podrán publicarse páginas enteras de análisis sobre la competencia que está en curso, para aligerar o trivializar de plano la importancia de los procesos electorales, como si no estuviéramos viendo el destino de nuestra vida en común, sino un concurso de estrellas mediáticas. Pero lo cierto es que la clase política mexicana nos ha llevado a un callejón sin salida, que todavía durará por lo menos un año. Y aún este pronóstico es optimista, pues durante 2012 las cosas se pueden poner peor. Por eso, si la clase política se ha vuelto autista, es imperativo que no nos contagie. Hay que salvar la opción democrática.
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