JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ / ELSIGLO DE TORREÓN
Cuando Felipe Calderón decidió buscar la presidencia, enfrentaba adversarios poderosos en su partido y fuera de él. Muy pocos creyeron en su apuesta. Calderón rompía en ese momento con el presidente, y se empeñaba en destronar al candidato puntero de su partido y al político de la izquierda que parecía imbatible. La presidencia que buscaba ya no era la antigua palanca todopoderosa, pero era la pieza central de una política que era cada vez más un juego de instituciones. Confiaba que su experiencia como parlamentario, su conocimiento del congreso le serviría para desatorar la política mexicana. La ambición de Calderón tenía una presidencia en mente, una oficina con cargas y responsabilidades muy distintas a la que ha soportado y enfrentado estos cinco años. Habrá anticipado que, de ganar, la presidencia sería una responsabilidad compleja. Nunca imaginó su dramatismo, su costo personal, su carga emocional. La suya ha sido una presidencia trágica: el sexenio de la muerte. Miles de muertos por todo el territorio nacional, migrantes muertos, niños y bebés muertos en una institución supervisada por el gobierno, muertos utilizados como mensaje, muertos por una epidemia alarmante, muertos regados por las calles, muertos famosos y muertos sin nombre. El presidente de México ha vestido, como nunca, el luto. Ha salido a anunciar una y otra vez la macabra cosecha de los criminales y ha asistido en dos ocasiones a los funerales de sus colaboradores más cercanos. Muerte tras muerte.
Escribir que este ha sido el sexenio de la muerte no es estridencia amarillista: es constatación de su naturaleza trágica, casi podríamos decir, de su maldición. Por supuesto que el gobierno de Felipe Calderón ha sido muchas cosas, pero su destino y su memoria estarán ligados irremediablemente a la muerte. El segundo gobierno panista buscó enmendar muchas de las herencias que venían del primero. Imprimió cierto orden en la agenda, reestableció la seriedad de la oficina presidencial. Resistió una severa crisis económica, promovió importantes obras de infraestructura e impulsó el seguro popular. Durante su sexenio se vivieron importantes reformas en materia judicial y cambió el perfil de algunas instituciones. Se mantuvo la perniciosa alianza con el sindicato de maestros limitando su tímido impulso reformista. Un balance de la gestión calderonista habrá de aquilatar todo esto, pero nada podrá remover de ella la marca de sangre como el sello de estos penosos años de México. No: este no será recordado como el gobierno de la infraestructura. No será recordado como el gobierno de la educación o del trabajo. Será recordado como el sexenio de la muerte.
A un año de que concluya esta malhadada administración, ya puede decirse que la guerra contra el crimen organizado ha representado una reversión histórica que va mucho más allá de la seguridad. Se trata de un retroceso para México en su lento proceso de civilización. Nada menos. No puede negarse que México es hoy un país más inhóspito, más bárbaro, más cruel, más salvaje de lo que era hace cinco años. La saña de los criminales y la incompetencia del gobierno explican esta regresión histórica. El gobierno de Felipe Calderón no fue capaz de pasar la página. Él dejará la presidencia en un año, pero quedarán miles de huérfanos, viudas, padres sin hijos, desplazados. Lejos de conducir el país a la tranquilidad, lo llevó a territorios de mayor zozobra, mayor violencia, mayor inseguridad. Desde luego, el presidente no inventó el cáncer. Su intervención era necesaria ante la crisis de seguridad. La enfermedad incubó lentamente en muchos rincones del país, cobijada por la complicidad y la indolencia de los gobiernos. El cirujano no produjo el cáncer, pero fue incapaz de extirparlo o de confinarlo. Tras la intervención de su bisturí, el mal se extendió por el cuerpo, se multiplicó y agudizó su malignidad. Al doctor no podemos responsabilizarlo por la aparición del mal, pero sí por su incapacidad para detenerlo.
El duelo ha marcado al país, al gobierno, al gobernante. Nadie se salva. No han sido pocos los que han hablado de la política en clave trágica. Un mundo donde intervienen fuerzas más allá del control humano. El mundo del poder que vio Shakespeare, por ejemplo, no era el territorio de la racionalidad en conflicto. Lejos de ello, la política era un dominio que restringe al máximo la acción humana, donde imperan la locura y los fantasmas. El poder no es una elemental energía, una fuerza que provoca los efectos deseados venciendo resistencias. El poder no es una palanca para recompensar y castigar intereses. Es, más bien, una trampa. El poder es un palacio embrujado, una habitación morada por espectros y la conciencia del político, una telaraña. Estos años han sido, para el habitante de Los Pinos y para el resto del país, una pesadilla. Lo que confirma el carácter trágico del gobierno de Felipe Calderón es que su desgracia, su luto es de todo México.
Cuando Felipe Calderón decidió buscar la presidencia, enfrentaba adversarios poderosos en su partido y fuera de él. Muy pocos creyeron en su apuesta. Calderón rompía en ese momento con el presidente, y se empeñaba en destronar al candidato puntero de su partido y al político de la izquierda que parecía imbatible. La presidencia que buscaba ya no era la antigua palanca todopoderosa, pero era la pieza central de una política que era cada vez más un juego de instituciones. Confiaba que su experiencia como parlamentario, su conocimiento del congreso le serviría para desatorar la política mexicana. La ambición de Calderón tenía una presidencia en mente, una oficina con cargas y responsabilidades muy distintas a la que ha soportado y enfrentado estos cinco años. Habrá anticipado que, de ganar, la presidencia sería una responsabilidad compleja. Nunca imaginó su dramatismo, su costo personal, su carga emocional. La suya ha sido una presidencia trágica: el sexenio de la muerte. Miles de muertos por todo el territorio nacional, migrantes muertos, niños y bebés muertos en una institución supervisada por el gobierno, muertos utilizados como mensaje, muertos por una epidemia alarmante, muertos regados por las calles, muertos famosos y muertos sin nombre. El presidente de México ha vestido, como nunca, el luto. Ha salido a anunciar una y otra vez la macabra cosecha de los criminales y ha asistido en dos ocasiones a los funerales de sus colaboradores más cercanos. Muerte tras muerte.
Escribir que este ha sido el sexenio de la muerte no es estridencia amarillista: es constatación de su naturaleza trágica, casi podríamos decir, de su maldición. Por supuesto que el gobierno de Felipe Calderón ha sido muchas cosas, pero su destino y su memoria estarán ligados irremediablemente a la muerte. El segundo gobierno panista buscó enmendar muchas de las herencias que venían del primero. Imprimió cierto orden en la agenda, reestableció la seriedad de la oficina presidencial. Resistió una severa crisis económica, promovió importantes obras de infraestructura e impulsó el seguro popular. Durante su sexenio se vivieron importantes reformas en materia judicial y cambió el perfil de algunas instituciones. Se mantuvo la perniciosa alianza con el sindicato de maestros limitando su tímido impulso reformista. Un balance de la gestión calderonista habrá de aquilatar todo esto, pero nada podrá remover de ella la marca de sangre como el sello de estos penosos años de México. No: este no será recordado como el gobierno de la infraestructura. No será recordado como el gobierno de la educación o del trabajo. Será recordado como el sexenio de la muerte.
A un año de que concluya esta malhadada administración, ya puede decirse que la guerra contra el crimen organizado ha representado una reversión histórica que va mucho más allá de la seguridad. Se trata de un retroceso para México en su lento proceso de civilización. Nada menos. No puede negarse que México es hoy un país más inhóspito, más bárbaro, más cruel, más salvaje de lo que era hace cinco años. La saña de los criminales y la incompetencia del gobierno explican esta regresión histórica. El gobierno de Felipe Calderón no fue capaz de pasar la página. Él dejará la presidencia en un año, pero quedarán miles de huérfanos, viudas, padres sin hijos, desplazados. Lejos de conducir el país a la tranquilidad, lo llevó a territorios de mayor zozobra, mayor violencia, mayor inseguridad. Desde luego, el presidente no inventó el cáncer. Su intervención era necesaria ante la crisis de seguridad. La enfermedad incubó lentamente en muchos rincones del país, cobijada por la complicidad y la indolencia de los gobiernos. El cirujano no produjo el cáncer, pero fue incapaz de extirparlo o de confinarlo. Tras la intervención de su bisturí, el mal se extendió por el cuerpo, se multiplicó y agudizó su malignidad. Al doctor no podemos responsabilizarlo por la aparición del mal, pero sí por su incapacidad para detenerlo.
El duelo ha marcado al país, al gobierno, al gobernante. Nadie se salva. No han sido pocos los que han hablado de la política en clave trágica. Un mundo donde intervienen fuerzas más allá del control humano. El mundo del poder que vio Shakespeare, por ejemplo, no era el territorio de la racionalidad en conflicto. Lejos de ello, la política era un dominio que restringe al máximo la acción humana, donde imperan la locura y los fantasmas. El poder no es una elemental energía, una fuerza que provoca los efectos deseados venciendo resistencias. El poder no es una palanca para recompensar y castigar intereses. Es, más bien, una trampa. El poder es un palacio embrujado, una habitación morada por espectros y la conciencia del político, una telaraña. Estos años han sido, para el habitante de Los Pinos y para el resto del país, una pesadilla. Lo que confirma el carácter trágico del gobierno de Felipe Calderón es que su desgracia, su luto es de todo México.
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