Mauricio Merino / El Universal
Ayer, al pasar, escuché a alguien que decía por la calle: “Dios quiera que haya sido un accidente, porque si fue un atentado estamos jodidos”. Y yo no pude evitar el pensar que, para mí, de todos modos lo estamos, porque no hay accidente sin causa. Y dado que hablamos del helicóptero en el que viajaba el segundo funcionario más importante del Poder Ejecutivo Federal —junto con otros siete servidores públicos—, las causas de ese accidente pueden ser mucho más preocupantes que la hipótesis de un ataque directo a la nave.
En cualquier caso, el desenlace es devastador, pues nunca será lo mismo advertir que la sensación de inseguridad y los episodios violentos que nos rodean pueden llegar a minar hasta extremos intolerables el último tramo de este sexenio, que decirlo tras la muerte del secretario de Gobernación en una circunstancia que despierta todas las inquietudes. Tantas o más, si cabe, que las que rodearon la muerte de Juan Camilo Mouriño hace poco más de tres años y cuyos ecos no sólo perduran, sino que hoy han cobrado nueva vigencia.
El Gobierno federal ha reaccionado con tino al no desechar ninguna de las hipótesis que podrían explicar la caída del helicóptero y formando grupos expertos para investigarlas con el mayor detalle posible. Pero tras las indagaciones tendrá que hacer un esfuerzo mayúsculo para persuadir a la sociedad sobre la veracidad de sus resultados y para actuar de modo verosímil sobre ellos. Hay situaciones en las que la palabra prudencia no es sinónimo de cautela o sigilo, sino su opuesto; a veces, la prudencia reclama la acción decidida, inequívoca e inmediata, para conjurar el riesgo de que una causa mortal prevalezca. Y con mayor razón si esa causa está amenazando la vida de quienes dirigen la política del país en uno de sus momentos más delicados. Si al final se descubre que el secretario de Gobernación murió por un acto de negligencia sin dolo y no por otra razón, no será cosa trivial advertir que ese acto habría sucedido en las entrañas mismas del aparato de seguridad más sofisticado y mejor articulado de México.
De ahí la inquietud que ha generado este lamentable episodio. La sensación que produce la muerte de un hombre de Estado es que nadie está a salvo; que ni siquiera la seguridad que rodea a los más poderosos es suficiente para garantizar la vida y que, a la postre, estamos totalmente indefensos. Pero hay algo más que una sutil diferencia entre el Leviatán herido en la guerra contra sus enemigos más fuertes, que lastimado por la ineficacia de sus propios aliados. Si ésta fuera la tesis que se desprendiera en definitiva de la evidencia reunida, habría que modificar de inmediato los protocolos de seguridad basados en la confianza. Del mismo modo en que tendríamos que haber cobrado conciencia, desde hace ya mucho tiempo, de los enormes y graves defectos de gestión que han minado la capacidad de respuesta del Estado mexicano en casi todos los planos de la administración pública.
No obstante, en el Estado también hay espacios de decisión y de acción que simplemente no pueden fallar. Y menos aún volver a fallar. Y en este caso, el accidente —o lo que haya sido— en el que perdió la vida Francisco Blake y siete de sus colaboradores no sólo abrió un hueco de incertidumbre sobre la eficacia de la seguridad que rodea a los políticos de mayor jerarquía, incluyendo al Presidente de la República, sino que también ha generado una nueva inquietud sobre la forma en que se conducirán las relaciones políticas del Gobierno durante los últimos 12 meses de la gestión. Si Blake Mora ya había logrado tejer una compleja y valiosa red de interlocución con los demás actores políticos del país, ahora será necesario volver a empezar.
Y en materia política, no cabe duda de que el último tramo de los sexenios es siempre el más complicado. De modo que el trágico fallecimiento del secretario Blake no sólo ha puesto en jaque, otra vez, nuestra confianza en la seguridad del país, sino que ha complicado la operación del Gobierno en las vísperas de las elecciones y de la sucesión en la Presidencia. Y, por supuesto, en este rubro tampoco debería haber sitio alguno para la negligencia, ni lugar posible para las conjeturas políticas que pueden causar daños adicionales, tomando en cuenta que el plazo para construir nuevos tramos de interlocución y confianza se agotó al mismo tiempo que la vida del secretario Blake. Las elecciones ya están en curso y el riesgo de una nueva polarización destructiva es mucho más que una hipótesis teórica.
Ayer, al pasar, escuché a alguien que decía por la calle: “Dios quiera que haya sido un accidente, porque si fue un atentado estamos jodidos”. Y yo no pude evitar el pensar que, para mí, de todos modos lo estamos, porque no hay accidente sin causa. Y dado que hablamos del helicóptero en el que viajaba el segundo funcionario más importante del Poder Ejecutivo Federal —junto con otros siete servidores públicos—, las causas de ese accidente pueden ser mucho más preocupantes que la hipótesis de un ataque directo a la nave.
En cualquier caso, el desenlace es devastador, pues nunca será lo mismo advertir que la sensación de inseguridad y los episodios violentos que nos rodean pueden llegar a minar hasta extremos intolerables el último tramo de este sexenio, que decirlo tras la muerte del secretario de Gobernación en una circunstancia que despierta todas las inquietudes. Tantas o más, si cabe, que las que rodearon la muerte de Juan Camilo Mouriño hace poco más de tres años y cuyos ecos no sólo perduran, sino que hoy han cobrado nueva vigencia.
El Gobierno federal ha reaccionado con tino al no desechar ninguna de las hipótesis que podrían explicar la caída del helicóptero y formando grupos expertos para investigarlas con el mayor detalle posible. Pero tras las indagaciones tendrá que hacer un esfuerzo mayúsculo para persuadir a la sociedad sobre la veracidad de sus resultados y para actuar de modo verosímil sobre ellos. Hay situaciones en las que la palabra prudencia no es sinónimo de cautela o sigilo, sino su opuesto; a veces, la prudencia reclama la acción decidida, inequívoca e inmediata, para conjurar el riesgo de que una causa mortal prevalezca. Y con mayor razón si esa causa está amenazando la vida de quienes dirigen la política del país en uno de sus momentos más delicados. Si al final se descubre que el secretario de Gobernación murió por un acto de negligencia sin dolo y no por otra razón, no será cosa trivial advertir que ese acto habría sucedido en las entrañas mismas del aparato de seguridad más sofisticado y mejor articulado de México.
De ahí la inquietud que ha generado este lamentable episodio. La sensación que produce la muerte de un hombre de Estado es que nadie está a salvo; que ni siquiera la seguridad que rodea a los más poderosos es suficiente para garantizar la vida y que, a la postre, estamos totalmente indefensos. Pero hay algo más que una sutil diferencia entre el Leviatán herido en la guerra contra sus enemigos más fuertes, que lastimado por la ineficacia de sus propios aliados. Si ésta fuera la tesis que se desprendiera en definitiva de la evidencia reunida, habría que modificar de inmediato los protocolos de seguridad basados en la confianza. Del mismo modo en que tendríamos que haber cobrado conciencia, desde hace ya mucho tiempo, de los enormes y graves defectos de gestión que han minado la capacidad de respuesta del Estado mexicano en casi todos los planos de la administración pública.
No obstante, en el Estado también hay espacios de decisión y de acción que simplemente no pueden fallar. Y menos aún volver a fallar. Y en este caso, el accidente —o lo que haya sido— en el que perdió la vida Francisco Blake y siete de sus colaboradores no sólo abrió un hueco de incertidumbre sobre la eficacia de la seguridad que rodea a los políticos de mayor jerarquía, incluyendo al Presidente de la República, sino que también ha generado una nueva inquietud sobre la forma en que se conducirán las relaciones políticas del Gobierno durante los últimos 12 meses de la gestión. Si Blake Mora ya había logrado tejer una compleja y valiosa red de interlocución con los demás actores políticos del país, ahora será necesario volver a empezar.
Y en materia política, no cabe duda de que el último tramo de los sexenios es siempre el más complicado. De modo que el trágico fallecimiento del secretario Blake no sólo ha puesto en jaque, otra vez, nuestra confianza en la seguridad del país, sino que ha complicado la operación del Gobierno en las vísperas de las elecciones y de la sucesión en la Presidencia. Y, por supuesto, en este rubro tampoco debería haber sitio alguno para la negligencia, ni lugar posible para las conjeturas políticas que pueden causar daños adicionales, tomando en cuenta que el plazo para construir nuevos tramos de interlocución y confianza se agotó al mismo tiempo que la vida del secretario Blake. Las elecciones ya están en curso y el riesgo de una nueva polarización destructiva es mucho más que una hipótesis teórica.
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