sábado, 5 de noviembre de 2011

¿CRISIS INCURABLE?

David Ibarra / El Universal

A la memoria de Miguel Ángel Granados Chapa

En dos pueden resumirse los principales obstáculos a la solución aplazada de la crisis mundial. El primero, de carácter estructural, tiene como raíz el desplazamiento global de la producción hacia parte del mundo en desarrollo y la descomposición consiguiente de los mercados de trabajo y la política de protección social.
El segundo tiene raíces políticas innegables y se relaciona íntimamente con el reparto del poder y de los costos de la crisis entre la élite económica, los fiscos y los ciudadanos de los países.
Ya China pasó a ocupar el segundo lugar mundial por el tamaño de su economía, a pesar de tener un ingreso per cápita de un octavo o un décimo del estadounidense. El valor de sus exportaciones alcanzó a las alemanas y rebasó a las norteamericanas.
Las reservas internacionales chinas (26% del total universal) superan a las de todos los países industriales (23%). Este caso tipifica el desplazamiento de la producción estandarizada fuera de las zonas desarrolladas que ya se extiende con rapidez hacia artículos de media y alta tecnología. De ahí los trastornos del éxodo del empleo fabril del primer mundo y la desindustrialización de muchos países de clase media, que ahora sólo disponen del refugio de los sectores de servicios no comercializables, esto es, no sujetos a la competencia internacional.
Los desajustes en las transacciones económicas entre países no podrían persistir indefinidamente. Hay aquí una situación inestable, nacida de la falta de regulación de los mercados, del endeudamiento excesivo de algunos países, de las manipulaciones cambiarias y del fracaso de encauzar al mundo a una senda sostenida de prosperidad. Esos hechos subrayan la obsolescencia del orden económico y social internacional y la inoperancia de muchos de sus organismos rectores, desde el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en cierto modo desplazado por el G20, hasta la Organización Mundial de Comercio, incapaz de hacer culminar la Ronda de Doha. El tránsito de la unipolaridad a la multipolaridad de poder, paradójicamente, entorpece el encontrar vías consensuales de finiquitar la debacle económica y las discrepancias entre las mayores potencias.
La incapacidad de la mayor parte de las economías para crear ocupaciones compatibles con las disponibilidades de mano de obra provoca el resquebrajamiento de los mercados de trabajo y, con ellos, el estancamiento de la demanda. El que el desempleo sea alto y se torne crónico, que la informalidad haga crecer desmesuradamente a la población excluida o que los jóvenes vean cerrados los accesos a los estándares de ingreso de sus padres explica la proliferación ubicua de los ciudadanos “indignados”.
El mundo está inmerso en un intrincado laberinto político que obstruye la salida a la crisis global. Hay puntos de vista encontrados dentro de los países, entre los gobiernos e incluso entre los miembros de los grupos de integración. Eso ocurre por cuanto los planteamientos no definen con claridad u ocultan los verdaderos objetivos que se persiguen.
Romper el estancamiento y volver a la prosperidad parecería la meta indiscutible de todos. Sin embargo, cobra peso la tesis de prevenir los futuros males que se asocia por buenas o malas razones al endeudamiento público. El objetivo del equilibrio presupuestario en los países industriales gana terreno a pesar de la contradicción intrínseca entre revitalizar la demanda y restringir el gasto público. En particular EU, a la par de preservar las desgravaciones impositivas a los grupos privilegiados, inicia una consolidación fiscal quizás prematura, contraria a la recuperación.
No se trata, sin embargo, de una cuestión económica sino de una cuestión de poder con objetivos frecuentemente contrapuestos. Uno concierne a la recuperación del crecimiento, y otro, con peso real más importante, a la restauración de la hegemonía de las élites financieras de los países. El tercero hace a la distribución inevitable de los costos del ajuste económico. Aquí la consolidación fiscal gana primacía como herramienta disciplinaria para transferir costos y cargas, primero a los fiscos y luego al grueso de los ciudadanos, dejando poco afectado al sector financiero. La tesis no por falsa, menos publicitada, es que el problema de la crisis no arrancó del sector privado, sino de los errores de las políticas públicas. Así se trasmuta una grave falla del mercado en pecado público mortal.
En tal virtud, el estilo de combatir la crisis se concentró en el salvamento de las instituciones financieras, con inyecciones masivas de fondos públicos, acrecentamiento de la liquidez de bancos centrales y reducciones enormes de las tasas de interés. En contraste, pocas ayudas estatales se destinaron al auxilio de los pensionistas y ahorradores dañados en las bolsas de valores y por los bajos intereses, de los casatenientes sobreendeudados o de los desempleados. Se siguió la trillada senda de transformar deudas privadas en deudas públicas para trasladar los costos de los excesos bancarios a los contribuyentes y ciudadanos.
La simbiosis hegemónica entre gobiernos e instituciones financieras privadas procura resguardarse a toda costa. Las instituciones financieras se benefician al integrar carteras de préstamos estatales teóricamente sin riesgo y al contar con protección pública en caso de insolvencia, que les permita prestar a clientes y países sobreendeudados con altas tasas de interés. A su vez, los gobiernos descansan en los bancos a fin de obtener crédito expedito y colocar fácilmente deuda con que financiar las erogaciones públicas.
Ese círculo simbiótico de la burbuja de la deuda pública amenaza ruptura. Los mayúsculos rescates de la banca y economía deterioran la solidez fiscal de más y más países, tornando riesgoso para los bancos y caro para los gobiernos el endeudamiento público. Las calificaciones de las deudas gubernamentales se devalúan en los mercados, arrastrando consigo la valoración de las carteras de las instituciones financieras, como se observa nítidamente en Europa. Eso exige otra ronda de capitalizaciones bancarias que volverán a diezmar el crédito a la producción, a las familias y, por fuerza, las capacidades estatales de instrumentar políticas contracíclicas.
Todo ello obliga a sacrificar a los grupos sociales mayoritarios y arriesga la recaída a la depresión. Gobiernos como el griego, el irlandés o el portugués, obligados desde fuera a elevar impuestos e intereses, reducir brutalmente gastos y pensiones, contribuyen al desempleo, comprimen los derechos sociales, malbaratan activos públicos y quedan condenados a una prolongadísima y dolorosa recesión. Sin embargo, hay límites. Como demuestra la situación de Islandia, y quizás la de Grecia, a veces el sacrificio ciudadano, por grande que sea, no alcanza a salvar los portafolios bancarios, sea por carencia absoluta de recursos o por la necesidad de evitar desórdenes aún mayores.
En ese drama, el logro de la recuperación del crecimiento parece relegarse al olvido. Al final de cuentas, pareciera que las instituciones financieras europeas habrán de absorber una fracción de los costos de la crisis, salvo que sus gobiernos decidan emprender otra ronda gratuita de capitalizaciones y absorber las resistidas quitas a los préstamos o arriesguen el desmantelamiento de la unión monetaria. Así resurgen las conocidas disyuntivas políticas: salvar a los países, a sus democracias, a las familias sobreendeudadas o preservar intocadas a las élites bancarias; hacerlo, con o sin regulaciones que validen la libertad impoluta de los mercados o que vacunen contra excesos financieros futuros. El retorno al punto de partida de la crisis es claro, tanto como la desmemoria de los sacrificios ciudadanos ya invertidos.

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