José Fernández Santillán / El Universal
En medio de una crisis económica, política y social profunda, México conmemora el Centenario de la Revolución. La pregunta que naturalmente surge es si una cosa tiene que ver con la otra, es decir, si hay un vínculo entre lo que sucedió hace cien años y lo que está aconteciendo en estos momentos en nuestro país. No tengo duda en responder que sí. Una forma de concebir a las instituciones y las leyes de la república está llegando a su término, y estamos tratando de abrir, un poco a tientas, una época distinta.
Para explicar a lo que me refiero, debo hacer mención de algunos acontecimientos clave de la Revolución Mexicana. Por principio de cuentas, convengamos en que no hubo una sola revolución, sino varias. Dicho de otra forma: hubo proyectos políticos e ideológicos distintos que confluyeron, en una primera etapa, en derrotar al régimen porfirista; pero después, una vez que el Ejército Federal se rindió en Teoloyucan el 13 de agosto de 1914, vino un intento de avenencia entre los ejércitos revolucionarios en la Soberana Convención de Aguascalientes, verificada entre octubre y noviembre de ese mismo año.
Al no ponerse de acuerdo, regresaron a los campos de batalla, pero ahora para pelear entre sí. Y eso dio lugar a la segunda etapa de la Revolución, conocida como “la guerra de facciones”. Por lo general, la historia oficial ha tendido a ocultar o, por lo menos, a no poner de relieve, la lucha entre, por un lado, el ejército constitucionalista comandado por Venustiano Carranza y, por otro, los ejércitos de la Convención, compuestos, fundamentalmente, por villistas y zapatistas.
Es curioso y no carente de significado que muchos seguidores de don Francisco I. Madero formaran parte destacada de la Convención de Aguascalientes.
La facción victoriosa fue la constitucionalista. De allí salió la Constitución de 1917, que estableció el sistema presidencialista, combinado con una serie de reformas sociales manejadas desde el vértice del poder. No está por demás decir que el carrancismo permitió la continuidad de la corrupción como aceite que lubricó la naciente maquinaria de poder. Durante décadas se usó el término carrancear como sinónimo de transar.
Ese modelo es el que está en declive. Debemos superar el sistema presidencialista para adoptar, sin medias tintas, la democracia parlamentaria, tal y como lo propuso la Convención de Aguascalientes. Al mismo tiempo, debemos superar la corrupción en la que también han caído los gobiernos panistas.
¿Y qué hay de la justicia social? Pues debemos ponerla en el primer lugar de la agenda nacional, haciendo a un lado el estatismo y el populismo. El neoliberalismo, mañosamente, trató de tirar a la niña (la justicia social) junto con el agua sucia (el estatismo y el populismo).
Evidentemente, hoy nadie se contentaría con tomar como modelo para abrir una siguiente etapa de largo alcance, lo proyectado, exclusivamente, por la Convención de Aguascalientes. Con todo y eso, a mi parecer, la Convención sí debe ser un punto de referencia. Debemos combinar los planteamientos democráticos y los reclamos de justicia social de aquél entonces, con las grandes aportaciones teóricas y prácticas de nuestro tiempo, que han desechado tanto al autoritarismo como al monetarismo.
Para hablar en términos de política mexicana: es preciso frenar el neoporfirismo que quiere apuntalar por medios ortopédicos el presidencialismo, junto con el laissez faire.
Profesor de la Escuela de Humanidades del ITESM-CCM
En medio de una crisis económica, política y social profunda, México conmemora el Centenario de la Revolución. La pregunta que naturalmente surge es si una cosa tiene que ver con la otra, es decir, si hay un vínculo entre lo que sucedió hace cien años y lo que está aconteciendo en estos momentos en nuestro país. No tengo duda en responder que sí. Una forma de concebir a las instituciones y las leyes de la república está llegando a su término, y estamos tratando de abrir, un poco a tientas, una época distinta.
Para explicar a lo que me refiero, debo hacer mención de algunos acontecimientos clave de la Revolución Mexicana. Por principio de cuentas, convengamos en que no hubo una sola revolución, sino varias. Dicho de otra forma: hubo proyectos políticos e ideológicos distintos que confluyeron, en una primera etapa, en derrotar al régimen porfirista; pero después, una vez que el Ejército Federal se rindió en Teoloyucan el 13 de agosto de 1914, vino un intento de avenencia entre los ejércitos revolucionarios en la Soberana Convención de Aguascalientes, verificada entre octubre y noviembre de ese mismo año.
Al no ponerse de acuerdo, regresaron a los campos de batalla, pero ahora para pelear entre sí. Y eso dio lugar a la segunda etapa de la Revolución, conocida como “la guerra de facciones”. Por lo general, la historia oficial ha tendido a ocultar o, por lo menos, a no poner de relieve, la lucha entre, por un lado, el ejército constitucionalista comandado por Venustiano Carranza y, por otro, los ejércitos de la Convención, compuestos, fundamentalmente, por villistas y zapatistas.
Es curioso y no carente de significado que muchos seguidores de don Francisco I. Madero formaran parte destacada de la Convención de Aguascalientes.
La facción victoriosa fue la constitucionalista. De allí salió la Constitución de 1917, que estableció el sistema presidencialista, combinado con una serie de reformas sociales manejadas desde el vértice del poder. No está por demás decir que el carrancismo permitió la continuidad de la corrupción como aceite que lubricó la naciente maquinaria de poder. Durante décadas se usó el término carrancear como sinónimo de transar.
Ese modelo es el que está en declive. Debemos superar el sistema presidencialista para adoptar, sin medias tintas, la democracia parlamentaria, tal y como lo propuso la Convención de Aguascalientes. Al mismo tiempo, debemos superar la corrupción en la que también han caído los gobiernos panistas.
¿Y qué hay de la justicia social? Pues debemos ponerla en el primer lugar de la agenda nacional, haciendo a un lado el estatismo y el populismo. El neoliberalismo, mañosamente, trató de tirar a la niña (la justicia social) junto con el agua sucia (el estatismo y el populismo).
Evidentemente, hoy nadie se contentaría con tomar como modelo para abrir una siguiente etapa de largo alcance, lo proyectado, exclusivamente, por la Convención de Aguascalientes. Con todo y eso, a mi parecer, la Convención sí debe ser un punto de referencia. Debemos combinar los planteamientos democráticos y los reclamos de justicia social de aquél entonces, con las grandes aportaciones teóricas y prácticas de nuestro tiempo, que han desechado tanto al autoritarismo como al monetarismo.
Para hablar en términos de política mexicana: es preciso frenar el neoporfirismo que quiere apuntalar por medios ortopédicos el presidencialismo, junto con el laissez faire.
Profesor de la Escuela de Humanidades del ITESM-CCM
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