Francisco Valdés U. / El Universal
Amanecí en Río de Janeiro el sábado antepasado adonde asistía a una reunión académica, cuando abrí EL UNIVERSAL Online y me llevo la sorpresa: “Va México por receta brasileña”; “El modelo de Lula atrae a cúpula política”. Primero pensé que me encontraría a los “cúpulos” en algún lugar de esa bellísima ciudad, pero pronto me di cuenta de que iban a la Universidad de Harvard a escuchar a Roberto Mangabeira Unger, uno de los más importantes filósofos contemporáneos del derecho y la política y un pensador contemporáneo que ha separado al quehacer político de las férreas ataduras ideológicas de izquierda y de derecha a que se sujetó en el siglo XX. Unger ha sido uno de los inspiradores principales de Lula. Espero que “la cúpula” asistente habrá sacado algún provecho de la reunión, pues buena falta le hace.
Estando en Río tuve la oportunidad de conversar con muchos colegas brasileños relacionados de una u otra manera a las políticas de gobierno, algunos desde el periodo de Fernando Henrique Cardoso y otros en las dos presidencias de Lula. Mientras aquéllos escuchaban a Unger, otros oímos y vimos en la “mera mata” un pedazo de la experiencia brasileña.
Brasil se ha colocado en el mundo como una potencia emergente. Lo ha hecho a partir de decisiones pragmáticas que han dado prioridad al reconocimiento de los problemas propios por encima de las recetas ajenas. Pero esto es solamente un componente que se sitúa en la punta del iceberg. Por debajo de lo que se observa está la construcción de unas fuerzas políticas muy vivas, entre las que sobresalen el Partido de los Trabajadores (que llevó a Lula y, ahora, a Dilma Rousseff a la presidencia), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, el Partido Socialdemócrata y el Partido Verde.
Una combinación virtuosa se produjo desde la Constitución de 1988 y el presente. En esta constitución se introdujeron modificaciones para la formación de un sistema de partidos y reglas electorales que obligaron a la conformación progresiva de una especie de “parlamentarismo de facto” (si bien el sistema de gobierno es presidencial), en el que se ha podido conciliar el pluralismo, la relación eficiente entre Congreso y Ejecutivo y entre Federación y estados (como México, Brasil es una república federal).
En este contexto se produjo otra combinación virtuosa: liderazgos sociales modernizadores y pujantes (y no retrógradas) y una confluencia intelectual con la política. Brasil ha tenido en sus últimos dos presidentes a uno de los más renombrados sociólogos del mundo (Cardoso de 1995 a 2003) y a un dirigente sindical combativo e imaginativo (Lula de 2003 a 2011). Aunque con perspectivas que difieren en varios aspectos, ambos presidentes han sido de izquierda y ambos presidentes y sus partidos han compartido dos valores centrales en su política: democracia e igualdad.
Estos ciclos afortunados no se pueden explicar por un solo factor, pero entre todos hay uno que importa destacar: los brasileños supieron marcar la raya con su pasado. Los dirigentes políticos y la sociedad brasileña coincidieron en dejar atrás buena parte de lo que caracterizó su siglo XX (si bien reteniendo la planificación de la expansión de su mercado interno), para instituir una democracia robusta y flexible, capaz de abarcar a los intereses del país dinámicamente y de atender de frente el problema de la pobreza y la desigualdad.
Para darnos una idea, sólo en los ocho años de presidencia de Lula salieron de la pobreza 37 millones de brasileños (en un país de 190), incorporándose a la clase media. Debido a las políticas de activismo estatal y desarrollo social, las crisis de 1995 y de 2008 fueron sorteadas con medidas contracíclicas. Esto, aunado a la adopción de una política económica propia, cuya racionalidad no deriva de libros de texto sino del activo conocimiento de la realidad del país y del entorno internacional, ha hecho de Brasil la economía latinoamericana más fuerte y la que mayor atracción integradora produce en sus vecinos. Si bien en forma desigual, el desarrollo brasileño ha generado capacidad de inversión para la integración de su economía con otras de la región, principalmente con Argentina, Paraguay, Bolivia y Perú. Desde luego, es ya la economía dominante en esa región. Otros, como Chile, se cuecen aparte con su propio modelo, en otra escala y con objetivos relativamente distintos.
Hoy Brasil mira hacia la integración sur-sur, con África y Asia. La presidente Electa Rousseff ha marcado el objetivo principal de su presidencia: terminar con la pobreza. Mirando el récord, es posible que lo consiga, lo que no sabemos es si podrá hacer de Brasil una sociedad más igualitaria. De ser así, conseguiría abatir el mito de que la democracia y la igualdad no se llevan.
Director de la FLACSO-México
Amanecí en Río de Janeiro el sábado antepasado adonde asistía a una reunión académica, cuando abrí EL UNIVERSAL Online y me llevo la sorpresa: “Va México por receta brasileña”; “El modelo de Lula atrae a cúpula política”. Primero pensé que me encontraría a los “cúpulos” en algún lugar de esa bellísima ciudad, pero pronto me di cuenta de que iban a la Universidad de Harvard a escuchar a Roberto Mangabeira Unger, uno de los más importantes filósofos contemporáneos del derecho y la política y un pensador contemporáneo que ha separado al quehacer político de las férreas ataduras ideológicas de izquierda y de derecha a que se sujetó en el siglo XX. Unger ha sido uno de los inspiradores principales de Lula. Espero que “la cúpula” asistente habrá sacado algún provecho de la reunión, pues buena falta le hace.
Estando en Río tuve la oportunidad de conversar con muchos colegas brasileños relacionados de una u otra manera a las políticas de gobierno, algunos desde el periodo de Fernando Henrique Cardoso y otros en las dos presidencias de Lula. Mientras aquéllos escuchaban a Unger, otros oímos y vimos en la “mera mata” un pedazo de la experiencia brasileña.
Brasil se ha colocado en el mundo como una potencia emergente. Lo ha hecho a partir de decisiones pragmáticas que han dado prioridad al reconocimiento de los problemas propios por encima de las recetas ajenas. Pero esto es solamente un componente que se sitúa en la punta del iceberg. Por debajo de lo que se observa está la construcción de unas fuerzas políticas muy vivas, entre las que sobresalen el Partido de los Trabajadores (que llevó a Lula y, ahora, a Dilma Rousseff a la presidencia), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, el Partido Socialdemócrata y el Partido Verde.
Una combinación virtuosa se produjo desde la Constitución de 1988 y el presente. En esta constitución se introdujeron modificaciones para la formación de un sistema de partidos y reglas electorales que obligaron a la conformación progresiva de una especie de “parlamentarismo de facto” (si bien el sistema de gobierno es presidencial), en el que se ha podido conciliar el pluralismo, la relación eficiente entre Congreso y Ejecutivo y entre Federación y estados (como México, Brasil es una república federal).
En este contexto se produjo otra combinación virtuosa: liderazgos sociales modernizadores y pujantes (y no retrógradas) y una confluencia intelectual con la política. Brasil ha tenido en sus últimos dos presidentes a uno de los más renombrados sociólogos del mundo (Cardoso de 1995 a 2003) y a un dirigente sindical combativo e imaginativo (Lula de 2003 a 2011). Aunque con perspectivas que difieren en varios aspectos, ambos presidentes han sido de izquierda y ambos presidentes y sus partidos han compartido dos valores centrales en su política: democracia e igualdad.
Estos ciclos afortunados no se pueden explicar por un solo factor, pero entre todos hay uno que importa destacar: los brasileños supieron marcar la raya con su pasado. Los dirigentes políticos y la sociedad brasileña coincidieron en dejar atrás buena parte de lo que caracterizó su siglo XX (si bien reteniendo la planificación de la expansión de su mercado interno), para instituir una democracia robusta y flexible, capaz de abarcar a los intereses del país dinámicamente y de atender de frente el problema de la pobreza y la desigualdad.
Para darnos una idea, sólo en los ocho años de presidencia de Lula salieron de la pobreza 37 millones de brasileños (en un país de 190), incorporándose a la clase media. Debido a las políticas de activismo estatal y desarrollo social, las crisis de 1995 y de 2008 fueron sorteadas con medidas contracíclicas. Esto, aunado a la adopción de una política económica propia, cuya racionalidad no deriva de libros de texto sino del activo conocimiento de la realidad del país y del entorno internacional, ha hecho de Brasil la economía latinoamericana más fuerte y la que mayor atracción integradora produce en sus vecinos. Si bien en forma desigual, el desarrollo brasileño ha generado capacidad de inversión para la integración de su economía con otras de la región, principalmente con Argentina, Paraguay, Bolivia y Perú. Desde luego, es ya la economía dominante en esa región. Otros, como Chile, se cuecen aparte con su propio modelo, en otra escala y con objetivos relativamente distintos.
Hoy Brasil mira hacia la integración sur-sur, con África y Asia. La presidente Electa Rousseff ha marcado el objetivo principal de su presidencia: terminar con la pobreza. Mirando el récord, es posible que lo consiga, lo que no sabemos es si podrá hacer de Brasil una sociedad más igualitaria. De ser así, conseguiría abatir el mito de que la democracia y la igualdad no se llevan.
Director de la FLACSO-México
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