León Bendesky / La Jornada
El entorno económico y político internacional es hoy tumultuoso. El orden que pretendió alentar el otrora famoso Consenso de Washington (así bautizado en 1989) y que supuestamente funcionaría eficientemente mediante mercados libres y con la menor regulación posible de los gobiernos ha girado 180 grados en los dos últimos años. Está hecho añicos.
Los flujos de financiamiento están marcados por la incertidumbre generalizada y por las crisis que ya han surgido en diversos países y otras que están latentes.
La especulación sigue siendo el modo de las transacciones de dinero y capital, incluso luego de la debacle de septiembre de 2008, con la continua y creciente intervención de los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea. Una intervención que no deja de aparecer en cierta forma desorientada, más allá de sus efectos prácticamente inmediatos.
Las finanzas públicas se han resentido enormemente por dichas intervenciones y los ajustes fiscales y financieros han sido severos en muchas naciones. Y si aún falta apretar a corto plazo, se gesta ya una fuerte transferencia de las deudas hacia delante que habrán de pagar incluso quienes todavía no han nacido.
Por el lado del comercio, las negociaciones para liberar los intercambios están estancadas desde hace varios años, y hoy corren el riesgo de enfrentar incluso un mayor proteccionismo. Este ya está francamente en marcha.
Las contradicciones del proceso de la globalización se han hecho muy visibles y opacan las ventajas que antes se habían resaltado. Destaca, sobre todo, el peso que ha impuesto sobre los mercados laborales por la precariedad creciente, el desempleo y la informalidad.
Los enfrentamientos económicos están ya en la arena y sus repercusiones políticas gestan nuevas formas de conflictos. Hay cada vez más espacio para aprovechar la confusión y provocar nuevas fricciones.
El dólar está en pie de guerra. Las medidas de expansión monetaria (facilitación cuantitativa o quantitative easing en la terminología técnica de la Reserva Federal) fuerzan el ajuste del valor de las otras monedas, en esencia encareciéndolas frente al dólar y alterando así los flujos de inversión y de comercio. Los chinos no están muy contentos, los europeos tampoco. Las instancias de organización multilateral como el G-20, el FMI o la OMC enseñan sus limitaciones.
El caso es que sigue siendo esencial en cuanto a las relaciones internacionales de poder la existencia de las monedas nacionales. Y en la Unión Europea esto se advierte de manera muy evidente.
La moneda única, el euro, no permite una forma de ajuste entre sus miembros –véase la situación actual de Irlanda– más que de manera draconiana sobre el presupuesto del gobierno. No hay depreciación posible que ajuste los precios relativos y ayude al reacomodo de las cuentas externas y de las cuentas fiscales.
El euro ha sido el gran negocio para Alemania, la economía crece jalada por las exportaciones basadas en una creciente productividad y resiste incluso la caída de los ingresos salariales. No hay incentivos para que el gobierno de Berlín cambie la situación existente. Pero el euro está herido y arrastra al ambicioso proyecto de unificación regional.
En esas condiciones, la repartición de las cargas del ajuste son sumamente desiguales. Los irlandeses tiraron al gobierno de Brian Cowen luego del fiasco de la gestión del auge y la crisis que le ha seguido. Es un caso notable de desarreglo de la función pública y también de la reacción política, con los ciudadanos exacerbados en las calles. Hay contrastes con el anterior episodio griego.
En Estados Unidos se crearon fuertes contradicciones con respecto a la política de los gobiernos del Bush II y de Obama de salvamento de los bancos y otras instituciones financieras, a raíz de la crisis de 2008. El secretario del Tesoro Geithner dijo hace poco que salvaron la economía (lo que aún está por verse) pero perdieron al público, en referencia a los resultados de la elecciones para el Congreso y algunos gobiernos estatales.
Es una interpretación que está sujeta a fuerte debate. Y ahora en Irlanda se advierte lo mismo. Los bancos internacionales fueron los que prestaron a los bancos irlandeses el dinero que hizo posible el auge inmobiliario que ya se derrumbó. Desde 2008 el gobierno de Cowen garantizó la totalidad del valor de los depósitos en el sistema bancario. Resulta que aquellos bancos que prestaron no tienen hoy ninguna responsabilidad por los malos negocios que financiaron en Irlanda. Van a cobrar, y quien va a pagar es la gente que cargará con un superajuste fiscal.
En este caso no van a salvar a la economía y ya perdieron al público. Los bancos irlandeses están quebrados y seguramente los comprarán los bancos acreedores por una bicoca, lo que tiene un cierto eco mexicano con la experiencia de 1995.
La recomposición del poder internacional siempre está en curso. Hoy se manifiesta de manera rasposa y en una situación frágil económica y socialmente, y con débiles liderazgos políticos.
El entorno económico y político internacional es hoy tumultuoso. El orden que pretendió alentar el otrora famoso Consenso de Washington (así bautizado en 1989) y que supuestamente funcionaría eficientemente mediante mercados libres y con la menor regulación posible de los gobiernos ha girado 180 grados en los dos últimos años. Está hecho añicos.
Los flujos de financiamiento están marcados por la incertidumbre generalizada y por las crisis que ya han surgido en diversos países y otras que están latentes.
La especulación sigue siendo el modo de las transacciones de dinero y capital, incluso luego de la debacle de septiembre de 2008, con la continua y creciente intervención de los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea. Una intervención que no deja de aparecer en cierta forma desorientada, más allá de sus efectos prácticamente inmediatos.
Las finanzas públicas se han resentido enormemente por dichas intervenciones y los ajustes fiscales y financieros han sido severos en muchas naciones. Y si aún falta apretar a corto plazo, se gesta ya una fuerte transferencia de las deudas hacia delante que habrán de pagar incluso quienes todavía no han nacido.
Por el lado del comercio, las negociaciones para liberar los intercambios están estancadas desde hace varios años, y hoy corren el riesgo de enfrentar incluso un mayor proteccionismo. Este ya está francamente en marcha.
Las contradicciones del proceso de la globalización se han hecho muy visibles y opacan las ventajas que antes se habían resaltado. Destaca, sobre todo, el peso que ha impuesto sobre los mercados laborales por la precariedad creciente, el desempleo y la informalidad.
Los enfrentamientos económicos están ya en la arena y sus repercusiones políticas gestan nuevas formas de conflictos. Hay cada vez más espacio para aprovechar la confusión y provocar nuevas fricciones.
El dólar está en pie de guerra. Las medidas de expansión monetaria (facilitación cuantitativa o quantitative easing en la terminología técnica de la Reserva Federal) fuerzan el ajuste del valor de las otras monedas, en esencia encareciéndolas frente al dólar y alterando así los flujos de inversión y de comercio. Los chinos no están muy contentos, los europeos tampoco. Las instancias de organización multilateral como el G-20, el FMI o la OMC enseñan sus limitaciones.
El caso es que sigue siendo esencial en cuanto a las relaciones internacionales de poder la existencia de las monedas nacionales. Y en la Unión Europea esto se advierte de manera muy evidente.
La moneda única, el euro, no permite una forma de ajuste entre sus miembros –véase la situación actual de Irlanda– más que de manera draconiana sobre el presupuesto del gobierno. No hay depreciación posible que ajuste los precios relativos y ayude al reacomodo de las cuentas externas y de las cuentas fiscales.
El euro ha sido el gran negocio para Alemania, la economía crece jalada por las exportaciones basadas en una creciente productividad y resiste incluso la caída de los ingresos salariales. No hay incentivos para que el gobierno de Berlín cambie la situación existente. Pero el euro está herido y arrastra al ambicioso proyecto de unificación regional.
En esas condiciones, la repartición de las cargas del ajuste son sumamente desiguales. Los irlandeses tiraron al gobierno de Brian Cowen luego del fiasco de la gestión del auge y la crisis que le ha seguido. Es un caso notable de desarreglo de la función pública y también de la reacción política, con los ciudadanos exacerbados en las calles. Hay contrastes con el anterior episodio griego.
En Estados Unidos se crearon fuertes contradicciones con respecto a la política de los gobiernos del Bush II y de Obama de salvamento de los bancos y otras instituciones financieras, a raíz de la crisis de 2008. El secretario del Tesoro Geithner dijo hace poco que salvaron la economía (lo que aún está por verse) pero perdieron al público, en referencia a los resultados de la elecciones para el Congreso y algunos gobiernos estatales.
Es una interpretación que está sujeta a fuerte debate. Y ahora en Irlanda se advierte lo mismo. Los bancos internacionales fueron los que prestaron a los bancos irlandeses el dinero que hizo posible el auge inmobiliario que ya se derrumbó. Desde 2008 el gobierno de Cowen garantizó la totalidad del valor de los depósitos en el sistema bancario. Resulta que aquellos bancos que prestaron no tienen hoy ninguna responsabilidad por los malos negocios que financiaron en Irlanda. Van a cobrar, y quien va a pagar es la gente que cargará con un superajuste fiscal.
En este caso no van a salvar a la economía y ya perdieron al público. Los bancos irlandeses están quebrados y seguramente los comprarán los bancos acreedores por una bicoca, lo que tiene un cierto eco mexicano con la experiencia de 1995.
La recomposición del poder internacional siempre está en curso. Hoy se manifiesta de manera rasposa y en una situación frágil económica y socialmente, y con débiles liderazgos políticos.
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