Orlando Delgado Selley / Proceso
La Cumbre del G-20 realizada la semana pasada en Seúl fracasó. Las diferencias entre China y Estados Unidos impidieron que se alcanzaran acuerdos que detuvieran la ‘guerra de divisas’. Ni siquiera pudieron lograrse definiciones precisas para instrumentar la aplicación del acuerdo logrado en Basilea el mes pasado sobre las grandes empresas financieras. La cumbre ha evidenciado que hay más diferencias que acuerdos, pero ha mostrado algo de mayor importancia: en este mundo globalizado no hay mando. El reinado de Estados Unidos se terminó. Hay diversos agrupamientos de países, pero circunstanciales, como el formado frente a la decisión de la Fed, o el que busca mayor representación en el FMI y en el Banco Mundial, o el de la unión monetaria europea.
Estos grupos tienen acuerdos específicos, momentáneos. Lo que no hay es acuerdos de largo plazo. Por eso, puede decirse que está en cuestión si el propio G-20 tiene sentido. Este organismo, aunque nació en 1999 para enfrentar la inestabilidad financiera provocada por la crisis asiática de aquellos años, fue reanimado por Estados Unidos como un foro con mayor capacidad y representatividad que el G-7, que reunía a los grandes países desarrollados (Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá), y también que el G-8, que sólo crecía con la incorporación de Rusia. El G-20 podía actuar coordinadamente ante el estallido de agosto de 2008.
El G-20, curiosamente, no está constituido por 20 países sino por 19 más la Unión Europea. Los países miembros son 16 de los 18 de mayor tamaño en el mundo actual (Estados Unidos, China, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil, Canadá, Rusia, India, Australia, México, Corea del Sur, Turquía e Indonesia, ordenados por su PIB en dólares), más otros tres de menor peso económico (Arabia Saudita, Sudáfrica y Argentina). A este grupo se ha sumado a empujones España, que no fue convocado, pero que desde la primera reunión se hizo invitar por la Unión Europea y, a fuerza de asistir, ya se considera invitado. (En la foto oficial, sin embargo, Rodríguez Zapatero siempre sale atrás, junto con los titulares del FMI, OCDE, OIT, Banco Mundial y otros organismos multilaterales).
Convocados por Estados Unidos, el grupo se reunió en Washington en noviembre de 2008, dos meses después de que Lehman Brothers, el banco de inversión estadunidense número dos del mundo, cayó en quiebra y provocó que en un día se perdieran 500 mil millones de dólares. Esa reunión, que por primera vez tuvo la asistencia de los jefes de Estado del grupo, llegó a dos acuerdos: uno que resultó de gran importancia y que contradecía la ortodoxia económica hasta entonces dominante en el mundo, y que consistió en inyectarle a las economías 2 billones de dólares, dos millones de millones de dólares. La novedad radicaba en que esa cantidad de dinero no se inyectaría en operaciones de los bancos centrales, sino con gasto público. El otro acuerdo fue reformar al sistema financiero internacional para reducir su vulnerabilidad.
Estímulo económico al viejo estilo: no para los bancos sino repartido entre consumidores y empresas productivas. En la declaración de Washington, los jefes de Estado anotaron que “hemos tomado medidas duras y significativas para estimular nuestras economías, proveer liquidez, fortalecer el capital de las instituciones financieras, proteger el ahorro y los depósitos, enfrentar las deficiencias regulatorias, descongelar los mercados de crédito…”
La heterodoxia se justificaba ya que las economías iban en picada y lo urgente era detener la caída. La cantaleta de que el mercado era capaz de corregir los problemas ya no funcionó. Había que actuar y lo que el G-20 logró fue que los gobernantes de los países miembros aceptaran que, primero, había que estimular fiscalmente la demanda interna y, después, cuando la recuperación se consolidara, ocuparse de la sustentabilidad fiscal.
La situación en el momento de esa reunión en Washington era claramente desesperada. Con facilidad se construyó un acuerdo, en el que participaron incluso los promotores mundiales de la ortodoxia, los del Fondo Monetario Internacional, que hasta cambiaron de discurso.
En la siguiente reunión, en Londres, en marzo de 2009, ya con el presidente Obama en la Casa Blanca, la crisis no solamente se mantenía, sino que empeoraba. Aunque había quién decía que esta crisis era apenas la mitad de la de 1929, se pudo demostrar que era mucho peor. Un artículo que se hizo famoso, escrito por Barry Eichengreen y Kevin O’Rourke en esas fechas, mostró que la trayectoria de la crisis era bastante peor.
En esa segunda reunión, de Londres, de nuevo se reconoció que “la expansión fiscal está proveyendo un apoyo vital al crecimiento y al empleo. Actuando juntos fortalecemos el impacto de las excepcionales medidas anunciadas, las que deben implementarse sin demora. Estamos comprometidos a mantener el esfuerzo el tiempo necesario para restaurar el crecimiento…”
El otro acuerdo para reformar el funcionamiento de las empresas financieras se mantenía, pero al entrar en detalles las diferencias afloraron: los de la Unión Monetaria Europea que demandaban la aplicación rápida de mayores controles, fueron detenidos por Estados Unidos y el Reino Unido. En esta reunión surgió un tercer acuerdo: modificar la estructura de gobierno del FMI y del BM para dar mayor voz y representación a las economías emergentes.
En Pittsburg, la siguiente reunión, el discurso cambió. La declaración de los jefes de Estado era elocuente: “Nos encontramos en medio de una transición crítica entre la crisis y la recuperación que dé vuelta a la página de una era de irresponsabilidad y que adopte una serie de políticas, regulaciones y reformas que enfrenten las necesidades de la economía global del siglo XXI”. Aunque aún se carecía de información dura que permitiera afirmar que la crisis se estaba superando, ya era claro que la acción fiscal de los gobiernos del mundo desarrollado y en desarrollo empezaban a lograr su principal cometido: detener la crisis.
Hubo, por supuesto, gobiernos como el mexicano que prefirieron mantener sus finanzas públicas “sanas”, ignorando los acuerdos que suscribió, pese a que la crisis golpeaba duramente a sus poblaciones, con los resultados que conocemos: reducción del PIB mexicano en 2009 de 6.5%.
Hubo señalamientos especialmente duros: “Debemos asegurarnos que nuestros sistemas regulatorios bancarios reinen sobre los excesos que condujeron a la crisis. No podemos permitir que se mantenga el comportamiento descuidado y carente de responsabilidad que condujo a la crisis en el sistema bancario”. Una consecuencia de este razonamiento fue plantear que se incrementaran los requerimientos de capital para los bancos, se discutiera la implementación de medidas para que hubiera prácticas compensatorias y terminara la toma excesiva de riesgos, mejorara el mercado de derivados y se desarrollaran mejores herramientas para evitar que las grandes empresas tomaran riesgos mayores.
El tema de las grandes empresas que no podían quebrar (las llamadas TBTF, too big to fail) apareció. Un problema era la discusión sobre si esas TBTF debían existir, esto es, los gobiernos podrían plantearse evitar la concentración de grandes empresas financieras, de modo que al no existir no habría que ocuparse de esas grandes entidades con enorme peso sistémico. El asunto de la modificación de la participación en el gobierno del FMI y del Banco Mundial tomó ya números: aumentar por lo menos 3% el peso del voto de los países en desarrollo y en transición (los antiguos países miembros de la URSS).
La cumbre de Toronto, de junio de 2010, emplazada con una crisis en remisión, ya no fue capaz de producir resultados importantes. La diferencia mayor fue para determinar la prioridad del momento: mantener los estímulos fiscales o bien ocuparse de inmediato en corregir las finanzas públicas. En esa reunión el tema de la deuda griega dominó: desde el mes de diciembre anterior, el nuevo gobierno griego había sido notificado que las agencias calificadoras, preocupadas por la posibilidad de que si no pudieran renovar su deuda al mismo precio tendrían dificultades para cumplir con sus compromisos, rebajaban su calificación. Esa rebaja hizo que las dificultades ‘posibles’ se concretaran, elevando inmediatamente el costo de renovación hasta en 9 puntos porcentuales su diferencial respecto a la deuda alemana.
La historia de la crisis griega, desatada en febrero y enfrentada por los países de la zona euro hasta mayo, puso en primer lugar el tema de las finanzas públicas: déficit y deuda. Las medidas de austeridad, bien conocidas en América Latina desde los años ochenta del siglo pasado, se impusieron en los países de la periferia europea: Portugal, Irlanda, Grecia y España y también en los países fuertes: Alemania, Francia y, meses después, en el Reino Unido. Así que los europeos llegaron a la cumbre de Toronto con la espada desenvainada, pero no pudieron imponer su visión de la escala de prioridades. Estados Unidos y los países emergentes, destacadamente Brasil, China, India y Rusia, plantearon que la prioridad seguía siendo la recuperación. Al final la conclusión de Toronto fue “patear la pelota hacia adelante.”
En la reciente reunión de Seúl se pensaba que se resolverían los problemas de coordinación internacional para que la recuperación económica pudiera dinamizarse. No ocurrió. Al contrario, las diferencias aumentaron. El punto de partida ya no fue la crisis griega, sino la “guerra de las divisas” y la decisión de la Reserva Federal estadunidense de inyectarle 600 mil millones de dólares a su economía. El tema de las divisas, abiertamente discutido en la reunión conjunta del FMI-BM de finales de septiembre, sólo quedó en esa ocasión en la declaración de intenciones futuras para corregir los desequilibrios. Esos desequilibrios no involucran a China solamente, sino que incorporan a Alemania, Japón, Corea, Brasil, Rusia, India. De modo que cuando Timothy Geithner, secretario del Tesoro estadunidense, dijo que había que limitar los superávit comerciales a 4% del PIB, no demandaba que China devaluara, sino que los otros grandes exportadores quedaran bajo el control del FMI.
Era una confrontación entre Estados Unidos y esos países superavitarios. Ya una vez, en 1985, en una reunión celebrada en el hotel Plaza en Nueva York, Estados Unidos forzó a que los entonces países superavitarios, Alemania, Francia, Japón y Gran Bretaña, devaluaran 50% sus monedas para que el déficit en cuenta corriente de Estados Unidos disminuyera. Eran los tiempos en que este país podía imponer “acuerdos”. Pero esos tiempos ya pasaron. En 2010 no puede hacerlo: China no es Japón, ni Alemania está en la misma posición que hace 25 años. El mundo unipolar surgido de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe de la URSS duró poco. La historia no terminó. En realidad está empezando una nueva historia, cuya trama es desconocida, pero está claro que no habrá un solo papel estelar sino muchos tendrán papeles estelares.
La Cumbre del G-20 realizada la semana pasada en Seúl fracasó. Las diferencias entre China y Estados Unidos impidieron que se alcanzaran acuerdos que detuvieran la ‘guerra de divisas’. Ni siquiera pudieron lograrse definiciones precisas para instrumentar la aplicación del acuerdo logrado en Basilea el mes pasado sobre las grandes empresas financieras. La cumbre ha evidenciado que hay más diferencias que acuerdos, pero ha mostrado algo de mayor importancia: en este mundo globalizado no hay mando. El reinado de Estados Unidos se terminó. Hay diversos agrupamientos de países, pero circunstanciales, como el formado frente a la decisión de la Fed, o el que busca mayor representación en el FMI y en el Banco Mundial, o el de la unión monetaria europea.
Estos grupos tienen acuerdos específicos, momentáneos. Lo que no hay es acuerdos de largo plazo. Por eso, puede decirse que está en cuestión si el propio G-20 tiene sentido. Este organismo, aunque nació en 1999 para enfrentar la inestabilidad financiera provocada por la crisis asiática de aquellos años, fue reanimado por Estados Unidos como un foro con mayor capacidad y representatividad que el G-7, que reunía a los grandes países desarrollados (Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá), y también que el G-8, que sólo crecía con la incorporación de Rusia. El G-20 podía actuar coordinadamente ante el estallido de agosto de 2008.
El G-20, curiosamente, no está constituido por 20 países sino por 19 más la Unión Europea. Los países miembros son 16 de los 18 de mayor tamaño en el mundo actual (Estados Unidos, China, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil, Canadá, Rusia, India, Australia, México, Corea del Sur, Turquía e Indonesia, ordenados por su PIB en dólares), más otros tres de menor peso económico (Arabia Saudita, Sudáfrica y Argentina). A este grupo se ha sumado a empujones España, que no fue convocado, pero que desde la primera reunión se hizo invitar por la Unión Europea y, a fuerza de asistir, ya se considera invitado. (En la foto oficial, sin embargo, Rodríguez Zapatero siempre sale atrás, junto con los titulares del FMI, OCDE, OIT, Banco Mundial y otros organismos multilaterales).
Convocados por Estados Unidos, el grupo se reunió en Washington en noviembre de 2008, dos meses después de que Lehman Brothers, el banco de inversión estadunidense número dos del mundo, cayó en quiebra y provocó que en un día se perdieran 500 mil millones de dólares. Esa reunión, que por primera vez tuvo la asistencia de los jefes de Estado del grupo, llegó a dos acuerdos: uno que resultó de gran importancia y que contradecía la ortodoxia económica hasta entonces dominante en el mundo, y que consistió en inyectarle a las economías 2 billones de dólares, dos millones de millones de dólares. La novedad radicaba en que esa cantidad de dinero no se inyectaría en operaciones de los bancos centrales, sino con gasto público. El otro acuerdo fue reformar al sistema financiero internacional para reducir su vulnerabilidad.
Estímulo económico al viejo estilo: no para los bancos sino repartido entre consumidores y empresas productivas. En la declaración de Washington, los jefes de Estado anotaron que “hemos tomado medidas duras y significativas para estimular nuestras economías, proveer liquidez, fortalecer el capital de las instituciones financieras, proteger el ahorro y los depósitos, enfrentar las deficiencias regulatorias, descongelar los mercados de crédito…”
La heterodoxia se justificaba ya que las economías iban en picada y lo urgente era detener la caída. La cantaleta de que el mercado era capaz de corregir los problemas ya no funcionó. Había que actuar y lo que el G-20 logró fue que los gobernantes de los países miembros aceptaran que, primero, había que estimular fiscalmente la demanda interna y, después, cuando la recuperación se consolidara, ocuparse de la sustentabilidad fiscal.
La situación en el momento de esa reunión en Washington era claramente desesperada. Con facilidad se construyó un acuerdo, en el que participaron incluso los promotores mundiales de la ortodoxia, los del Fondo Monetario Internacional, que hasta cambiaron de discurso.
En la siguiente reunión, en Londres, en marzo de 2009, ya con el presidente Obama en la Casa Blanca, la crisis no solamente se mantenía, sino que empeoraba. Aunque había quién decía que esta crisis era apenas la mitad de la de 1929, se pudo demostrar que era mucho peor. Un artículo que se hizo famoso, escrito por Barry Eichengreen y Kevin O’Rourke en esas fechas, mostró que la trayectoria de la crisis era bastante peor.
En esa segunda reunión, de Londres, de nuevo se reconoció que “la expansión fiscal está proveyendo un apoyo vital al crecimiento y al empleo. Actuando juntos fortalecemos el impacto de las excepcionales medidas anunciadas, las que deben implementarse sin demora. Estamos comprometidos a mantener el esfuerzo el tiempo necesario para restaurar el crecimiento…”
El otro acuerdo para reformar el funcionamiento de las empresas financieras se mantenía, pero al entrar en detalles las diferencias afloraron: los de la Unión Monetaria Europea que demandaban la aplicación rápida de mayores controles, fueron detenidos por Estados Unidos y el Reino Unido. En esta reunión surgió un tercer acuerdo: modificar la estructura de gobierno del FMI y del BM para dar mayor voz y representación a las economías emergentes.
En Pittsburg, la siguiente reunión, el discurso cambió. La declaración de los jefes de Estado era elocuente: “Nos encontramos en medio de una transición crítica entre la crisis y la recuperación que dé vuelta a la página de una era de irresponsabilidad y que adopte una serie de políticas, regulaciones y reformas que enfrenten las necesidades de la economía global del siglo XXI”. Aunque aún se carecía de información dura que permitiera afirmar que la crisis se estaba superando, ya era claro que la acción fiscal de los gobiernos del mundo desarrollado y en desarrollo empezaban a lograr su principal cometido: detener la crisis.
Hubo, por supuesto, gobiernos como el mexicano que prefirieron mantener sus finanzas públicas “sanas”, ignorando los acuerdos que suscribió, pese a que la crisis golpeaba duramente a sus poblaciones, con los resultados que conocemos: reducción del PIB mexicano en 2009 de 6.5%.
Hubo señalamientos especialmente duros: “Debemos asegurarnos que nuestros sistemas regulatorios bancarios reinen sobre los excesos que condujeron a la crisis. No podemos permitir que se mantenga el comportamiento descuidado y carente de responsabilidad que condujo a la crisis en el sistema bancario”. Una consecuencia de este razonamiento fue plantear que se incrementaran los requerimientos de capital para los bancos, se discutiera la implementación de medidas para que hubiera prácticas compensatorias y terminara la toma excesiva de riesgos, mejorara el mercado de derivados y se desarrollaran mejores herramientas para evitar que las grandes empresas tomaran riesgos mayores.
El tema de las grandes empresas que no podían quebrar (las llamadas TBTF, too big to fail) apareció. Un problema era la discusión sobre si esas TBTF debían existir, esto es, los gobiernos podrían plantearse evitar la concentración de grandes empresas financieras, de modo que al no existir no habría que ocuparse de esas grandes entidades con enorme peso sistémico. El asunto de la modificación de la participación en el gobierno del FMI y del Banco Mundial tomó ya números: aumentar por lo menos 3% el peso del voto de los países en desarrollo y en transición (los antiguos países miembros de la URSS).
La cumbre de Toronto, de junio de 2010, emplazada con una crisis en remisión, ya no fue capaz de producir resultados importantes. La diferencia mayor fue para determinar la prioridad del momento: mantener los estímulos fiscales o bien ocuparse de inmediato en corregir las finanzas públicas. En esa reunión el tema de la deuda griega dominó: desde el mes de diciembre anterior, el nuevo gobierno griego había sido notificado que las agencias calificadoras, preocupadas por la posibilidad de que si no pudieran renovar su deuda al mismo precio tendrían dificultades para cumplir con sus compromisos, rebajaban su calificación. Esa rebaja hizo que las dificultades ‘posibles’ se concretaran, elevando inmediatamente el costo de renovación hasta en 9 puntos porcentuales su diferencial respecto a la deuda alemana.
La historia de la crisis griega, desatada en febrero y enfrentada por los países de la zona euro hasta mayo, puso en primer lugar el tema de las finanzas públicas: déficit y deuda. Las medidas de austeridad, bien conocidas en América Latina desde los años ochenta del siglo pasado, se impusieron en los países de la periferia europea: Portugal, Irlanda, Grecia y España y también en los países fuertes: Alemania, Francia y, meses después, en el Reino Unido. Así que los europeos llegaron a la cumbre de Toronto con la espada desenvainada, pero no pudieron imponer su visión de la escala de prioridades. Estados Unidos y los países emergentes, destacadamente Brasil, China, India y Rusia, plantearon que la prioridad seguía siendo la recuperación. Al final la conclusión de Toronto fue “patear la pelota hacia adelante.”
En la reciente reunión de Seúl se pensaba que se resolverían los problemas de coordinación internacional para que la recuperación económica pudiera dinamizarse. No ocurrió. Al contrario, las diferencias aumentaron. El punto de partida ya no fue la crisis griega, sino la “guerra de las divisas” y la decisión de la Reserva Federal estadunidense de inyectarle 600 mil millones de dólares a su economía. El tema de las divisas, abiertamente discutido en la reunión conjunta del FMI-BM de finales de septiembre, sólo quedó en esa ocasión en la declaración de intenciones futuras para corregir los desequilibrios. Esos desequilibrios no involucran a China solamente, sino que incorporan a Alemania, Japón, Corea, Brasil, Rusia, India. De modo que cuando Timothy Geithner, secretario del Tesoro estadunidense, dijo que había que limitar los superávit comerciales a 4% del PIB, no demandaba que China devaluara, sino que los otros grandes exportadores quedaran bajo el control del FMI.
Era una confrontación entre Estados Unidos y esos países superavitarios. Ya una vez, en 1985, en una reunión celebrada en el hotel Plaza en Nueva York, Estados Unidos forzó a que los entonces países superavitarios, Alemania, Francia, Japón y Gran Bretaña, devaluaran 50% sus monedas para que el déficit en cuenta corriente de Estados Unidos disminuyera. Eran los tiempos en que este país podía imponer “acuerdos”. Pero esos tiempos ya pasaron. En 2010 no puede hacerlo: China no es Japón, ni Alemania está en la misma posición que hace 25 años. El mundo unipolar surgido de la caída del Muro de Berlín y del derrumbe de la URSS duró poco. La historia no terminó. En realidad está empezando una nueva historia, cuya trama es desconocida, pero está claro que no habrá un solo papel estelar sino muchos tendrán papeles estelares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario