ANTÓN COSTAS / EL PAÍS
Lo hemos visto todo en esta gran crisis que estamos sufriendo, o queda algo por venir? Después de haber padecido un verdadero vía crucis en estos dos últimos años (con paradas en las estaciones del desplome de las Bolsas, la quiebra de los bancos, la sequía del crédito, la gran recesión de la producción, el drama del desempleo masivo, el abismo de la deflación, la ansiedad del déficit público y la histeria de los mercados de deuda) parecía que ya no quedaban más miserias.
Pero no es así. Falta la última estación. Aquella en que los países han de decidir cómo se reparten el coste del ajuste que toda crisis trae consigo. A esa última estación se la acostumbra a llamar "guerra de las monedas" (devaluaciones competitivas) y "guerras comerciales" (proteccionismo). Es decir, batallas donde cada país intenta salir bien parado empobreciendo al vecino.No quisiera que me viesen como portavoz de esa "ciencia lúgubre", como a veces se le llama a la economía, anunciando malas noticias. Mi actitud pretende ser la del médico que describe el curso probable de una enfermedad. En este sentido, toda crisis global, como es el caso, implica que en algún momento los países han de repartirse el coste que supone salir de la crisis. No hay alternativa. Eso sí, lo pueden hacer por las buenas o por las malas. Por lo visto en la cumbre de países del grupo de los 20, con España como invitada, celebrada el pasado fin de semana pasado en Corea del Sur, parece que va a ser por las malas.Mientras, Barak Obama trataba de decirle a chinos y alemanes que no pueden pensar que la solución es exportar más a EE UU y que hay que llegar a un acuerdo para limitar sus superávits, la canciller alemana Merkel, con esa suficiencia molesta con la que ahora hablan algunos líderes alemanes, les vino a decir a americanos (y españoles) que corrijan su déficit trabajando más y siendo más competitivos.Hay aquí un malentendido que alguien le tiene que explicar a la canciller. En realidad los desequilibrios exteriores que tienen algunos países desarrollados, como es el caso de EE UU y España, no se deben a un cambio en sus hábitos y comportamientos productivos. No es que los españoles nos hayamos puesto a vivir del cuento o perdido el espíritu de trabajo y la capacidad de competir. No es eso lo que dicen los datos de la Organización Mundial de Comercio. Como señalaba acertadamente hace unas semanas Guillermo de la Dehesa en un artículo en estas páginas: "España es más competitiva de lo que parece". Lo mismo se puede decir de EE UU.¿Cuál es, entonces, la causa? Fundamentalmente, un cambio en el comportamiento de los países que han mantenido fuertes superávit en la última década; en particular Alemania y China.El superávit alemán se debe no solo a su reconocida competitividad, sino a la política de austeridad interna que practicada a lo largo de la última década ha permitido exportar su desempleo a otros países. La reunificación y el miedo a la vejez que le ha entrado a la población alemana ha llevado a practicar con abuso la virtud del ahorro y la austeridad en el consumo. Al actuar de esa forma, han perjudicado a los demás. Su escaso consumo no ha tirado de nuestras exportaciones. Y sus ahorros, sacados del país a la búsqueda de oportunidades que no encontraban dentro por su austeridad, descargaron como un diluvio de capitales sobre España, que sirvió para financiar la burbuja inmobiliaria y distorsionar nuestra estructura productiva hacia la construcción. Además, el euro fuerte le ha venido como anillo al dedo, porque ha perjudicado la competitividad de los demás países en mucho mayor medida que la suya. En definitiva, Alemania ha practicado una política mercantilista que ha dañado severamente a sus vecinos.Aunque hoy no toca, déjenme decir que hay un cambio generacional en las élites alemanas con consecuencias preocupantes para Europa. Es una generación que trata de germanizar Europa, no de construir un proyecto común, como hizo la generación de Helmut Schmidt y Helmut Kohl.En el caso de China, José Luis Leal ha señalado con acierto el pasado domingo en estas páginas que la desmesurada acumulación de reservas en China y otros países emergentes es el resultado de "una política mercantilista peligrosa para el mundo y para ella misma", que solo puede llevarse a cabo si se mantiene deprimido el consumo de sus propios ciudadanos. China ha mantenido su moneda, el renminbi, artificialmente baja para favorecer sus exportaciones y deprimir su consumo interno. Esto ha significado una creciente presión inflacionista interna, debido a que el banco central tiene que imprimir más renminbis para comprar los dólares que entran para comprar productos chinos.Entre las cuatro o cinco explicaciones más populares de los economistas sobre las causas de la crisis, la que tiene en mi opinión mayor capacidad explicativa es la que atribuye la burbuja inmobiliaria que han sufrido especialmente algunos países del Atlántico Norte, en concreto EE UU, Irlanda, Reino Unido y España (en este tema nos hemos comportado como "anglosajones honorarios") a los fuertes desequilibrios globales que se han originado en la economía en la última década. Sin corregir esos desequilibrios no habrá salida estable para la economía mundial. Pero no es solo cosa de unos. Como en un carro, ambos bueyes tienen que tirar acompasados.Pero, por lo escuchado en la cumbre de Seúl, mucho me temo que la última estación del vía crucis vaya a acabar como el rosario de la aurora. Es decir, con guerras de divisas y guerras comerciales. Como el médico que se ve obligado a hacer un diagnóstico infausto, desearía equivocarme.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.
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