Francisco Rojas / El Universal
El llamado de Madero al pueblo para que tomara las armas en defensa del voto y contra la reelección fue el detonante de un gran movimiento integrador en el que confluirían la lucha agraria de Zapata, las reivindicaciones populares de Villa, el constitucionalismo de Carranza, la visión modernizadora de Obregón, la institucionalización de Calles y el nacionalismo de Cárdenas.
La Revolución Mexicana no fue dogmática ni propugnó la aniquilación de una parte de la sociedad por otra. Al contrario, fue un proceso histórico abarcador, una concepción moral y política en la que cabe todo el abanico ideológico de la sociedad y que no admite discriminaciones por motivos étnicos, religiosos, ideológicos, sociales, económicos o de cualquier otra índole.
La pluralidad de principios, valores y demandas que convergieron en la Revolución fue reflejo exacto de la diversidad del país definida por la geografía, las costumbres y la cultura. Los mexicanos somos un crisol de razas con iguales derechos, y también integramos un complejo mosaico de ideologías, creencias, concepciones y proyectos nacionales.
Uno de los grandes aciertos de nuestra Revolución fue la pacificación social, la construcción de una estructura institucional y la edificación de una transición democrática gradual, pero firme, para convivir en paz, con tolerancia y mutuo respeto. Las instituciones han podido procesar todas las parcialidades, como lo demuestra el hecho —que no se ha valorado suficientemente— de que en 2000 llegara a la Presidencia un partido creado 60 años antes como antípoda de los gobiernos revolucionarios.
Los gobiernos revolucionarios repartieron la tierra y promovieron el desarrollo rural integral por medio de las instituciones públicas de fomento agropecuario, garantizaron los derechos sociales: educación, salud, nutrición, vivienda y trabajo; edificaron la seguridad social, propiciaron la creación de una amplia base industrial cuya expansión se fundó en el mercado interno y en los estímulos del Estado que, para ese propósito, asumió la rectoría del desarrollo; rescataron para la nación el dominio sobre los recursos del subsuelo y se reservó el manejo directo de los sectores estratégicos de la economía y propiciaron la formación de una amplia y diversificada clase media, cuya supervivencia hoy está en serio predicamento.
Historiadores, politólogos, economistas y sociólogos se preguntan si la Revolución que se inició hace un siglo es o no funcional para encarar con éxito los problemas actuales de México. La respuesta es que ese movimiento social, lo mismo que la Reforma de mediados del siglo XIX y la Independencia bicentenaria, definió el destino del país y constituye una gran reserva doctrinaria y política para dar respuesta a problemas ya resueltos que han vuelto a emerger, como el bajo crecimiento de la economía, y a otros que son inéditos, como la amenazante expansión de la violencia criminal y su control de espacios que han sido sustraídos, al menos por ahora, al Estado de derecho.
Los problemas de México en el siglo XXI no pudieron ser previstos por Madero, Carranza o Calles, pero los principios de la Revolución, identificados con los valores permanentes del ser humano, siguen teniendo validez y ofreciendo respuestas. La conjunción de democracia con justicia social, de libertad con equidad, continúa siendo la clave para enfrentar los difíciles problemas de nuestro tiempo.
Los desafíos son inmensos y se retroalimentan unos a otros. Se expande el crimen organizado al tiempo que se contrae la generación de empleos en la economía formal y disminuye la capacidad de la educación pública media y superior para dar espacio a los jóvenes que la demandan y necesitan. Desempleados y sin acceso al sistema educativo, los jóvenes son la parte más vulnerable de la sociedad frente al reclutamiento de las organizaciones criminales que les crea ilusiones en un ambiente de “resentimiento y venganza social”, como apunta Carlos Fuentes.
La solución empieza por una política que impulse la inversión de las empresas mexicanas comprometidas con programas de generación de empleo, y una política social que incida en los factores que generan la pobreza y no sólo en sus consecuencias. Estas políticas sólo pueden ser emprendidas por un Estado fuerte, con una activa participación democrática de todas las corrientes políticas y de la sociedad y con una voluntad firme de hacer realidad la democracia y la justicia social.
El llamado de Madero al pueblo para que tomara las armas en defensa del voto y contra la reelección fue el detonante de un gran movimiento integrador en el que confluirían la lucha agraria de Zapata, las reivindicaciones populares de Villa, el constitucionalismo de Carranza, la visión modernizadora de Obregón, la institucionalización de Calles y el nacionalismo de Cárdenas.
La Revolución Mexicana no fue dogmática ni propugnó la aniquilación de una parte de la sociedad por otra. Al contrario, fue un proceso histórico abarcador, una concepción moral y política en la que cabe todo el abanico ideológico de la sociedad y que no admite discriminaciones por motivos étnicos, religiosos, ideológicos, sociales, económicos o de cualquier otra índole.
La pluralidad de principios, valores y demandas que convergieron en la Revolución fue reflejo exacto de la diversidad del país definida por la geografía, las costumbres y la cultura. Los mexicanos somos un crisol de razas con iguales derechos, y también integramos un complejo mosaico de ideologías, creencias, concepciones y proyectos nacionales.
Uno de los grandes aciertos de nuestra Revolución fue la pacificación social, la construcción de una estructura institucional y la edificación de una transición democrática gradual, pero firme, para convivir en paz, con tolerancia y mutuo respeto. Las instituciones han podido procesar todas las parcialidades, como lo demuestra el hecho —que no se ha valorado suficientemente— de que en 2000 llegara a la Presidencia un partido creado 60 años antes como antípoda de los gobiernos revolucionarios.
Los gobiernos revolucionarios repartieron la tierra y promovieron el desarrollo rural integral por medio de las instituciones públicas de fomento agropecuario, garantizaron los derechos sociales: educación, salud, nutrición, vivienda y trabajo; edificaron la seguridad social, propiciaron la creación de una amplia base industrial cuya expansión se fundó en el mercado interno y en los estímulos del Estado que, para ese propósito, asumió la rectoría del desarrollo; rescataron para la nación el dominio sobre los recursos del subsuelo y se reservó el manejo directo de los sectores estratégicos de la economía y propiciaron la formación de una amplia y diversificada clase media, cuya supervivencia hoy está en serio predicamento.
Historiadores, politólogos, economistas y sociólogos se preguntan si la Revolución que se inició hace un siglo es o no funcional para encarar con éxito los problemas actuales de México. La respuesta es que ese movimiento social, lo mismo que la Reforma de mediados del siglo XIX y la Independencia bicentenaria, definió el destino del país y constituye una gran reserva doctrinaria y política para dar respuesta a problemas ya resueltos que han vuelto a emerger, como el bajo crecimiento de la economía, y a otros que son inéditos, como la amenazante expansión de la violencia criminal y su control de espacios que han sido sustraídos, al menos por ahora, al Estado de derecho.
Los problemas de México en el siglo XXI no pudieron ser previstos por Madero, Carranza o Calles, pero los principios de la Revolución, identificados con los valores permanentes del ser humano, siguen teniendo validez y ofreciendo respuestas. La conjunción de democracia con justicia social, de libertad con equidad, continúa siendo la clave para enfrentar los difíciles problemas de nuestro tiempo.
Los desafíos son inmensos y se retroalimentan unos a otros. Se expande el crimen organizado al tiempo que se contrae la generación de empleos en la economía formal y disminuye la capacidad de la educación pública media y superior para dar espacio a los jóvenes que la demandan y necesitan. Desempleados y sin acceso al sistema educativo, los jóvenes son la parte más vulnerable de la sociedad frente al reclutamiento de las organizaciones criminales que les crea ilusiones en un ambiente de “resentimiento y venganza social”, como apunta Carlos Fuentes.
La solución empieza por una política que impulse la inversión de las empresas mexicanas comprometidas con programas de generación de empleo, y una política social que incida en los factores que generan la pobreza y no sólo en sus consecuencias. Estas políticas sólo pueden ser emprendidas por un Estado fuerte, con una activa participación democrática de todas las corrientes políticas y de la sociedad y con una voluntad firme de hacer realidad la democracia y la justicia social.
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