domingo, 21 de noviembre de 2010

UNA PESADILLA SILENCIADA

Jean Meyer / El Universal
Tal es el título del libro de Sergio Ferragut (México, Imdosoc, 2010) que sostiene la tesis, con argumentos fuertemente amarrados, de que el único remedio para poner fin al narcotráfico, a la violencia que lo acompaña, a la corrupción generalizada y consecuente desmoralización que procura, es la legalización y reglamentación de las drogas.
Después de historiar el uso y abuso de drogas, presenta el provechoso negocio de las drogas ilícita, antes de analizar en el capítulo III la guerra contra las drogas. Concluye con el saldo de más de 30 años de guerra: primero, nadie se atreve a predecir un final feliz para las guerras contra los narcos y los informes de los guerreros antidrogas de EU, México, Colombia, Afganistán, etcétera… sugieren que la guerra seguirá para siempre, dadas las actuales reglas del juego.
Segundo: los cárteles han prosperado de manera fabulosa durante la guerra y “un análisis económico elemental sugiere que la misma guerra ha sido el principal motor del negocio de drogas siempre en expansión”. Tercero, al igualar las víctimas de las drogas ilícitas (tanto el adicto como el usuario ocasional), con los beneficiarios del negocio, la población en las cárceles de EU y de otros países ha crecido a un nivel jamás visto: el 25% de los presos estadounidenses, algo más de 500 mil, han sido sentenciados en relación a la droga. Cuarto, enormes cantidades de dinero generadas por la droga ilícita se lavan felizmente para entrar en la economía legal; eso no puede sino afectar gravemente el poder económico, luego el poder político, lo que pone en peligro las instituciones y la seguridad nacional, tanto interna como externa.
Bajo la línea actual, definida por Naciones Unidas y por la mayoría de los Estados, las drogas continuarán inundando nuestras ciudades, de los barrios más ricos hasta las barriadas más perdidas, desde los antros elegantes hasta las escuelas primarias, tiendas de abarrotes y gasolineras. Los cárteles seguirán creciendo, y el presupuesto de los órganos de seguridad que luchan (no siempre) contra ellos crecerá de manera paralela. En nuestro caso, México seguirá poniendo los muertos, Estados Unidos seguirá enriqueciendo al narco y vendiendo armas a los sicarios. En cuanto a los terribles “daños colaterales”, ¿quién podrá medirlos? Van desde las balas perdidas que matan inocentes hasta la corrupción cómplice de los partidos políticos y de los más altos funcionarios.
En su capítulo V, Sergio Ferragut analiza tres mitos, a saber, que el uso de la drogas conduce a la adicción; que el uso de drogas conduce a una vida de crimen; que la guerra contra las drogas está siendo ganada, si perseveramos un poco más. Afirma que no hay más tiempo para perseguir sueños imposibles y que la sociedad debe buscar “un bien común alcanzable, mismo que podría significar aceptar el menor de todos los males —el mal menor—” (p. 228). Si no podemos hacer como Mao, quien erradicó el consumo de opio mandando al paredón decenas de miles de personas, criminales o no, y a campos de “reeducación por el trabajo” millones de consumidores, ¿qué deberíamos intentar?
La solución será global o no habrá solución. Por lo pronto, se sabe que la guerra no se puede ganar y que México, solo, no tiene la solución. En un mundo globalizado, el problema es mundial y Naciones Unidas debe revisar su estrategia. Mientras tanto los Estados Unidos y México, los principales afectados e interesados deberían ser “los portadores de las propuestas innovadoras requeridas”; mientras tanto, nosotros debemos trabajar para entender la esencia de la cuestión y convencer una opinión pública opuesta a la legalización con reglamentación, que aquélla no es una utopía feliz o catastrófica, sino un camino por explorar.
Los trabajos científicos ya disponibles permiten lanzar programas de educación de la juventud y programas de salud, tanto para alejar la gente del consumo legalizado, como para desmotivar los consumidores. Pero lo más importante es diseñar los mecanismos necesarios para controlar la producción y la venta de las drogas, como se ha hecho históricamente para el tabaco y el alcohol. Sin demasiadas ilusiones: con todo y campañas, el alcohol y el tabaco siguen matando mucha gente.
La legalización controlada, sobre el modelo de lo que se hizo en Estados Unidos a partir de 1933, cuando se levantó la prohibición del alcohol imperante desde 1919, sería un buen modelo de regulación y control. Aquella fatídica Ley Seca había engendrado a todos los Al Capone de América, mientras que su abolición secó el río caudaloso de dinero que estimulaba el crimen y la corrupción. Obama y Calderón se encuentran en la situación de Franklin D. Roosevelt en 1933. Hay que gritarles, como san Pablo, ¡salta! (“¡Hic Rhodus, hic salta!”).
Profesor e investigador del CIDE

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