sábado, 6 de noviembre de 2010

¿APRENDEREMOS DE LA GRAN RECESIÓN?

David Ibarra / El Universal
A la memoria de Friedrich Katz
La economía no es una ciencia como la física o la biología. Más aún, los cambios en sus paradigmas no siempre ofrecen mejores explicaciones de los fenómenos humanos. Casi siempre incorporan una mezcla de verdades parciales con propósitos a alcanzar, sintetizadas en formulaciones ideológicas que se buscan atractivas.
Pero cuando los paradigmas económicos toman dimensión universal, desempeñan la función necesarísima de ordenar las relaciones económicas internacionales, atendiendo, como es natural, a la visión de las potencias líderes, mientras toca a los países periféricos acomodarse lo mejor que puedan al orden internacional creado de esa manera.
El paradigma económico que aún nos rige quiere mercados independientes, Estados en involución, estabilidad de precios como la meta más alta y una larga lista de propósitos instrumentales: comprimir al máximo el papel intervencionista de los gobiernos; eliminar las fronteras económicas nacionales; alcanzar el equilibrio fiscal y ceder al control macroeconómico a los bancos centrales; asignar a la política social el triste papel de paliar las disparidades sociales auspiciadas por las políticas económicas; elevar el individualismo, la competitividad y la eficiencia al rango superior de los valores a perseguir.
La globalización, con sus múltiples contribuciones, auspició desequilibrios que están en la raíz de la crisis que campea. Los desajustes del comercio entre países, compensados por flujos financieros inversos, son intrínsecamente, por más que alimentasen el auge de las actividades financieras internacionales. La alta movilidad de los recursos empresariales transnacionalizados gestó el “outsourcing” global del empleo y el retraimiento de salarios y de la fuerza política de las organizaciones obreras. Esos fenómenos se asocian al desempleo, informalidad y desigualdades que se extienden en buena parte de las latitudes. Aun los países emergentes más exitosos, capaces de abatir la pobreza, experimentan recrudecimiento de las disparidades distributivas. En conjunto, se ahondan los sacrificios y penurias sociales, singularmente manifiestos en los mercados de trabajo del mundo. Ahí están los disturbios y huelgas en Francia, Grecia, España y tantos otros lugares.
Al propio tiempo, tiene lugar honda reconfiguración de los centros de poder económico del planeta. La producción, el comercio y las finanzas se trasladan del Occidente a los países del ste y sur de Asia. Ya el producto conjunto de China y la India se aproxima a los tres cuartos de la economía norteamericana, o al 80% de la Unión Europea. El grueso de las divisas internacionales se localizan en la propia China y en el Japón, arrebatando poco a poco a Occidente el papel de proveedor del financiamiento y mantenedor de la disciplina económica en la periferia.
Tales fenómenos han hecho declinar la capacidad de los gobiernos para responder a las demandas ciudadanas y validar los valores de la democracia en sus países. La crisis ha puesto de relieve que mercados y gobiernos se equivocan, a veces gravemente, y necesitan uno del otro para asegurar equilibrios razonables entre equidad y eficiencia, entre el poder democrático y el económico. Ese reconocimiento, por tardío que sea, brinda la oportunidad de tirar por la borda dogmas, de revisar e imprimir mayor inclinación democrática a las políticas públicas. La crisis económica ha colocado el centro de las prelaciones universales en reconstruir los pactos sociales, en humanizar a la economía y su paradigma de la globalización. Pero ahora el debate se ha centrado en eludir a futuro la repetición del desastre financiero y en encontrar fórmulas de distribuir sus costos entre la población, el fisco y las propias instituciones financieras.
Aún con esas miras más bien pequeñas, la polarización ideológica ha sido inevitable. El meollo de las acciones de emergencia se orientaron al apuntalamiento de las instituciones —bancos, intermediarios financieros, empresas dañadas—, más que a sanear la economía de las familias donde se concentran las pérdidas inmobiliarias, el deterioro de las pensiones, el desempleo, la caída del poder adquisitivo.
Lejos de la necesaria unificación de criterios, privan desacuerdos entre las potencias. Mientras unas procuran implantar políticas monetarias y fiscales aún expansionistas, otras abogan por la consolidación fiscal, esto es, terminar el intervencionismo, recortar gastos públicos, restringir derechos sociales, elevar impuestos. La diversidad e, incluso, el antagonismo de las propuestas, deja ver que subsisten pugnas de interés y profundas diferencias ideológicas. No acaba de descartarse la tentación utópica de regresar al orden anterior, aunque se arriesgue la recaída.
En los hechos, se ha vaciado de contenido al envejecido paradigma económico internacional. El criterio de acotar al máximo la acción intervencionista estatal, fue vulnerado con el rescate de empresas en peligro de quiebra; la premisa del equilibrio del presupuesto público resultó anulada por esos mismos programas y por las acciones contracíclicas instrumentadas; el criterio monetarista que llevaba a los bancos centrales a testringir el crédito a los gobiernos, a la compra directa de títulos privados o a la emisión monetaria inorgánica, ya es historia pasada.
Los desacuerdos de los países líderes entorpecen una recuperación mundial débil, en riesgo de revertirse por la prevalencia de desempleo e informalidad, deficiente demanda agregada, desórdenes fiscales y desajustes financieros múltiples, así como por el resurgimiento del proteccionismo, marcado por manipulaciones cambiarias, competitivas. El dólar, casi inevitablemente, continuará devaluándose, y la misma existencia del euro pudiera estar en riesgo.
Lo disparejo de las políticas nacionales y de los avances en el camino a la recuperación, acentúan los desequilibrios de la economía mundial; conducen a estrategias dispares; hasta crean enfoques monetarios divergentes que bien podrían originar desplazamientos masivos de fondos o burbujas especulativas. En suma, se ha roto el universalismo paradigmático anterior, mientras resaltan los particularismos nacionales.
Los tiempos, ideas, intereses han cambiado hasta hacer irrecuperable el viejo status quo e indispensable su reemplazo por un paradigma distinto. Esos hechos no han penetrado la conciencia de los dirigentes, precisamente cuando debiéramos tener premura en proteger a la población y recuperar algo de la autonomía nacional perdida. Somos fieles a paradigmas idos; batallamos impertérritos contra una inflación casi imaginaria; revaluamos el peso para importar más y exportar menos; reducimos esforzadamente un déficit público pequeño para no desplazar un gasto privado que no se recupera; sostenemos un sistema tributario regresivo para no suprimir privilegios elitistas; dejamos que la informalidad desbarate los mercados de trabajo y alimente los cuadros del crimen organizado. En una palabra, vamos bien, reviviendo el pasado.
Analista político

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