sábado, 6 de noviembre de 2010

LA ENORME OPORTUNIDAD PERDIDA

José Alberto Castro M. / El Universal
En 2008, la economía mundial y el libre mercado se hundieron en caída libre. Millones de personas en Estados Unidos y en todo el mundo, perdieron su hogar y su empleo. Muchos otros padecieron la angustia y el miedo de que les ocurriera lo mismo, y casi todos los que habían ahorrado dinero para jubilación o para la educación de un hijo, vieron cómo esas inversiones menguaban hasta reducirse a una fracción de su valor.
La gran recesión era un hecho devastador y sorpresivo, la crisis se originó en EU (llevó la etiqueta Made in USA), y muy pronto se hizo global. De modo dramático, decenas de millones de personas en todo el mundo, perdían sus empleos —20 millones sólo en China— y decenas caían en la pobreza. También cayó por tierra la fe en el libre mercado y en la globalización, así como la promesa de prosperidad para todos. Por supuesto, tocó fondo la cacareada Nueva Economía y sus sorprendentes innovaciones de desregulación e ingeniería financiera para evitar riesgos y el fin de las crisis. Se fueron abajo las creencias inveteradas sobre la economía estadounidense y sus gurús: Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, el secretario del Tesoro, Robert Rubin y su protegido Larry Summers. De héroes pasaron a villanos, pues negaban una razón para preocuparse.
Resultó increíble que en un país con tanta gente de talento —un país que pudo mandar a un hombre a la luna—, estuviera sumido en una crisis ensañada contra las clases media y trabajadora de la Unión Americana.
En aquellos aciagos días, se decía que a los estadounidenses ricos les había ido muy bien durante los últimos años, en cambio, los ingresos de la gran mayoría asalariada se habían estancado e incluso bajado. Por supuesto, el sistema no podía perder ni paralizarse, por ello, a los de abajo, e incluso a los de en medio, se les dijo que siguieran consumiendo como si sus ingresos aumentaran; se les instó a vivir por encima de sus posibilidades mediante préstamos. Y la burbuja del mal crédito lo hizo posible. Pero más temprano que tarde, la burbuja estalló y la recesión alcanzó a los ciudadanos cuya deuda, de pronto, fue exorbitante.
Los ojos del mundo voltearon hacia Wall Street y los dueños y amos del mercado bursátil argumentaron que eran “las desafortunadas víctimas de una tormenta que se da una vez cada mil años.” A contracorriente, las voces críticas señalaron que la crisis no fue algo que simplemente ocurrió en los mercados financieros; la crisis fue creada por el hombre; fue algo hecho por los mandamases de la Bolsa neoyorkina que afectó al mundo.
Elevada a misterio de novela policiaca, muchos economistas se preguntaron: ¿cómo entró en caída la mayor economía del mundo? Destaca la visión de Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001 y autor de Caída libre (2010). Para este crisisólogo, de los pocos que vieron venir el desastre, el problema se originó en las políticas públicas deficientes (falló la regulación), en una asunción excesiva de riesgos, por parte de los bancos y una falta de escrúpulos del sector financiero.
La sacudida del capitalismo mundial de 2008 ha puesto en vilo la noción de que los mercados sin trabas pueden por sí solos asegurar la prosperidad y el crecimiento económico. Hoy es peregrino pensar que los mercados se corrigen por sí mismos y que podemos confiar en que funcionen bien.
Stiglitz considera la necesidad de la intervención del Estado para el rescate de la economía cuando los mercados fallan, y como regulador para evitar futuros fracasos. Las economías requieren un equilibrio entre los mercados, el gobierno, los factores de la producción y la sociedad civil. En los dos años anteriores, vimos cómo los gobiernos fueron incapaces de frenar la crisis y no dieron más pasos de los estrictamente necesarios; cómo los banqueros se contradecían pidiendo que el Estado les sacara del apuro al mismo tiempo que se oponían a una regulación severa y menos favorable.
La gran recesión —a todas luces la peor crisis económica desde la Gran Depresión de hace setenta y cinco años— hace obligatorio rediseñar la ideas económicas, ponerle un freno a los excesos y la codicia de los dueños del dinero, hacer más transparente al sector financiero e introducir principios éticos a la razón fría de la economía de libre mercado.
Dicen que las crisis son suma de calamidades, pero también de oportunidad. Por desgracia, el presidente Obama y otros líderes mundiales, dejaron pasar la ocasión de recuperar el equilibrio entre el mercado y el Estado, entre el individualismo y la comunidad, entre el hombre y la naturaleza, entre los medios y los fines. Han optado por restaurar y no reformar. Por ello, los electores estadounidenses le dieron la espalda al sueño Obama.
Queda pendiente la generación de un nuevo sistema financiero que sirva a los seres humanos.
Académico literario y periodista

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